Angus rezó como hacía años que no lo hacía. Sintió de nuevo la fuerza que lo había guiado hasta aquel lugar, y se refugió en la paz de aquel templo de la guerra. Poco a poco, se dio cuenta de que una voz lo arrancaba de sus ensoñaciones. Una de las velas se había consumido, sólo dos iluminaban las tinieblas de aquella escena. Remigio, interponiéndose a la luz, era como una aparición sin rostro, un rostro del miedo, impenetrable, una cabeza de hueso pálido que hablaba como más allá de la muerte del hombre que había sido, convirtiéndose en la sombra de lo que había llegado a ser. Una voz de las tinieblas.
—La historia de los alamanes, querido hermano, tendría que revelarte ciertas verdades que muy pocos desearían escuchar.
«Fueron enemigos de los francos durante mucho tiempo, largo tiempo después de que los francos fuesen convertidos al cristianismo y se uniesen a los designios del Papa de Roma.
»Carlomán, el hijo menor de Pipino el Breve, fue el artífice de la gran traición… Remigio, puede asegurarlo, estaba allí.
Hizo una larga pausa y su voz volvió a ellos, como brotando de los oscuros muros que los separaban del mundo.
—Fue en aquellos tiempos, cuando la Misión llevada adelante bajo los auspicios del rey franco, Pipino, el malhadado hijo de Cari el Martillo, me envió a los dominios de los alamanes. Junto a los suevos y a los bávaros, eran hombres que se enfrentaron a la ambición de los carolingios, que no aceptaron su administración… Los alamanes confiaron en un misionero, yo, en aquel tiempo otro Remigio. Durante años, aquel Remigio les enseñó, y a cambio muchos de aquellos hombres llegaron a confiar en él. Creí en el amor de Dios, en la concordia entre los pueblos, en la conversión y en la paz. El propio Remigio fue el portador del estandarte de la cristiandad, y la Orden se hizo más fuerte y poderosa de lo que nunca antes había llegado a creerse posible en los territorios de los dioses tenebrosos.
»Carlomán se encontró con Remigio, y receloso del creciente poder de aquel hombre entre sus enemigos, lo citó en una corte en nombre de los nobles francos. El Reino, como ya era conocido hasta el lejano norte, se volvía poderoso sobre la tierra. Una oscura sombra, brotada de las entrañas de la historia, que se erigía implacable y abrumadora, alimentándose de la fuerza con la que muchos nobles merovingios habían sido capaces de unir la tierra, eso era el Reino. Desde los tiempos de Clodomir, y tras su conversión a la fe durante una batalla precisamente contra los alamanes, en la que se había visto prácticamente perdido, los francos habían convertido la divisa religiosa en una de sus mayores armas administrativas. Carlomán, digno heredero de la tradición en la que ha sido fundado el reino de los francos, recurrió al poder de sus misioneros… y entre ellos su más valioso adalid, Remigio el Piadoso, hizo valer su palabra para reunir a la mayor cantidad de jarls tribales alamanes, citándolos a todos, y acompañándolos a la Corte de Cannstatt. Varios cientos de nobles acompañaron a Remigio y confiaron en su palabra. La carta de Carlomán no daba lugar a dudas. La cita los reuniría para pactar derechos y formas, olvidando muchos de los conflictos que habían tenido lugar en los últimos doscientos años.
»Yo… Remigio, estaba allí —la voz del iluminado los traspasó. Sus dedos descarnados aferraron el pálido cráneo como si de un cetro se tratase, como si fuese capaz de arrancarse la memoria con un único y brutal gesto—. Yo… llegué con ellos a Cannstatt. Cruzamos las filas y, en el terreno pactado, los estandartes del rey franco fueron retirados en señal de respeto hacia los alamanes. Todos creyeron lo que estaba sucediendo… yo mismo había creído en todo tal como se me había contado. Había trabajado para la Misión según los auspicios de los francos, confié en los altos cargos que la iglesia de Roma alimentaba en la corte del Reino… ¡Oh Dios, qué duras son tus lecciones, y qué misteriosos tus caminos…!
»Una vez allí, los alamanes ocuparon sus puestos y accedieron al foso, apenas excavado al otro lado de la ciudad, donde se celebraría el Concilio. Pasaron algunas horas y los saludos se sucedieron. Me avisaron de que el obispo de Reims se encontraba presente y de que deseaba encontrarse conmigo. Abandoné, junto a algunos de los compañeros de viaje, la reunión, y me encontré con el obispo.
»“Es un día memorable, Remigio, posiblemente nunca podrán recompensarte aquellos poderes que te enviaron a las tinieblas”.
»“No sólo hay tinieblas en esos hombres. He visto la luz en sus ojos. Muchos de ellos desean la paz para sus familias, desean seguir adelante siendo quienes son, y no son pocos los que abrazaron, aunque mayoritariamente en secreto, la fe cristiana. El mensaje del Redentor no ha caído en el vacío”.
»“Y las tinieblas, Remigio, ¿tienen rostro? ¿Has sido capaz de iluminarlas hasta que al fin has podido leer los rasgos de una faz humana? ¿Tan lejos te ha llevado tu visión?”.
»“He visto rostros donde sólo se creían sombras, he abrazado corazones allí donde sólo se suponían puntas de hierro”.
»“En nombre de Carlomán…”, empezó a decir el obispo, y una extraña mirada que nunca antes había visto me sobrecogió de tal modo, que no supe lo que podía significar, y sentí miedo ante las verdaderas tinieblas. Por fin las veía. Pero necesitaba escuchar algo más para comprender lo que significaba todo aquello, el uso indiscriminado y despiadado que se había dado al mensaje de Dios y al valor de la Cristiandad a través de mi esfuerzo… “En nombre de Carlomán, rey de los francos, te otorgo la insigne y noble noticia, de que un nuevo obispado pronto te será entregado…”.
»Oí repentinos gritos a lo lejos, y una confusión que crecía a nuestro alrededor…
»“Para que puedas seguir llevando a cabo tu obra…”.
»La agitación creció y creció y creció…
»“…en el nombre de todos nuestros santos poderes, y para blandir la espada de la luz con brazo imperturbable sobre la tierra…”.
»Sólo en ese momento, me di cuenta de lo que sucedía.
»“…en el nombre de Nuestro Señor”.
»Me levanté y conmovido, corrí. Los gritos del obispo quedaron a mi espalda. Alguien ordenó que me detuviesen. No sabría decir cómo logré librarme de esa infame persona, pero desaparecí.
»Los nobles alamanes habían logrado responder, pero ya era tarde…
Remigio hizo una estremecedora y larga pausa, peor que la más detallada de las descripciones. Su voz volvió a ellos, de nuevo un murmullo de terror.
—Los habían arrestado al inicio del Concilio de Cannstatt. Carlomán movió sus tropas con decisión y fuerza hasta que sus senescales rodearon el lugar de reunión: cuando varios cientos de representantes de la nobleza alamana creían que era el rey de los francos el que se personaría allí para iniciar el Concilio, sólo aparecieron voceros de Su Alteza, y largas lanzas; miles de hombres se habían cernido como bandadas de cuervos alrededor de un solitario y confiado cervatillo. O más bien, diría ahora, alrededor de un cordero de Dios que, incauto y convencido, se había extraviado de su manada para morir rodeado de insaciables lobos… Y yo había sido su pastor.