Una vez celebradas las ceremonias en su aldea natal, y reuniones regionales, Widukind se dispuso, sin más dilación, a visitar a sus jarls vecinos para valorar sus intenciones respecto a la iniciada guerra. Preocupado por la pasividad de algunos de ellos, constató que la mayoría creía que se había tratado de una misión de castigo de los ejércitos de Austrasia, pero nada más. No creían que fuese a tener mayores consecuencias, y especialmente en Westfalia se sentían seguros junto a sus vecinos los frisios, que también habían sufrido el azote de Carlomagno.
A pesar de todo, y gracias a las influencias de su madre en la nobleza, Widukind logró reunir en consejo a los señores de la tierra en Westfalia. La reunión no tuvo lugar en aldea alguna, sino en un monte cercano a la frontera sur. La razón era evidente, lograr que los jarls próximos a las fronteras, sobre los que recaían las sospechas de ser responsables de la traición de Eresburg, no pudiesen presentar excusa alguna y acudiesen. Fueron requeridos durante semanas, y Widukind no aceptó ninguna excusa. El tono de sus convocatorias llegó a ser amenazador.
Teas ardientes puntearon una senda desde el fondo del valle. A medida que ascendía la colina, podían verse las hileras parpadeantes alejarse muchas millas. Los caminos que venían del este y del oeste habían sido encendidos como señal. La brisa acariciaba sus rostros y el verano ofrecía una hermosa noche. Arriba, en el calvero de la cima, las hogueras ardían y los braseros tostaban carne. Los astiles se habían clavado, y al menos medio centenar de ellos mostraban sus bárbaros paños heráldicos.
Aquello era como un concilio en las sombras.
Muchos de los hijos de aquellos nobles no deseaban compartir la suerte de sus padres. Existía, de hecho, un buen número de nobles sajones en el sur de Westfalia, eternos detractores de Warnakind, que deseaban llegar a un acuerdo en la transmisión de poderes que les prometían los francos a la hora de administrar un territorio controlado por Carlomagno. La discordia crecía.
La mayor parte de los convocados eran jóvenes, hijos de jarls que deseaban tomar parte en el poder regional.
—Carlomagno… he oído ese nombre demasiadas veces —escucharon decir a uno de ellos.
Angus deseó que Remigio apareciese como una sombra para poner orden en la barbarie que lo rodeaba, sólo él poseía el poder sobrehumano, la iluminación para orientar tanta fuerza sin control… pero no fue así. No habría apariciones misteriosas para él en aquella ocasión: Remigio no vendría. Estaban solos, y Angus sería el representante de la Orden de la Espada, junto a su cabecilla, Widukind.
—Estamos aquí reunidos para deliberar sobre el futuro de nuestra nación y de nuestro pueblo —dijo Gunthar, al que ya había conocido en aquella reunión tras la derrota de Eresburg y el entierro de su padre.
—Defendernos de los francos es ahora lo que más nos preocupa a los que vivimos en el sur —ésa fue la voz de Haming.
—¡Defensa! —se burló Widukind, interrumpiendo el turno con insolencia.
El noble le dirigió una mirada de suficiencia, y fingiendo una tolerancia que no profesaba en su corazón, continuó diciendo:
—Hemos de defendernos en las fronteras… Carlomagno nos amenaza.
—Defendernos en las fronteras, abrir la mano, encogernos unos contra otros… como arenques en un barril —siguió Widukind—. Encogernos como hacen los ratones en sus madrigueras, eso es lo que espera a los sajones si siguen vuestro consejo, retroceder hacia las hachas danesas, o pelearnos con los frisios, o tirarlos al mar… Yo creo que debemos salir de los agujeros, todos a una, ¡e invadir Austrasia!
Varios de aquellos jóvenes celebraron con bárbaros y obscenos gestos la proposición de su señor.
—Quiero pedir a este Consejo que respete la voz de los nobles duques de Sajonia… —esta vez el tono de aquel guerrero fue cortante y denotaba ira. Era Haming.
—¡Defensa! —gritó otro de los más jóvenes de nuevo. Varios nobles se volvieron hacia él, pero a pesar de las miradas censuradoras de otros, nadie quiso interrumpirlo. Porque muchos pensaban lo mismo, desde luego.
—Defensa… eso es una cobardía. Primero nos golpean a traición y después nos ocultamos esperando el siguiente golpe. Y, ¿qué haremos después? Mostrarles el culo como diana para sus batallones de arqueros —más risas todo alrededor, e insultos y blasfemias de la peor cosecha que pueda imaginar el lector—. Y, ¿por qué no atacar?
—¡Sí! —añadieron otros jóvenes.
—¿Por qué no oigo nada de nuestros nobles compatriotas? —inquirió Widukind—. ¿Nada que se parezca a incendio y muerte?
—¡Eso!
—¡Estoy con Widukind!
—¿Por qué no reunimos nuestras fuerzas y destrozamos uno de sus puestos? —siguió el joven duque—. ¿Por qué no invadimos la línea que protegen mediante ataques y repartimos la muerte que habita en nuestras sagradas espadas?
—¿Te refieres a la muerte que habita en esa espada…? —preguntó Haming con sorna—. Todo el mundo sabe de dónde ha salido.
—De un templo, ¡todo el mundo lo sabe! —respondió Widukind con inusitado odio—. ¿Quieres probar su filo?
—Maldición de los dioses… —Haming se volvió con los ojos muy abiertos, mirando al joven con desenfreno y apetito destructores, como quien retiene un deseo asesino—. ¿Quieres saber lo que pasará si traspasamos esa línea de los francos y repartimos muerte? Masacrarán la frontera, y eso significa que familias enteras morirán, campos arrasados, aldeas enteras entregadas a las llamas… y todo porque los señores del norte quieren utilizar el sur del país como escudo para su futuro… Estamos hartos, Widukind, muy hartos y no precisamente de luchar…
—Resulta muy fácil proponer entrar en guerra cuando se habita lejos de ellos —añadió Thalbad—. Pero la frontera sufrirá un castigo terrible si damos un golpe a Carlomagno o si invadimos Austrasia por sorpresa. Miles y miles de soldados serán enviados hacia nosotros. Caballos pesados… escuadrones enteros…
—En tal caso, hay que tomar una decisión, aquí, ahora, luchemos como jamás lo hemos hecho contra el enemigo franco, ¡o rindámonos! —propuso Widukind—. Y si nos rendimos tendremos que pagar impuestos a los francos, y ellos nos gobernarán, y también será el fin de nuestras familias nobles, porque la tierra dejará de ser nuestra. La tierra que nos ha visto nacer para ser señores, nos verá arrastrarnos como siervos…
Los murmullos crecieron y los comentarios de descontento se propagaron por las sombras.
—Rindámonos… pero no nos utilices tú, Haming, a los del norte, como pieza de cambio… —insistió Widukind.
—¿Qué estás insinuando?
—¡Todos lo saben! Si los francos aceptasen una administración de Sajonia y una rendición, muchos nobles desaparecerían, como sucedió en Cannstatt con los nobles alamanes… Quieres vendernos, Haming, y no sabes cómo hacerlo, te has creído que somos tan idiotas como las cabezas de cerdo que comandas en tus banquetes… No eres un guerrero, sino un porquerizo, y lo que deseas es que Carlomagno nos degüelle…
Gunthar y Thurmad se levantaron. Haming hizo una señal que invitaba a la contención.
—El norte contra el sur, el este contra el oeste de Sajonia, eso es lo que quiere vuestro adorado Carlomagno —siguió Widukind, sin dar tregua a la ira de sus detractores—. Pero la nobleza del sur también sabe lo que quiere, y eso es una alianza pactada con Carlomagno. Vuestro pueblo no lo desea, pero los nobles tienen otros intereses, no les importaría llegar a un acuerdo con Austrasia con tal de que respetasen sus bienes y sus derechos, eso es lo que creo.
—Widukind, hijo de Warnakind. Durante los muchos años en los que asistí en consejo a la palabra de tu padre, jamás se atrevió a hablar del modo en que lo estás haciendo tú —dijo Haming.
—Claro, por eso os dio la oportunidad de que lo traicionaseis. Yo aprendo de los errores de mi padre. Cometeré otros, pero no los mismos…
Angus miró a Helglum, el hechicero desaprobaba aquel comportamiento. Era duro, innoble, a pesar de ser sincero y provocador.
—Nos estás acusando de traición a tu padre… sin tener prueba alguna de ello.
—¡No os he acusado de la traición de Eresburg! Eres tú el que acaba de hacer una mención a ese lugar: yo os acuso de una traición mucho mayor y peligrosa, de traicionar a Westfalia y a toda Sajonia. Y así acusaré a todos los nobles que no se unan para combatir al enemigo, a todos los que, en lugar de ello, deseen pactar una salida al conflicto que sólo respete sus bolsas y sus arcas y sus comarcas.
—Widukind, estamos debatiendo —habló Thalbad— tú mismo has hablado de rendición, y una rendición pactada respetaría a toda la nobleza. A toda. Carlomagno será implacable con aquellos que se rebelen contra su misión…
La mención de esa palabra abrió un abismo y se hizo el silencio. La sombra de Remigio parecía haber hecho acto de presencia, como un espectro.
—¡Luchemos entonces! ¿O acaso eres un cobarde…? —sugirió Widukind.
Haming lo desafió abiertamente.
—Te desafío en combate a muerte al final de este Consejo, Widukind.
—¿Me enseñas la espada? ¿A mí? ¡Qué hermosa dialéctica la que utilizas para hacerte valer! Estás defendiendo una rendición y de paso me ofreces la muerte a la salida de este Consejo… ¿por qué no hablas claro de una vez? ¿Por qué he de ser yo quien diga lo que tú piensas, mientras me miras como una víbora en celo? Si quieres demostrar que eres un gran hombre a toda la Sajonia aquí reunida, no me digas que quieres matarme porque digo lo que piensas, di en voz alta si propones una rendición o si quieres luchar… ¡Dilo de una vez!
—¡Por supuesto que deseo luchar! —exclamó Haming, llevado por el ímpetu de la situación.
—¿Contra mí, o contra Carlomagno? —la astuta pregunta de Widukind no dejaba lugar a dudas.
—Contra Carlomagno.
Así, la persistencia de Widukind y su agilidad de palabra no sólo despertaron el odio en sus detractores sino que, ofendiendo su orgullo, los incitó a participar en la revuelta contra los francos, y los acontecimientos pronto se complicarían. Semejante a un niño que juega con fuego, Widukind ya había llevado su llama al granero de Sajonia, y el incendio no tardaría en propagarse hasta dar lugar a una atroz sangría.
Necesitaba un primer golpe, si no lo hacía de ese modo Carlomagno volvería a tomar ventaja. Se quedó a solas con Angus y le habló sin dejarle opinar, como solía hablarle desde que había conocido el grandilocuente estilo de Remigio.
—La Espada de Dios, Angus, la Espada de Dios debe ser blandida sin piedad sobre los enemigos de Sajonia. Hemos olvidado el sentido de esa palabra. Nosotros, los habitantes libres de esta tierra, nos hacemos llamar wigaldingios, damalingios, de Angria o de Engiria, de Nordalbingia… pero nuestros enemigos nos llaman sajones. Escucha esa palabra, los sajones. Nuestros padres son los abuelos de los reyes de Wessex y Essex, allí se unen y crean reinos, y nosotros, los que los engendramos, aquí estamos, divididos como ratas que pelean en su agujero… ¡Vergüenza de guerreros! Vergüenza me doy a mí mismo… No somos conscientes de quiénes somos, de lo que somos capaces, de la gloria de nuestro nombre elevada como oro refinado en fuego desde hace siglos a un vapor ígneo y un viento abrasador que calcine el norte de Austrasia. Nuestro peor enemigo nos conoce mejor que nosotros mismos… y precisamente por eso podrá vencernos. Es hora de que los sajones se den cuenta de que son los sajones, y de que unidos podrán vencer al invasor.
»Sajonia debe despertar, ¡despertar del largo sueño del miedo para ver el sol de la amenaza y de la muerte!
Cuando Angus escuchaba aquellas palabras, se daba cuenta de que había hecho su trabajo demasiado bien: la palabra de Widukind arrastraba a muchos a las armas, exaltaba sus corazones, tenía el don de la oratoria bélica y el pueblo lo seguiría hacia una inmensa y celestial carnicería.
Se reunían primero por docenas, después a cientos, más tarde eran millares. Se dispersaban y se movían por el territorio como una plaga bíblica. Afilaban sus armas, martillaban; las fraguas comenzaron a doblar su trabajo, y Angus tuvo que ver cómo herreros astutos como Ekhart, el padre de Magatha, dejaban cubos y palas para poner manos a cuchillos de guerra de todas las formas y medidas.
Widukind todavía era un desconocido, un nombre joven y nuevo, pero su fama crecía como fuego en hornija.
Cabalgaba junto a Haming, pero se cuidaban mucho de estar demasiado cerca el uno del otro. La rivalidad entre ambos era enorme. Posiblemente había rencor en el mayor de ellos, porque se sentía arrastrado hacia una actitud que en el fondo no respondía a sus pretensiones políticas. Widukind había puesto en duda el honor de su familia, su reputación, su fama, para llevarlo a su terreno.
Los jóvenes de Wigaldinghus formaban una guardia personal alrededor de Widukind. Se turnaban para portar el estandarte de los suyos: el caballo negro sobre un paño rojo, hierro y sangre, trabajo y muerte, la hoz que siega y el martillo que rompe. Los campos de Eresburg habían sido arrasados. Los francos no ahorraban esfuerzos para convertir la tierra en un erial inservible durante al menos un lustro. Destruían el trabajo de los granjeros, después de saquear cuanto pudiera servirles, y hacían con los hombres lo que los porquerizos con sus puercos en época de matanza, entregando a las mujeres a sus huestes, por ser consideradas brujas.
Widukind y sus hombres recorrían toda Westfalia para reunir al mayor ejército posible.
Ya al sureste de Eresburg, se adentraron por un campo que sólo presagiaba muerte. La línea del camino, excesivamente trillada, atestiguaba el paso de una pesada guarnición enemiga. A su alrededor, los campos habían sido arrasados. La granja, reducida a un montón de astiles cenicientos, era como un enorme y negro esqueleto asaltado por gigantescos cuervos que aleteaban en la brisa: eran los paños, los restos de telas sacudidos por el viento, enganchados a los clavos… Allí mismo el corazón de Angus fue asaltado por una terrible visión y no quiso seguir. Detuvo la mula con sólo adivinar lo que les esperaba. Pero no sirvió de nada. Widukind, aquel terrible joven que se había convertido en un sanguinario desconocido para él, se volvió con los ojos impasibles, agarró las riendas de su acémila, y lo obligó a seguir. Trotaron hacia el horror y se detuvieron en medio del hedor a muerte.
—Ven a ver a tu idolatrado Carlomagno, ven a contemplar la obra de tus cristianos…
Angus saltó de la mula y se arrojó al suelo, sin poder contener las náuseas. Estaban allí. Ante ellos. Colgados como vulgares pedazos de madera, como inertes piedras, como restos insignificantes, carentes de valor… Personas, hombres y mujeres, rostros sin ojos cuyas cuencas picoteadas por los cuervos miraban con desesperación infinita hacia el horizonte, mientras sus cordales giraban en el desorden de la brisa. Angus volvió a mirarlos y se santiguó.
—Santo Dios…
—No quieras evitar ver lo que es y llamarlo de otro modo, utiliza las palabras que se merece. Los francos, ahí los tienes… quieren Sajonia —recitó Widukind—. Muerte y más muerte, eso es lo que nos espera hasta que lleguemos al encuentro de los señores de Angria. ¡Y muerte es lo que les vamos a dar muy pronto! ¡Ah, Carlomagno…! —gritó, con una sonrisa de demonio y el puño amenazador vuelto hacia el sur.