Hacía sol y la brisa acariciaba la alta hierba.
Los antagonistas se acosaron con la mirada. Sus cuerpos se tensaron. Los nudillos, blancos, aferraron las espadas de justicia. Widukind arrojó un ataque feroz y trató de alcanzar el costado derecho de Arbrandt, que era más alto que él y en ese sentido más vulnerable a esa clase de embestidas. Pero Angus había presenciado años y años de lucha mientras su señor ensayaba, y sabía que era una de sus maniobras bélicas más astutas, un falso ataque en el que estaba más pendiente de protegerse que de un verdadero golpe. Arbrandt se apartó a tiempo y realizó una tentativa con un ligero molinete, pero la hoja sólo cortó el aire, al tiempo que ambos volvían a acosarse con los ojos y a bloquear sus piernas y sus brazos, tensos como escorpiones que se buscan en la arena, a la espera del más mínimo desliz para acabar con su rival. La siguiente tentativa vino de parte de Arbrandt, que se movió vacilante, pues lo hizo sólo para compensar ante el público la iniciativa de Widukind, y para demostrar que él también estaba dispuesto a dar muerte. Pero Angus se dio cuenta de que no era experto en el manejo del arma, de que no sabía con certeza lo que hacía, y si algo había aprendido a lo largo de tantos años era que un verdadero guerrero se olvida completamente del mundo que le rodea cuando entra en combate. Widukind aprovechó la ocasión para, tras esquivarlo con mortal maestría, servirse de la cercanía de su puño armado y golpear fuertemente en la cara a su rival, que se volvió con la boca ensangrentada. Todavía no conocía las reglas, pero la mirada de Widukind al maestro de la ceremonia evidenciaba curiosidad: el primer herido, fuese de la gravedad que fuese, resultaría perdedor. Mas por lo que el monje pudo constatar, la herida de un puño no era válida en el repertorio de los héroes. Arbrandt inició nuevos ataques que fueron hábilmente repelidos por Widukind, hasta que, algo fatigado, éste deslizó su cuchillo sin la convicción del que desea realmente dar muerte, y la vivísima rojez apareció en el costado del marido de Swanhild. El torso se llenó de sangre. El corte, aunque doloroso, era superficial.
—¡Detened las espadas! —ordenó el hechicero.
Arbrandt estaba ahora realmente furioso. Widukind no había deseado matarlo, y Angus dudó del juicio de aquellos dioses tenebrosos a los que habían invocado: había sido la voluntad de su señor la que había llevado a cabo aquel combate desde su inicio.
—Arrojad vuestras espadas.
Sin apartar la mirada de Arbrandt, Widukind dejó caer su espada. Su rival hizo lo mismo, arrojando un grito de impotencia. Angus estaba convencido de que había un gran dolor en su alma, y de que él había amado a aquella mujer. No le parecía justo lo que había sucedido, y desde luego no tenía nada que ver con los preceptos del matrimonio cristiano.
—Swanhild, por el poder del Juicio de Freya, el lazo de tu matrimonio con Arbrandt está roto. Eres una mujer libre.
La joven lloraba en silencio, y no miraba a ninguno de aquellos dos hombres que habían luchado por ella, sino al suelo, quizás avergonzada y alegre a la vez, confusa.
Arbrandt se marchó con los de su familia, que lanzaron miradas furiosas a Widukind y a sus hombres. La horda se había mantenido unida, siempre amenazante, por si sucedía cualquier imprevisto.
Widukind no vio a Swanhild hasta el anochecer, pero varios de sus hombres la escoltaron por temor a represalias, y la ayudaron a recoger sus pertenencias. Sigisbrun, su hermano, no vino a despedirse de ella, pues la repudiaba.
Cuando al fin apareció junto al fuego de campamento, Widukind y ella se quedaron solos y hablaron durante muchas horas al calor de las llamas. A la mañana siguiente, la horda se puso en marcha y se alejó de aquel territorio, que no volvieron a visitar en muchos años.