XVI

Mientras retrocedían, Helglum le recordó los dichos de la guerra del dios de las tinieblas, que se recitaban para invocar el favor de la divinidad:

Si mucho preciso,

desafilo las puntas

de las enemigas espadas,

y a mi adversario

ni armas ni mañas le valen.

Si hombres imponen

cepos en mis miembros,

canto un conjuro

que me hace libre,

de los pies saltan las cadenas,

de las manos grillos y lazos.

Si dardo yo veo

que busca blanco entre mi gente:

ninguno vuela con tal ímpetu

que no pueda detenerlo

tan sólo con la mirada

o la red de mi mente.

Si debo en la batalla

conducir a los míos,

canto un conjuro tras los escudos

y así avanzamos todos tan duros:

salvos entramos a la muralla,

salvos salimos de ella,

salvos regresamos de la batalla.

Mientras así recitaba, remontaron una colina; a medida que avanzaban, la pendiente era más acusada, hasta que al fin se reunieron con los negros sacerdotes de los angrios. En el calvero, el ribazo de hierba, como el reborde de un tazón, ocultaba una ligera depresión del terreno en cuyo fondo se había encendido una gran hoguera. Al hallarse en el centro de aquel círculo, Angus miró a su alrededor; el estrecho horizonte dictado por el reborde de la cima se recortaba abruptamente contra las grises nubes circundantes. Era como si se hubiesen apartado del mundo. En la hoguera se quemaban animales muertos, y una espesa humareda negra se elevaba a su vera. Dos brujas en trance sostenían los cadáveres y recitaban espantosas runas antes de arrojarlos a las llamas. Algo más se quemaba en ellas, pero no pudo averiguar qué era, aunque ésa era la sustancia que dejaba escapar el humo negro mientras se consumía.

Angus se sentó en la hierba y se cubrió el rostro con las manos, tratando de recordar el Padre Nuestro.

Helglum se aproximó a los hechiceros. Los sacerdotes de los angrios continuaban venerando al cuervo. Angus no entendía el culto a aquella criatura, por lo general poco amada en el sur, pero imaginaba que su presencia en el campo de batalla estaba relacionada con el culto a la muerte y a la oscuridad.

Poco después los relinchos lo arrancaron de sus cavilaciones. Helglum lo había invitado a beber una infusión de cortezas que serenó sus nervios, hasta tal punto que dejó de escuchar y de prestar atención a cuanto sucedía a su alrededor. Personajes del pasado comenzaron a desfilar por su imaginación cuando se echó rendido en la hierba, con el rostro hacia el cielo, donde las nubes desfilaban y se convertían en rostros. Las llamas rojas empujaban como demonios la oscuridad de la humareda, una oscuridad vomitada por la grieta del infierno, que ascendía ante él, omnipotente, dejando escapar con infernal potencia a sus legiones de diablos. Estaba a sus puertas, estaba al fin contemplando las Puertas de la Oscuridad, y aquellas ancianas murmurantes eran las impasibles guardianas de la Muerte, las Hilanderas sin rostro aparecían en el humo, abriendo sus grandes bocas mudas.

Entonces sintió que la puerta de humo era atravesada por su visión y entró en un espacio sagrado. La iglesia era grande y oscura, pero una tormenta la amenazaba. Y finalmente las puertas se abrieron tras él: un caballo negro entró trotando en la oscuridad, y una espada descendió y golpeó el altar de madera, donde todos los adminículos del santo repositorio fueron destronados. Y vio el rostro sencillo de Cristo, tallado en humilde madera, y vio cómo sus espinas se partían bajo el filo de un hacha.

—¡En el nombre de Dios! —el rostro del sacerdote no le resultaba desconocido. Ansgar, no era otro sino fray Ansgar de Linz, quien imploraba piedad ante el Ángel Oscuro de la espada. Al jinete lo seguían más sombras, y las sombras prendían fuego a los paneles pictóricos y los telares que adornaban los ángulos sombríos de la iglesia, y el fuego se propagaba y su humo entenebrecía el ábside y sus sagradas imágenes. El jinete llegó hasta el sacerdote.

—¡Ésta es la Espada de Dios! —gritó.

El brazo del caballero oscuro descendió y un relámpago de ira asomó a sus ojos azules en medio del rostro negro; el filo apartó el aire y la espada golpeó de costado el rostro de Ansgar, que cayó sobre el altar vertiendo su sangre, partida su cabellera roja, inmolado en el nombre del Altísimo.

Widukind, pues no era otro sino el joven guerrero a quien Angus creía ver en sueños, o más bien la Sombra de Widukind, aquel demonio negro que aparecía en los campos de batalla, aquel ser sin humanidad en el que se transformaba cuando era untado con aquella pestilencia negra, retrocedió enfurecido y galopó hacia la salida del recinto, dando una orden perentoria.

El fuego creció en su imaginación. La oscuridad amortajó el cuerpo del misionero. Ansgar lo miraba con los ojos abiertos, vacíos, asesinado en su propio templo, uno de los más admirados de la Cristiandad en el norte del continente.

Los caballos aparecieron de pronto, y Angus fue arrancado bruscamente de aquel estado con un dolor de cabeza que le impedía guardar equilibrio al intentar ponerse en pie.

—¡Despierta! ¡Vamos! ¿Quieres quedarte aquí hasta que vengan los francos?

Helglum lo golpeaba con su vara.

—¡Levántate, Hombre de las Sombras! Tu viento se levanta y debes marcharte a otra parte…

Se puso en pie y miró desconcertado a su alrededor. Montó la yegua y siguió al hechicero. Los caballos pasaban cerca y lejos, la hoguera continuaba ardiendo, pero su fuego ya no parecía contener la gran fuerza de antes.

Los jinetes se alejaban. Algunos cargaban con heridos, otros iban solos. Por delante, una gran cantidad de hombres a pie se introducían en los bosques. La confusión de la retirada era incierta, pues pronto se enteró de que una buena parte de los guerreros se había marchado hacia el oeste, y devastaba los campos de cultivo de la región. La operación de castigo de los angrios continuaba en los alrededores, y las fuerzas de los francos se veían obligadas a dispersarse para evitar el azote del invasor.

—¿Y la iglesia de Frideslare? —preguntó a un jinete sajón.

—Está en el centro de la ciudad, los francos la protegieron, ¡pero Widukind consiguió romper el anillo y abrir las puertas, y la recorrió a caballo y sin siquiera bajar del caballo prendió fuego al altar!

Widukind había estado allí… él mismo lo había visto en su sueño profético. ¿Por qué tenía esas visiones…? Le habían permitido contemplar lo que no quería ver. Deseaba constatar que cuanto había visto era fruto de una fantasía engañosa, que no había sido sino una pesadilla provocada por aquella infusión de Helglum. Pero al volverse encontró los ojos del anciano, y fue como si él también hubiese sido capaz de verlo todo, como si le confirmase lo que más temía.

—No te tortures, Hombre de las Sombras —le dijo—. El cuervo te llevó hasta el campo de batalla para mostrarte la verdad.

La tarde caía y ya estaban lo bastante lejos. En el transcurso de su marcha, la mayor parte de los jinetes habían retrocedido o se habían reagrupado en otros puntos del valle, protegiendo la retirada de los que iban a pie o perpetrando nuevos y destructivos ataques. Las granjas ardían detrás de ellos, los campos habían sido destrozados y las pérdidas habían sido numerosas en la ciudad de Frideslare; los francos habían recibido un terrible castigo, pero tal como todos esperaban, no había sido posible establecerse allí.

Sajonia no estaba preparada para invadir a los francos, ocupando sus territorios de manera duradera, pues sus ejércitos eran demasiado compactos y poderosos. Pero se habían demostrado a sí mismos que eran capaces de infligir terribles desgracias, y eso era algo que enfurecería a Carlomagno. Ya eran tres las respuestas a la traición de Eresburg, y los francos no tardarían en lanzar una contraofensiva haciendo uso de su verdadera fuerza.

Era sólo una cuestión de tiempo. Al caer la noche, Angus quiso encontrarse con Widukind, pero todos decían que había desaparecido tras el ataque contra la iglesia. Se quedó despierto hasta muy tarde, pero su señor no apareció.

A la mañana siguiente, se despertó muy temprano, súbitamente. Caminó a tientas y trató de vislumbrar el amanecer. Un resplandor cárdeno teñía la bóveda de estrellas titilantes. Lenguas de fuego relamían recipientes de cobre sobre un brasero. Allí estaba él. Los rastros de aquella grasa negra todavía manchaban su rostro. Sus dos skramasax colgaban al lado, de un parapeto improvisado a base de ramas, y la larga espada del señor de la tierra reposaba, durmiendo un oscuro sueño de venganza y poder.

Angus se sentó junto a Widukind.

Sigifrid estaba enfrente. Sus mechones rubios mostraban aún rastros de sangre. No pudo discernir si lo que tatuaba su piel clara era una herida propia o la huella dejada por el abrazo de una herida ajena. La sangre estaba presente en sus guarniciones de cuero endurecido, por todas partes, oscura y densa. Sus guanteletes y mitones de cota estaban rojos.

—Hemos vencido, Angus, Dios está con los sajones.

El resultado de la batalla fue celebrado. Los francos impidieron el saqueo y la masacre de la ciudad, pero los sajones, incluso al retirarse, se sintieron poderosos y temibles. Los ejércitos de Carlomagno estaban siendo azotados por una fuerza que los desafiaba abiertamente, algo que sin lugar a dudas no estaba en los planes de Carlomagno.

Los heridos se contaban a miles, pero también hubo cientos de muertos de uno y otro bando, y ya era sólo cuestión de tiempo que los francos iniciasen una verdadera misión de castigo en busca del corazón de los sajones, dispuestos a eliminar el brote de rebelión que los asediaba.