Pocos meses después se oyó en toda Sajonia el nombre de Carlomagno. Angus sintió miedo, pues esta vez el caudillo de los francos cabalgaba hacia ellos. No era como en otras tantas ocasiones, en las que fue mencionado por sus victorias en lejanos países. Esta vez era él, en persona, quien se disponía a luchar contra los sajones.
Era un día de invierno. El rastro de los caballos humeaba al entrar en contacto con la nieve, que caía con maliciosa suavidad. Las formas de las casas de madera aparecían como tamizadas por un pergamino blanco que se deslizaba suavemente de norte a sur. La capa de hielo que cubría el curso del Emesa había quedado atrás, y las faldas negras de los abetos, también cargadas de blanco, flanqueaban los jardines salvajes de Thrutmanni. Más adelante encontraron cobijo para los caballos en un cobertizo de madera y su señor descabalgó.
De las anchas espaldas de Widukind colgaba la capa de oso de su padre. Sus cabellos, más largos que nunca y con diversas trenzas al modo de los daneses, estaban cubiertos por el ancho capuz de piel. La gran espada colgaba a su espalda. Podía sentir el brillo de su acero, ajeno al frío y al calor, siempre vivo, siempre hambriento.
Angus siguió el crujido de sus botas y entró en el amplio thing de aquella aldea. La reunión de los jarls, al final de aquel crudo invierno, llevó varios días. Las antorchas ardieron durante todo ese tiempo y los santones del lugar auguraron una gran guerra ese año, pues no era natural que las nieves cayesen tan copiosamente casi a las puertas de la primavera.
Aquel mismo día en el que la reunión de Thrutmanni acababa, Angus recibió la visita de un viajero. Lo esperaba afuera, en la nieve. Era un jinete negro, uno de aquellos monjes heréticos que practicaba la mendicidad y la vida pobre de Remigio. Su capucha pendía sobre su rostro como la garra de un buitre. No descabalgó y lo esperó a la grupa de aquel enorme caballo oscuro. Al acercarse, avisado por los santones, casi pudo respirar el vapor que expulsaban los ollares de la bestia. Era un magnífico ejemplar. Los harapos y jirones que formaban la veste del jinete, propios de un vagabundo, contrastaban con el poder de su cabalgadura. Los arreos eran los de un caballo de batalla. Así eran los monjes de la orden del heresiarca.
La capucha se volvió hacia él.
—¿Angus de Wigaldinghus? —susurró la voz.
—Angus de Metz —respondió él.
Se frotó los ojos. No pudo distinguir el rostro que se ocultaba tras la barba.
—Me envía Remigio el Piadoso en vuestra busca.
Había olvidado que los más fieles seguidores de Remigio practicaban una regla muy severa de hábitos. Negros y andrajosos, sus emisarios avanzaban sobre la tierra a la grupa de poderosos caballos.
El jinete se sacó un pergamino de los pliegues de su manto.
—¿Entregaréis este rollo en Havelberg al hermano Ebo?
—Ebo de Colonia… —aquel nombre vibró en su imaginación como la aparición de un relámpago. Tomó el rollo—. Sí, lo haré, pero… no entiendo el designio de Remigio.
Las riendas fueron elevadas por aquellas manos enguantadas.
Detrás de Angus una mano poderosa cayó sobre su hombro. Se volvió. Los ojos de Widukind lo interrogaban.
La cabalgadura negra retrocedió nerviosa, piafó y sus patas delanteras arañaron el aire con gran brío. Su jinete la retuvo con maestría.
—Los designios de Remigio no han de ser comprendidos, sólo compartidos. Lleváis en las manos una carta para Carlomagno.
El jinete retrocedió y los cascos pisotearon la nieve.
Después, se marchó lentamente sin volverse siquiera. Se quedaron mirándolo mientras se alejaba por el camino blanco, hasta que desapareció en la espesura de los abetos.
Angus se despidió de Widukind.
—Has de sentirte orgulloso de este presagio. Si Remigio ha confiado en ti será por alguna importante razón.
El misionero se quedó mirando el rollo. La tentación de leerlo era grande, pero ni siquiera su señor se atrevió a hacerlo, y en ese momento comprendió el enorme respeto que Widukind ya sentía hacia Remigio.
Abandonó aquel lugar y se puso en camino.
Pocas semanas después, cuando la nieve se derretía en los campos y los arroyos empujaban con fuerza, Carlomagno se puso en marcha. Escuchó las noticias mientras avanzaba hacia el este. Fue en la frontera de Ostfalia, donde menos partidarios tenían los francos: allí se iniciaron las misiones de castigo. No existía ningún gran ejército capaz de contraatacar, de tal modo que la población no pudo organizarse para una defensa efectiva. Habían pasado varias semanas, y las columnas de Carlomagno arrasaban la región. Se produjo un gran éxodo hacia el norte. Huir, ésa era la única idea que ocupaba las mentes de quienes veían de cerca los escuadrones de la muerte de Carlomagno. Sus caballos de hierro, sus capitanes sin rostro, totalmente armados, parecían invencibles. Las antorchas incendiarias comenzaron a dar pasto a sus llamas, y el fuego devoró Magathaburg y Mimileibu. Otras ciudades, temiendo ser arrasadas de igual modo, ofrecieron el sometimiento de los hijos de los jarls.
Angus llegó tras varios días a Havelberg, por el viejo camino que sorteaba Angria y se adentraba en Ostfalia desde el norte. Una vez allí, se dirigió hacia el centro de la aldea. Entró junto a varios mercaderes que venían del este. Traían ámbar y trataban de seducir a los lugareños con sus bagatelas. El cielo seguía congelado y, aunque había dejado de nevar, la lluvia era persistente y el camino descendía hecho un barrizal. Las patas de su yegua estaban cansadas, la miró a los ojos y acarició su áspero pelo. Quiso ponerla a salvo de aquella inclemencia antes de que empeorase el día, pero para ello tenía que encontrarse antes con Ansgar. Estaba suficientemente al sur como para entender que aquella región contaba ya con muchos simpatizantes de Carlomagno.
Se dirigió a algunos transeúntes, que le devolvieron hoscas miradas, hasta que uno de ellos le señaló la dirección correcta y llegó al templo. Era un simple cobertizo, pero la cruz de madera se sostenía en lo alto, donde las aguas del tejado se encontraban. Se santiguó y entró. El espacio estaba cubierto con paja y, a pesar de su sencillez, parecía limpio. Varios ayudantes lo miraron, sorprendidos. Al fondo un hermano más grueso se levantó y caminó hacia él, observándole con dificultad entre los bancos de madera.
—Busco al hermano Ebo de Colonia.
Se acercó a él y lo saludó.
—Lo habéis encontrado. ¿Quién le busca?
—Soy… Andelmo —mintió el monje.
—Andelmo… ¿os conozco?
No le recordaba, y eso le hizo respirar aliviado.
—No. No me conocéis… —mintió—. Soy un mensajero, vengo del oeste para entregaros esto. —Alzó la bolsa en la que venían protegidos los rollos de Remigio.
Él la tomó. La abrió cuidadosamente y extrajo el rollo.
—¿Qué es? Está sellado.
—Me dijeron… me dijeron que se trata de una carta para Carlomagno.
Los ojos de Ebo se abrieron.
—¿Quién la envía?
—No lo sé, tenéis que creerme, no he leído su contenido, tampoco puedo saber quién lo firma —volvió a mentir.
—Carlomagno se dirige hacia este lugar, será mejor que lo esperéis, y que se la entreguéis en persona. Yo mediaré para que así sea y os garantizaré vuestra vida, Andelmo —la ansiedad y el miedo asomaron a su rostro.
—No. No deseo entregárselo en persona —repuso inmediatamente.
Una sola mirada de Ebo bastó para que sus ayudantes, que habían estado escuchando atentamente, lo retuviesen cuando quiso huir.
—No tengáis miedo —dijo Ebo con bondadosa voz, pero en ese momento todas las palabras de Remigio acerca del doble filo del mensaje evangelizador de los francos cayeron sobre él como un hacha.
Lo retuvieron y no se resistió. Permaneció encerrado en un cobertizo, junto a media docena de gallinas. Se cubrió con las pieles que le entregaron y pidió que tratasen bien a su yegua. Así se lo prometió Ebo. Se alegró de que no lo reconociese, aunque todavía no estaba convencido de que eso fuese lo acertado. De cualquier modo, su experiencia entre guerreros le aconsejaba no decir la verdad. No debía saber nada de quien había escrito aquella carta… pero su corazón dudaba. Pasó un día y, al segundo, se dio cuenta de que una gran tropa estaba pasando por Havelberg. Escuchó el sonido de sus voces, de las trompas, del pesado rodar de los carros. Acamparían cerca.
Ebo abrió la puerta dispuesto a guiarlo, y la luz gris de un día nublado lo deslumbró. Salió, arrebujado en el abrigo de piel de topo. Caminó hacia el centro de la aldea. En la iglesia de madera, en aquel humilde aposento, montaban guardia varias docenas de caballeros pesadamente armados, apoyados en sus rejones. Una hilera de lugareños formaba en fila. Los soldados francos los registraban antes de entrar, por si portaban armas. Lo mismo hicieron con Angus, pero no así con Ebo, a quien ya conocían.
Se santiguó al entrar.
Una vez dentro, vio que los bancos de madera estaban ocupados por una veintena de niños de no más de siete u ocho inviernos. Todos ellos habían sido rapados a trasquilones por la sonora tijera de un alto mandatario, un clérigo que clavó sus ojos con gran sagacidad en Angus. Por un momento, temió que al prestarle atención, desviase su tijera por descuido y le cortase una oreja al último niño. Parecían muy tristes y miraban al suelo; de vez en cuando se volvían para encontrarse con los ojos preocupados de sus madres, con la ira contenida y el temor en los ojos de sus padres.
Carlomagno había mandado rapar a los hijos de muchos de aquellos jarls antes de acogerlos como segundo padre. Juraba a sus padres que no les haría daño, pero los retenía con la promesa de no ofender con las armas la expansión del Imperio de Dios.
El Imperio de Dios: así denominaban ahora los francos a sus pretensiones.
Allí, ante él, estaba Carlomagno. Alto, grande, de aspecto noble, su mirada era astuta y fuerte. Sus huesos eran anchos, como su espalda; iba ricamente vestido, aunque no por ello resultaba extravagante. A pesar de su juventud, parecía un hombre mayor. Le costó respirar. El clérigo cerró las tijeras y cruzó sus manos.
—Aquí está. Se hace llamar Andelmo.
Carlomagno lo miró con detenimiento.
—¿Quién os envía?
—Un mensajero con hábitos negros me ordenó, bajo pena de muerte, que entregase a Ebo una bolsa con ciertos rollos. Me dijo que, si no lo hacía, mataría a mi esposa. No soy hombre de armas, alto señor… de modo que decidí obedecerle. Espero que no exista en esos rollos palabra alguna que pudiese ofender a Ebo o a quienquiera que tuviese que leerlos…
Miró al suelo y sintió el miedo a la muerte. Confuso, valoró que su derecho a vivir estaba por encima de aquellas vicisitudes terrenales, y que sólo a Dios competía juzgarlo.
—He leído esos rollos, y no hay en ellos nada que pueda ofenderme —respondió Carlomagno con serenidad.
Angus no se atrevió a mirarlo a los ojos.
—Pero quisiera saber dónde puede habitar el que los ha escrito.
—Alto señor, no lo sé, en cualquier parte podría ser, pero si está cerca de donde yo he vivido, sería en el oeste, en la tierra de los frisios.
—¿Sois frisio? Vuestro acento no lo delata.
—No, soy franco, pero hace tiempo que comercio con los frisios, y allí desposé a una joven. Muchos somos los que esperan que el dominio de Carlomagno resida también en aquellas tierras alejadas de la mano del Señor, en el nombre de Dios —y al decir esto, Angus se santiguó.
—Los sajones y los francos están en guerra —aseveró Carlomagno—. No se mata a los mensajeros cuando reparten sus misivas. Del mismo modo que tú me has traído este rollo, lleva este otro al que te lo dio. Hazme a mí el mismo favor que le has hecho a él, y así estaremos en paz. Que el que trata de traerme ofrendas se convierta en mensajero de mis ofrendas, y sea justo conmigo. Si vuelves te encontrará, y entonces podrás entregárselo, y se lo hará llegar al que lo escribió.
El clérigo dejó las tijeras, tomó un rollo y lo puso en las temblorosas manos de Angus.
—Puedes marcharte en paz, vagabundo —añadió Carlomagno. Por un instante, el sacerdote se encontró con los ojos de Carlomagno. ¿Había bondad en ellos…? No habría podido asegurarlo, pero eran profundos y lo vigilaban.
Angus hizo una gran reverencia ante el rey de los francos y se retiró sin darle la espalda. Volvió a encontrarse con los rostros de aquellos padres. Miró de soslayo a los niños desprovistos de sus salvajes cabelleras. Los largos mechones se amontonaban a los pies de Carlomagno.
Le entregaron su yegua y le dieron unas pieles y una bolsa de carne seca de gamo y de buey.
—Queremos que llegues vivo —comentó uno de los rudos soldados—. Márchate, antes de que nos arrepintamos.
Risas crueles corearon su partida.
No volvió la vista atrás y abandonó Havelberg por una puerta en la niebla, que se cerró a su paso. Después de tres largos días, alcanzó a Widukind en el sur de Westfalia, en Sutat, donde lo esperaba gracias al encuentro con una de sus hordas, que así le informaron de su llegada.
Recordaba bien el rostro de Widukind cuando le oyó contar la práctica de Carlomagno: se llevaba a los hijos de los jarls a cambio de una promesa de paz. Una prenda muy valiosa, teniendo en cuenta que los sajones apreciaban mucho a sus hijos, que se tomaban gran cantidad de preocupaciones a la hora de elegir esposo o esposa, cuando era sólo una, pues algunos nobles, como el propio Widukind, compartían el lecho y fundaban familias con dos mujeres. El sajón no dejó traslucir su ira, pero Angus se dio cuenta de que pensaba en su propia descendencia. Su mujer, Geva de Westfold, estaba a salvo en la corte de los daneses, donde su hijo Wigbert era educado por su bisabuelo Goimo. Solía verla en invierno. Pero Swanhild estaba cerca de Wigaldinghus, y era ya madre de una niña, Gerswind, recientemente nacida.