Por fin entendía Angus el propósito de aquel viaje. Widukind pretendía anular el matrimonio de Swanhild. Se reunió con su hermano, y pidió al misionero que lo acompañase. Widukind se disponía, acompañado de su horda, a poner fin a aquella vieja afrenta. Nadie entendió demasiado bien cómo le vino a la cabeza aquel episodio de su vida en medio de las circunstancias: la muerte de su padre y el nacimiento de su hijo con Geva, la guerra con los francos… todo eso habría bastado para ocupar la mente de cualquier noble de su edad, mas no la de Widukind. Al contrario, la traición perpetrada por los francos sólo lo incitaba a venganza, dónde y cómo fuese.
Sigisbrun, así se llamaba el hermano de Swanhild, se encontró con ellos bajo el arbitrio de Leutmar. Widukind clavó sus ojos en aquel hombre.
—Te saludo, hijo de Warnakind.
Widukind lo recibió con una larga mirada, sin pestañear.
Y Angus habló en latín, tal como se lo había pedido su señor. Después tradujo:
—En nombre de antiguas afrentas al honor de su familia, el duque Widukind os exige perdón.
Sigisbrun se mordía el labio inferior sin demasiada convicción.
—¿Recordáis el día en que golpeasteis a Widukind al encontrarlo con vuestra hermana, Swanhild? —inquirió Angus, no sin rencor—. Yo… yo, mi señor así dice, soy testigo de tales actos.
Los ojos de Sigisbrun analizaron el rostro de Widukind.
—No debían estar juntos… —dijo.
—¿Lo recordáis? —insistió Angus.
Sí
—Mi señor Widukind os culpa de la separación a la que lo sometisteis.
—El señor Warnakind tuvo la oportunidad de elegir y pedir la mano de mi hermana para su hijo, y sin embargo no concedió delito alguno a mis actos, entendiendo que su hijo no debió tocar a mi hermana.
Angus se sintió incómodo. Aquel hombre tenía parte de razón.
—Widukind reclama el voto de Swanhild.
—Swanhild está casada, y Widukind lo sabe. —Sigisbrun empezaba a dar muestras de su enojo.
—Pero Swanhild no ha tenido hijos en los últimos años, desde que se casase —habló Widukind al fin—. Y no los ha tenido porque no aprecia al marido impuesto y porque los dioses no bendicen ese matrimonio.
—O porque ella no puede darlos… —dijo el hermano.
—O ella no puede darlos, o es él, su marido, quien no puede darlos —aclaró Leutmar—, he hablado con tu hermana, y ha accedido.
Los ojos de Sigisbrun se abrieron como escudos.
—Holmganga[20] ha accedido al Juicio de Frigg: ambos hombres lucharán según las reglas, y Swanhild seguirá al que gane. La mujer tiene derecho a ser madre, sólo por eso se podrá celebrar la lucha.
—No tengo nada que decir entonces, si está decidido —añadió Sigisbrun.
—Como duque de esta gente, y muerta la madre, debo consultar a su hermano, y aunque no necesito tu consentimiento, prefiero comunicártelo —añadió Leutmar.
—Ya lo has hecho —escupió Sigisbrun, y luego se levantó con gran violencia sin apartar los ojos de Widukind, que lo seguía sin pestañear.
Después de aquello, se retiraron.
Se decidió el combate armado, que los hombres llamaban holmganga. Parecía increíble que Widukind fuese capaz de enfrentarse a muerte con otro guerrero sólo para arrebatarle algo que ya no le pertenecía… Pero los nobles tenían sus costumbres, las posibilidades existían y había una razón de peso: desde que contrajeran matrimonio, Swanhild no había concebido el esperado embarazo que santificaba la unión de hombre y mujer. Las mujeres germanas tenían derecho a reivindicar su derecho a la maternidad, y no eran propiedad de sus maridos: podían separarse en algunos casos, como el común acuerdo o la infertilidad. La descendencia era lo más importante para las familias de la nobleza, como es natural a ambas orillas del Rin, y eso daba una posibilidad a Widukind para impugnar el connubio. El marido no renunció a ella y alegó que era ella quien no podía dar fruto. Los sacerdotes deliberaron y, ante tan numerosas presiones, decidieron un caso de excepción que era poco conocido entre los paganos: el combate en nombre de Freya, el Juicio de Frigg, la divinidad que comparte el lecho del dios supremo de las tinieblas, de Wuotanc, a quien también conocían como Wotanc (el Furioso), como Yng (el Terrible), así como Odín (el Violento), más allá de las rocas danesas.
Los sacerdotes aceptaron el combate, que sería celebrado en un bosquecillo cercano consagrado a aquella divinidad femenina.
Aquella noche Angus se quedó a solas con Widukind.
—Amigo y señor… ¿no vais a descansar?
Se volvió y levantó el mentón, que apoyaba tranquilo sobre sus rodillas.
—No.
Se quedó con aquella respuesta por algún tiempo, pero se atrevió a insistir.
—Widukind. Es posible que os dé muerte. ¿No queréis redención alguna para ese momento?
Le reconfortaba el hecho de que el joven, en su intimidad de amigos, fuera capaz a pesar de su fuerza de carácter de tolerar sus tentativas evangelizadoras, a las que se había vuelto mucho más receptivo tras su encuentro con Remigio. Supuso que era consciente del bien moral que esto le ofrecía, a pesar de la perenne respuesta:
—No.
—Es posible que deis muerte a un hombre al que se le concedió la gracia de esa mujer… su felicidad y la de su hogar están en juego.
—Ella no es feliz con él. Por eso ha consentido a mis demandas.
—En el sur eso no habría sido posible, allí las mujeres han de someterse a la sagrada palabra de Dios. No pueden entregarse a un hombre ya casado…
—Eso no es de mi incumbencia…
—Os veo muy convencido, yo no lo veo de igual modo…
—La carestía de descendencia basta para justificar sus pretensiones: su matrimonio no tiene frutos. No importa lo que él diga, ella tendrá hijos míos.
—Si después de casarse con Widukind ella no tiene hijos, entonces, ¿qué dirán?
—¿A quién le importa eso? Además, fue ese bastardo de su hermano el que la vendió para obtener botín… y lo sabes —la última frase alcanzó al consejero con una mirada tan cargada de odio y fuerza, que éste sintió temor.
—Mañana acabaré con esto.
Y tras decir aquello, dejó de mirarlo y dio por concluida la conversación.
A la mañana siguiente, fue numerosa la gente que se reunió, viniendo de muchos rincones de aquella apartada comarca.
Un viejo sacerdote, el que había pronunciado el veredicto por la reclamación de Widukind ante el duque Leutmar, decisión apoyada, por supuesto, por una parte de la familia de ella, apareció e impuso silencio con su sola presencia entre la multitud. Se celebraría en un claro bajo los árboles. El lugar no parecía tener nada especial, salvo la hierba alta, las espontáneas amapolas, y unas coronas de flores que colgaban de todos los robles que crecían alrededor. Sus ramas vigorosas casi cubrían el terreno de la liza. No había piedras en lo que ellos consideraban un círculo mágico, un círculo como un ojo dentro del cual la divinidad consagrada era capaz de ver cuanto sucedía, y donde la influencia de sus poderes hacía justicia sobre lo que sería el destino de quienes se aproximasen a ella en pos de su influencia.
La joven llevaba una corona y fue vestida como una novia, salvo por algún distintivo que era propio de la especial situación. Llevaba una corona de flores y había pasado la noche sola, como sus dos demandantes.
Swanhild fue consagrada a la diosa mediante un caldo que le sirvieron en un cuenco de madera. Después se quedó en pie en el borde del círculo. Detrás de ella, doce doncellas sostenían antorchas que los hechiceros encendieron con un fuego que consideraban sagrado. El más viejo se adentró en el claro, alzó los brazos y suplicó a los dioses su presencia y su justicia.
Widukind y Arbrandt, uno a cada lado de la joven, mas alejados y enfrentados el uno al otro, aguardaron la señal. Se despojaron de todas sus defensas, anillos, brazaletes y cinturones, para librarse de cualquier influencia mágica que pudiese interferir en el veredicto de la diosa, hecho en la tierra mediante aquel combate. Empuñaron sus espadas con los torsos descubiertos y sin escudos, las cuales previamente habían sido clavadas en la tierra. Angus pudo percatarse de que las espadas no eran las suyas, sino las que los sacerdotes entregaron para la ocasión, pues la espada de Widukind era especialmente larga y la que le otorgaron mostraba igual forma que la de su rival.
Uno de los hechiceros recitó las siguientes palabras:
Sé dónde Wuotanc
ocultó su ojo
profundo en la fresca
fuente de Mimir
Angus recordó que Wuotanc conservaba la cabeza de un gigante sabio. A pesar de haber sido cortada, el dios supremo de las tinieblas tormentosas era capaz de hacerla hablar gracias a un conjuro ancestral, siendo esta cabeza muerta la fuente de numerosos conocimientos secretos. Los hechiceros paganos rememoraban a menudo este hecho cuando deseaban invocar la justicia en nombre de alguna divinidad. Angus imaginaba la cabeza de un demonio muerto conservada en algún aceite mágico, una cabeza ciclópea que volvía a la vida ante la presencia de una sombra ominosa y terrible, quien la interrogaba y la obligaba a revelar secretos innombrables… cuando el combate empezó rápida y furiosamente.