VIII

Sus ojos ocultaban un misterio de belleza.

Swanhild von Wehen estaba allí, como si la hubiesen tallado en la luz que descendía en un cortinaje de oro y fuego, en el centro del humilde palacio de los damalingios.

Recorrieron la aldea. Las nubes descendían hacia ellos, moviéndose en su contra y, sin embargo, no soplaba ningún viento de guerra. El cuerpo de Widukind se dejaba acompasar por los trancos de la bestia de altísima cruz que gobernaba en las últimas cacerías. El sajón lucía el yelmo con alas de gaviota que le habían regalado en la corte de los daneses. Las poderosas extremidades del ave sobresalían discreta y a la vez distintivamente por encima de los yelmos. Una capa germánica colgaba indolentemente de sus hombros. A pesar de su posición, Widukind era rebelde en toda su compostura. Un forajido del norte, dirían unos al verlo, con distintivos propios de un noble. Un rubio con manos de herrero. Su espalda, ligeramente encorvada, no destacaba entre los pechos henchidos de orgullo de algunos de sus compañeros; pero sus ojos, entre azules y grises, apenas parpadeaban mientras se posaban fijamente en el alto palacete de madera de los damalingios. Era como si la hubiese estado viendo desde muchas millas atrás. Como si hubiese atrapado su mirada sin verla, más allá del horizonte. Como si no hubiese dormido, mirándola en medio de la noche.

Avanzó con los ojos fijos y el rostro cargado de impenetrables conclusiones. Estaba furioso. La ira de aquel joven no era como la de la mayoría de los sajones, de fácil temperamento. Se habla y se hablará entre los francos, ya organizados en sus ejércitos tras el estudio de los escritores clásicos, de la incontrolada furia de los muros de escudos de los sajones; se habla y se hablará de sus reacciones incontroladas y poco ventajosas, de su desmesurado sentido del honor, de su vehemencia… Pero Widukind era de otra índole: frío, dirían muchos, frío como las aguas en las costas de la muerte, más allá del norte, pues él mismo era medio danés. Así, Angus sabía que el duque avanzaba inexorablemente, conteniendo desde hacía muchísimo tiempo toda su ira contra Sigisbrun, el hermano de Swanhild. El misionero temía sus impredecibles y poderosos brazos, su capacidad para dar muerte cuando llegaba el relámpago de la ira, brotando de esos hoscos nubarrones de la mente.

Se hicieron los saludos. Widukind descabalgó. Lanzó una mirada cortés y distante al palafrenero de los nobles. Los grandes de la familia del lugar aparecieron en las penumbras del palacete. No se oyó palabra alguna. La capucha negra de Angus evitaba las miradas interrogadoras de quienes lo advertían. Ya habían oído hablar, al parecer, de la Sombra de Widukind, como conocían al instructor del duque por toda Westfalia y parte de Engiria. Los cuentos de la Orden cobraban forma cuando Angus aparecía oculto bajo sus hábitos negros junto al duque.

Widukind se cruzó de brazos. Angus vio la silueta de su fuerza, la mucha amenaza y el poco porte, la larga espada cruzada en el tahalí, a la espalda, al modo de los violentos aventureros. Su yelmo penígero destacaba entre los miembros reunidos de la nueva familia de Swanhild, que los ojos del temerario parecían capaces de atravesar.

La veía. En su fuero interno así lo había concebido desde que abandonaron Bremon. Los que esperaban se apartaron. Un haz de luz caía por las traveseras del palacio, provistas de primitivos cristales. Desde lo alto, la luz descendía hasta la escena de piedra y el humo de un hogar se elevaba poblado de fantasmas que se arrancaban unos a otros las finas hebras de cabellos, mientras se deshacían en una banal lucha.

Ella se quedó sola y los ojos de los enamorados se encontraron otra vez. Swanhild era diez, cien, mil veces más hermosa de lo que la había recordado. Una belleza de mujer que aunaba para el guerrero lo que pocas pueden ofrecer. Había humildad y nobleza en proporciones que sólo las manos misteriosas del Hacedor son capaces de unir, como modeladas por escultores. Sus ojos eran oscuros, sus cabellos, recogidos por una diadema de suaves turmalinas y divinos, eran largos y negros, su traje parecía azulado, aunque había hilos de plata recamándolo a la manera detallada con que se vestían las reinas merovingias, y le habían engarzado, bordeando el corte del pecho, jaspes y ónices, que son piedras de la templanza y de la beatitud. Sus labios, sin embargo, no parecían castos: eran finos y carnosos, como una espinela rajada por deseoso cuchillo para extraer su jugo oscuro de granada, aunque la armonía de su rostro irradiaba bondad e inocencia, a pesar de mirar desde elevada posición. ¡Si aquellos labios hermosos se hubiesen quedado cerrados, mayor gloria y menor dolor habría traído esta larga historia…! Pero no, aquellos labios estaban abiertos y era tal su magia que Widukind no los había olvidado, hechos para amar y para besar, estaban vivos como vivas son las cosas del Señor, pues sólo Él sabe por qué las crea, e incluso en las tentaciones advertimos el plan divino del Creador.

Así, todo era perfecto excepto un detalle: su marido estaba al lado.

Los ojos celestes de Widukind se atraparon como hechizo de indescifrable poder, como si hubiesen sido conjurados por un amor enfermizo y mágico, al modo de los paganos. Angus se sintió una vez más incómodo y distante, sometido por los deseos del Altísimo al aprendizaje de lo incomprensible. Widukind se había casado con la hermana de Ragnar Lodbrok, la hija del rey Goimo Manoslargas. ¿Por qué se apasionaba de aquel modo loco, y volvía sobre sus huellas hacia el pasado en busca de algo que ya no le pertenecía…? Sin duda no entendían el matrimonio del mismo modo. Widukind no era propiedad de ninguna mujer, su corazón era salvaje y violento, apasionado y cruel. No renunciaría a nada que considerase suyo… Pero el marido de Swanhild estaba a su lado.

La reunión fue larga, pero se habló poco, aunque muy claro. Después se escanció el hidromiel y los damalingios escucharon las palabras que Widukind les traía. Los interrogaron sobre la derrota de Eresburg, sobre la traición del sur. Los hombres de Wigaldinghus hablaron con los señores de aquella tierra y más tarde su duque, Leutmar, se quedó a solas con Widukind. Su señor, desde el último encuentro con Remigio, ya no trataba a Angus con el desdén de siempre.

No es cierto que le prestase verdadera atención, pero confiaba más en su palabra, razón por la cual Helglum no lo miraba con buenos ojos. A menudo Angus pensó que quizás intentarían envenenarlo, aunque el hechicero rara vez había mostrado una animadversión tan profunda hacia su persona, y Angus siempre se dirigió con gran humildad y respeto hacia el guía espiritual de Wigaldinghus.

Leutmar escuchó las razones de Widukind, y se habló de Goimo. El hermano de Swanhild era recordado con odio por Widukind, y lo que él antes hubiese llamado venganza, entendida como una reclamación personal ante las divinidades tenebrosas, ahora, y después de la peligrosa lección espiritual de Remigio, lo llamaba Justicia. Y la justicia ya no era una reclamación personal, sino un bien universal del que se había convertido en brazo armado: la Espada de Dios.

Ser una Espada de Dios era algo que había cambiado muchos de sus puntos de vista. Se obraba un cambio radical en el duque sajón que avanzaba día a día como una plaga sobre la superficie de la tierra. Leutmar supo de las decisiones de Goimo, quien no era muy amado en aquellas tierras, aunque respetado, y Widukind propuso el Juicio de Dios. No importaba el nombre de ese Dios, pero quienes le escuchaban atendían a sus palabras, cada cual interpretándolas a su manera. Angus sabía que, para todos los que le escuchaban, el Juicio de Dios sólo podía referirse a Odín; y también sabía que para Widukind significaba algo ambiguo que ni él mismo podría describir, salvo con esa palabra, Dios.

El misionero presenció el encuentro con el marido de Swanhild, que fue llamado en presencia de Widukind y de su señor, Leutmar. Widukind reclamaba a Swanhild.