Aquella noche, Angus se echó a dormir cerca del fuego del campamento, intranquilo. Imaginaba que las sombras de aquellas criaturas vendrían hacia él nada más cerrar los ojos, y por eso tardó en ser raptado por el verdadero sueño. Pero, después, tuvo una visión. Había recordado muchas veces la de Ezequiel: las ruedas en llamas, la bóveda azul que se llenaba de humo, y los seres que ostentaban cabezas de pájaro y de toro. Sin embargo, después vio un mundo de fuego, un sol tan grande que apenas tenía cabida en el horizonte de su imaginación. Aquel sol se elevaba y se tragaba las sombras, y un mundo negro extendía sus brazos, todos ellos calcinados, como brotando de la tierra, una tierra con miles de bocas horribles por las que brotaban las almas condenadas con la forma de niñitos muertos. Habría dicho que fueron como ramas, pero sentía que eran extremidades de seres humanos que trataban de aplacar la gran ira de aquel sol. Al entrar en el portentoso símbolo, las formas negras eran fulminadas hasta el blanco y sublimadas, volviendo a formar parte de una lumbre demoníaca, de la rueda de fuego: de la rueda brotó la silueta de un ángel oscuro, un ángel que galopaba aplastando la tierra, seguido de aquel sol que lo acompañaba adondequiera que fuese, hasta el fin del mundo; era un mensajero del Apocalipsis y del fin de los tiempos, y la bestia inmunda veía tras él, el Anticristo.
Despertó el monje, sobrecogido, incapaz de descifrar la portentosa visión. Una sed mortal pegaba los pliegues de su garganta. Metió la cabeza en el agua del arroyo. Sólo en ese momento le pareció que el ardor de aquella imagen empezaba a abandonarlo. Los gritos le trajeron a la realidad. La hueste se ponía en movimiento.
Había transcurrido un año desde que Carlomagno atacó Eresburg. Sus sueños no lo traicionaban. La hueste de los sajones era poderosa y fue Widukind quien, junto a más de treinta jarls, escogió el momento y lugar de la invasión: Deventer, en el territorio frisio, en el año 773 después del nacimiento de Cristo, fue la ciudad elegida para el inicio de las represalias. Los informadores comunicaron que Carlomagno se encontraba en Italia, algo que los cabecillas tuvieron en cuenta antes de asestar el golpe. Deventer era uno de los puntos más nórdicos en los que permanecían tropas francas acantonadas. Aquella mañana, las praderas verdes vieron cómo la línea de las colinas era cerrada contra el cielo por una capa oscura que se detuvo en lo alto, recorriendo todo el perfil ondulado, para divisar la planicie, la ciudad y el campamento del enemigo.
Era una declaración de guerra sin precedentes. Calcularon que no habría gran número de efectivos francos, con lo que el objetivo parecía al alcance de sus manos.
Widukind iba armado como nunca, guarnecido de cuero y acero, con grandes muñequeras provistas de púas. Sostenía la espada al frente de las filas de jinetes. Por detrás, las tropas de infantería los rodearon y crearon una masa vociferante. La idea consistía en extenderse a lo largo de una gran distancia, para acobardar al enemigo. El sol había salido y la hierba era muy verde, la sangre, pensó Angus, también sería muy roja.
«¡Widu! ¡Widu! ¡Widu!», gritaban los hombres de Westfalia, y el clamor se elevaba alrededor como un torbellino de enloquecida alegría. Los francos ya los habían visto, y las trompas enemigas dieron la alerta. Podía apreciarse el nerviosismo de los que habían sido tomados por sorpresa.
A la manera de los antiguos guerreros de aquellas tierras, Widukind dejó que el sacerdote Helglum impregnase su rostro con aquella grasa negra elaborada a partir del corazón de osos y lobos. La idea, juzgada espantosa por su consejero cristiano, procedía de tiempos antiguos. Fue como encontrarse cara a cara con un demonio salido de un pantano. Hedía. No había nada de la noble indumentaria que ostentaba como señor de Westfalia, como duque y poderoso entre los poderosos, nada que lo rescatase de aquel aspecto animalesco y demoníaco. Deseaba acobardarlos a todos, supuso el sacerdote, ir mucho más lejos que todos los demás y ganarse la confianza de las armas del pueblo.
Los jarls no apartaron lo ojos de su espantosa aparición. Widukind se armaba a la manera de los héroes de sus leyendas, como los lobos de la antigua Germania, como hicieran los señores de los queruscos. Haciendo propios los rituales de las bestias, abstraídas en los últimos siglos a los símbolos de la primitiva y repujada heráldica de los metales preciosos, abandonaba todo arte y toda cultura germana reciente para convertirse en una manifestación descarada y desgarradora, genialmente primitiva, en el espíritu de la guerra.
Los ojos celestes, casi transparentes, de Widukind asomaban al rostro, encendidos, con una gélida y destructora pasión.
Allí estaba, sobre su caballo negro, alzando la larga espada por el filo, como si fuese una cruz, en nombre de los hombres libres de Sajonia.
—¡Hi, Carolus!
Escucharon su voz. Y una vez más, Angus recordó el poder devastador de sus palabras.
—¡Hi Carolus!
Aquella voz que atronaba la Tierra… Escucharon el grito que procedía de sus entrañas.
—¡Hi, Carolus!
La cólera esperaba a los súbditos del rey franco.
En ese momento una nueva horda se abrió paso hasta ellos. Al frente, un hombre alto, de noble porte, que se inclinaba sin apartar los ojos del líder sajón. Alzó el brazo ante la mirada de hielo y el rostro negro.
—Frodo hijo de Brodo saluda Widukind hijo de Warnakind. En el nombre de la amistad que unió a nuestros padres, que nos una la victoria en la Tierra.
Widukind, sin pronunciar palabra alguna, puso su mano en el hombro de Frodo y lo miró a los ojos. Se puso junto a él azuzando el caballo y dio la bendición con un generoso gesto. Después gritó que la batalla debía empezar, que la sangre debía derramarse y que los francos debían ser castigados.
El torbellino de las armas giraba en torno a él cargado de filos, y ya fue incontenible. Aquella larga fila se puso en marcha y se precipitó ladera abajo. Era una suave pendiente, pero suficientemente larga como para que la caballería alcanzase la máxima velocidad al entrar en Deventer. Angus vio cómo se arrojaron hacia delante y tuvo la sensación, desde aquella colina, de que surgían de su propio pecho. Escuchó el enjambre de gritos. Al parecer, las salvas de los arqueros francos, en precipitada formación, alcanzaron a los primeros, pero sirvió de bien poco: las hordas de Widukind entraron en Deventer como una espantosa tormenta.
Los francos no pudieron hacer frente a la invasión. Widukind, en su precipitación, había dejado que los suyos entrasen en combate sin respetar un orden demasiado calculado, pero en esta ocasión jugó en su favor tal circunstancia, por lo general poco recomendable en el arte de la guerra. Pues mientras la caballería rompía las fuerzas y arrasaba las primeras filas, la infantería seguía acudiendo y descendiendo aquellas lomas, hasta que entraban en contacto con el enemigo franco, arrojando sus sax y blandiendo sus langsax.
Angus no pisó el campo de batalla, pero presenció la hazaña desde las colinas. Se santiguó al contemplar, incluso de lejos, aquel despiadado horror, y se sintió culpable al oír el griterío de la satisfacción de la victoria, pues los sajones vencieron a los francos y los obligaron a formar en retirada, abandonando Deventer bajo el acoso de sus jinetes diezmados. En Deventer tuvo lugar una gran masacre antes de que el ejército de Carlomagno pudiese formar con una defensa efectiva y retroceder.