El hijo de Warnakind ha regresado.
Esa frase se repetía como llevada por un viento ígneo que trocaba en ascuas ardientes los fríos corazones: Widukind entró en Angria como lo hace una tormenta. Apareció en las aldeas del norte de Wigaldinghus con una simple cuadrilla, tocó el cuerno de caza y esperó. Mientras los campesinos se reunían por docenas, las palabras del duque sajón abandonaron el cerco de sus labios y Angus creyó admirar en él una fuerza desconocida e implacable. Sólo al escucharle dirigir su voz al pueblo se dio cuenta de que había hecho demasiado bien su trabajo como instructor, pues era capaz de enardecer los ánimos de sus seguidores con palabras que seducían sus corazones, y también se dio cuenta de que se avecinaban violentos prodigios que ensangrentarían la tierra natal del germano y las provincias del Reino.
—¡Gloria, pueblo sajón! ¡Gloria, vosotros los hijos de Yngy del noble Liudolf! ¡Escuchadme, nietos del venerable Arnahart! ¡Todos vosotros sabed que el hijo de Warnakind os llama a la guerra! ¡La sangre llama al acero! ¡Muerte a Carlomagno! ¡Muerte a los francos!
La sangre llama al acero. Nunca olvidarían esa terrible invención, versículo extraído de un evangelio tenebroso, palabras del heresiarca Remigio, cuya obra al fin cobraba forma: la Orden de la Espada se arrojaba contra los francos.
Su señor sabía que en las zonas fronterizas la evangelización ya había comenzado, que el signo de la cruz era temido y que los evangelizadores hablaban de Dios para temor de los sajones, advirtiéndoles de que se enfrentaban a un poder invencible, porque Carlomagno gozaba de la aprobación del Dios Todopoderoso, cuya sede estaba en el Caput Mundi, donde el Papa, en constante comunicación con el Altísimo, firmaba las decretales para salvaguarda del Reino.
Widukind apresó su espada y la alzó, aferrándola con sus mitones de cota de malla por el extremo de la hoja, y así parecía sostener una cruz.
—Ésta es la cruz que debéis venerar, ésta es la cruz que os guiará hacia la salvación…
Repetía aquel discurso, y cada vez era mayor el número de hombres que se unía a sus hordas. Los misioneros establecidos en la frontera de Angria empezaron a temer su nombre. Para demostrarles que la espada era capaz de obrar prodigios, Widukind les dijo lo siguiente:
—¿Creéis que el Roble de Thor fue abatido por el poder supremo que acompañaba a Bonifacio? Veréis cómo Dios está con nosotros…
Aquellos cristianos trataban de evangelizar en el nombre de Cristo… pero eran espadas de los francos a los ojos de Remigio, como Héctor le había explicado a Angus. Widukind cabalgó hasta la capilla y allí obligó a salir a los misioneros. Después de prender fuego al templo, hizo venir a los sacerdotes cristianos francos hasta la colina de justicia.
Se adentraron en cierto campo y Angus cayó en la cuenta de que Widukind había insistido mucho a los lugareños, que solicitaban ahora su presencia. A pesar de que hacer justicia era sólo competencia del señor de la región, Widukind les prometió justicia en el nombre de su sagrada espada.
Una vez en lo alto de la colina, donde desde hacía siglos los sajones de la región celebraban justicia, hizo venir a los misioneros de la región y, sin más preguntas, arrastró a patadas a uno de ellos entre la multitud.
—¿Quién crees que empuña esta espada? —le preguntó, sin apartar sus ojos de los suyos. Empuñó la cruz de acero por el filo, en la base de la hoja—. ¿Quién?
El hermano vaciló, temiendo por su vida. Se puso a rezar.
—¿Vendrán las espadas de Carlomagno a salvarte?
Silencio. La multitud esperaba.
—¡Ésta es la Espada de Dios! —gritó—. ¡La Espada de Dios está con los sajones!
La empuño y miró al cielo, suplicante y desafiante a la vez.
—¡Párteme con tu rayo, oh, Dios Todopoderoso! ¡Invoco tu juicio! ¡Sé que los sajones están destinados a luchar y que tu espada está de su parte!
Se volvió de nuevo al misionero y puso el filo en su cuello. Un rápido movimiento, cargado de insolente y brutal crueldad, bastó para abrir su garganta, de la que brotó un mar de sangre.
—No… —musitó Angus—. No…
Ya no importaba lo que él pudiera hacer. Aquel hermano al que se le atragantaba el acero se derrumbó buscándome con la mirada. Widukind empuñó de nuevo la espada a modo de cruz y miró al cielo.
No hubo respuesta. No hubo rayos, ni nubes tormentosas, ni desapareció la luz del sol. Nada. Indiferencia de los elementos.
Los guerreros vociferaron y rieron. Otros alzaron sus armas.
—¡Sax! ¡Sax! ¡Skramasax! —gritaron.
El grito de guerra se extendió por la multitud como un incendio. El miedo y el acobardamiento al que había sido sometida la población mediante la evangelización se apartaron como una fina cortina o un manto de sombra que se desgarraba, y la furia de los hombres estalló pidiendo venganza frente al invasor.
—¿Qué había hecho ese hombre? —preguntó Angus a Widukind.
—Corrupción de niños muy pequeños, a los que seducía después de atemorizar a sus padres… ¿deseas más detalles?
Angus inclinó los ojos, pues no le eran desconocidos los pecados de la lujuria a los que a menudo se entregaban los sacerdotes en la soledad de sus monasterios, y la sodomía y la concupiscencia estaban entre ellos.
—Pero ¿cómo puedes estar seguro…?
De pronto los ojos de Widukind se encendieron como zafiros en los que habitase un esplendor dentro de la llama y como si la llama fuera cándida y a la vez rusiente, y entonces respondió, terrible:
—Porque credo in unurn Deum, Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae, visibilim omnium et invisibilium…
No conforme con eso, Widukind cabalgó por aquel camino hasta que encontró a dos de los predicadores francos que se habían dado a la huida. Los mandó atar y los llevó de vuelta a Grudahus, donde, ante la mirada recelosa de los mismos nobles que les habían dado ambiguo cobijo, los ató a los astiles de justicia que se elevaban, plantados y enhiestos como dedos carbonizados, en el centro del montículo sobre el que se asentaba la herbosa aldea.
El vaho escapaba entre los labios del sajón quien, crispado y nervioso como un animal salvaje, retozaba sobre el caballo, vigilando cada movimiento. Finalmente descabalgó y se acercó ante la multitud expectante a los prisioneros, debidamente maniatados en los postes.
—¿Dónde está ese dios al que llamáis Cristo?
—No es un dios…, es…, es…
Widukind extrajo su sax y lo empuñó con los nudillos crispados.
—Estás en mi territorio, Widukind —zanjó la voz del noble ante la mirada suplicante del misionero.
Widukind se volvió y miró largamente al angrio. Sus ojos continuaban siendo inocentes y azules, pero había en ellos una extraña determinación…
—Cállate y escucha.
Se volvió a la multitud. Y así habló al noble:
—Carlomagno ha destruido el Irminsul, ¿cuántos sacerdotes fueron muertos allí? Eso no te importa, con tal de que Carlomagno cumpla sus promesas y te entregue tierras como un vasallo de su imperio, ¿verdad? No mires al suelo cuando te hablo… Estos hombres no son santos, son culebras que se meten en nuestros lechos y que nos envenenan con su ponzoñosa lengua… sus palabras están malditas, y sólo traerán la ruina de los sajones… ¿Quieres ver a toda esta gente humillada ante Carlomagno?
—Yo… no.
Widukind se volvió y fulminó con sus ojos al misionero. Después alzó el sax fríamente, lo apoyó en el cuello tenso y lo deslizó con una implacable suavidad sin apartar los ojos azules y profundos de la mirada de aquel hombre, en la que pronto emergieron sombras innombrables que pocos desean ver de cerca. Widukind no parpadeó. La cabeza del misionero se desmoronó sobre su hombro, a la par que la otra mano del germano apresaba la cabeza del ajusticiado impidiendo que se derrumbase bruscamente, acaso tratando de acariciar su nuca, de sostener su último aliento con una dignidad propia de héroes paganos. Poco a poco dejó que la cabeza del misionero se apoyase en su hombro, como si cayese sumida en un profundo sueño del que no se despierta.
A su alrededor, el mundo guardaba silencio, sin apartar sus ojos de la escena. La forma en que le había dado muerte era tan implacable como llena de comprensión y humanidad su mirada. Un ser extraño había crecido en su interior, un ser dispuesto a todo; en ese momento, ni siquiera el propio Widukind podía explicar qué misteriosa fuerza lo empujaba a actuar así. Había llegado la hora de cumplir todas las promesas que había hecho al viento.
Al apartarse, después de un tiempo sin medida que parecía haber sido capaz, en su ausencia de tiempo, de precipitarlo en una realidad mucho más profunda de la que es capaz de concebir un hombre mortal, se apartó del cadáver. El cuerpo inerte del misionero colgaba ante él, inanimado. Las facciones del rostro de Widukind estaban contraídas en una expresión que jamás se había posado en su rostro, y vio la sangre que empapaba su pecho, como un pálpito caliente, o una mano suplicante de dedos invisibles que trataba de agarrarse a él inútilmente en un postrer y desesperado esfuerzo, por retenerlo. ¿Acaso era ése el amor del que hablaban los misioneros cristianos? Independientemente de todo, ese amor no era diferente de aquél de las madres sajonas cuyos hijos eran muertos en las fronteras del imperio de Carlomagno. Y la religión de Carlomagno, ¿no era un simple pretexto para humillarlos?
—¡Widukind! —gritó un campesino de anchas espaldas que empuñaba su rastrillo. —¡Widukind!
Las voces se unieron en un coro terrible que mugía a su alrededor, semejante a un viento que despierta en la enramada de un bosque, dispuesto a arrastrarlo todo.
La mirada del noble se apartó de los ojos de Widukind, a la par que Gilbrandt traía por las riendas a Walwint, que parecía más brioso que de costumbre. Widukind saltó a su grupa con decisión y apresó las riendas. El caballo giró pateando el barro sangriento que enrojecía los pies del misionero. El duque desenfundó su espada y, elevándola al cielo, gritó:
—¡wal!
¿Por qué había escogido esa palabra, que ya carecía de sentido en el reino de Dios? Pues los hombres han de ser conscientes de que nada son, de que vienen del polvo y vuelven al polvo, y los simples, inmenso rebaño descarriado, son pueblo de Dios que ha de ser pastoreado por la Iglesia y guiado por los perros del emperador, el brazo secular. Pero aquellos paganos todavía estaban fuera del Reino, y adoraban esa palabra, pues no habían tenido pastores ni perros que los vigilasen. El grito de guerra del duque se propagó por el paisaje de Westfalia como fuego en una tierra reseca que linda con desiertos de inconformidad y duda.
La «Venganza de Irminsul», como muchos llamaban en su lengua antigua lo que estaba sucediendo, había dado comienzo.
Los nobles más jóvenes se unían a Widukind como arroyos desesperados que descienden furiosos de las colinas tras una lluvia torrencial.
El antiguo temperamento de los habitantes de aquellas tierras salió de su apatía, y los jarls sajones que se mostraban prudentes ante las pretensiones de Carlomagno tuvieron que aullar con los lobos, y seguir empujando aquella corriente a la que llamaban la Venganza de Irminsul, y que se encaminaba hacia la invasión de Austrasia.
Widukind no pedía permiso para adentrarse en los territorios de sus jarls vecinos y, como si se tratase de un príncipe electo, o del kuninc de una inveterada confederación pagana, cabalgaba ya sobre Ostfalia, ya sobre Engiria, ya sobre Nordalbingia, enardeciendo los ánimos de los campesinos, hasta ser seguido por una tropa de miles de jinetes de violento temperamento, jóvenes en su mayoría, impulsivos y sedientos de venganza, de gloria, de sangre, sin saber muy bien qué eran todas esas cosas.