La traición es uno de los grandes males de este mundo. Angus la había conocido no como parte de una guerra, sino en el trato de las almas. Pero incluso en ese caso, la forma es la misma. Él se sentía traicionado por Magatha. Jamás pudo entender el egoísmo con que lo recompensó después de hacer cuanto hizo de manera desinteresada, sólo por no satisfacer plenamente sus deseos, no sólo carnales, sino también familiares. Que él no fuese la persona idónea para completar su vida no le daba derecho a castigarlo de aquel modo… Incluso en la guerra se sentía mejor que al lado de aquella endiablada mujer. Al estar cerca del verdadero sufrimiento de otros, sintió la plenitud de prestar su apoyo, algo que siempre lo había ayudado. Pero a su alrededor la traición había adquirido ahora otras proporciones. Alguien reveló a los francos el día en que se iba a celebrar la reunión en el Irminsul, alguien informó de cuanto sucedía, mientras Carlomagno, confiado, preparaba sus tropas y escuadrones. Los hombres hablaban sin pausa mientras los caballos trotaban hacia Altburga, en la frontera con Ostfalia: conversaban sobre los detalles de la traición, sobre la necesidad de que varios informadores, a caballo, recorriesen ciertas distancias en busca del enemigo para mantenerlo al corriente de cuanto sucedía y señalar la hora nefasta. La reunión de Eresburg revestía gran importancia para el pueblo y sus divinidades. La destrucción del símbolo, la masacre de las aldeas cercanas, la muerte de algunos líderes, todo ello sumaba un duro revés sin ningún aviso previo. Desde el punto de vista político, Carlomagno había jugado sus cartas con astucia. ¿De qué le habría servido revelar sus intenciones a los sajones, decirles que deseaba bautizarlos y someterlos al poder de la Iglesia y de su reino, aboliendo sus libertades y pidiéndoles pagos a su Estado y al de Dios? Sólo para ponerlos en guardia. Había elegido, pues, un golpe duro y cruel.
Widukind no hablaba demasiado, al contrario, Angus lo veía distanciarse, cabalgar a cierta distancia. No deseaba escuchar tantos comentarios, pues sabía que, cuando hombres y mujeres se dedican a rememorar una y otra vez algún hecho que los impresiona, apenas añaden nada nuevo. Él necesitaba pensar, de eso no cabía ninguna duda, y por esa razón se alejaba de los demás, porque estaba seguro de que era la hora de tener en cuenta muchos elementos que hasta ese momento de su vida jamás había sido capaz de concebir. La muerte de Warnakind lo perturbaba, la traición podría hacerle perder los estribos, pero empuñar el poder de su padre, de pronto y después de varios años de estancia en el norte, no le resultaba fácil. ¿Confiaría el pueblo en él? ¿Tendría que competir con otros aspirantes que lo deslegitimasen? Los mataría a todos. Se sentía algo extranjero, y era consciente de que, en muchos aspectos, no estaba preparado para enfrentarse a las responsabilidades que debía asumir. Pero el ansia de dominio llamaba a su pecho. No renunciaría al poder, de ser necesario, pediría a Goimo un ejército danés para imponerse. Nada lo detendría, y estaba dispuesto a sacrificar cuanto fuera necesario para conseguirlo.
—Señor, ¿queréis hablar conmigo? —le preguntó Angus en un momento en el que pudo encontrarse a solas con él, acompasando el paso de su yegua.
—No hay mucho de que hablar —le respondió con serenidad.
—Al contrario, Widukind, quiero que sepáis que siempre estaré aquí para fortalecer vuestra alma —le dijo.
—No son las cosas del alma las que me preocupan, Angus —hacía años que no pronunciaba su verdadero nombre—. Me preocupan la tierra y el fuego.
Widukind clavó su mirada en el horizonte. Ya se encontraban cerca; de hecho, se habían cruzado por el camino con varias partidas de cazadores de la región que dieron el aviso con sus cuernos.
Bañado en sudor y rojo, el antifaz gris que rodeaba sus ojos contrastaba con aquella mirada clara y azul de animal degollado. Sus manos, inquietas, recorrían las muñequeras de piel revestidas de acero.
Tomó las riendas de su cabalgadura y la acicateó. Pocas horas más tarde, llegaban a Altburga. A la luz de la tarde, era como un bastión de rocas tenebrosas en medio de un valle hostil. El paisaje cambiaba y el terreno era más abrupto. Las grandes piedras obligaban al sendero a retorcerse hasta que, por encima de una pasarela en el fondo del valle, empezaron a ascender la colina. Arriba, las piedras naturales creaban un círculo de gigantescos mojones, en cuyo centro se abría un espacio suficientemente amplio como para acoger a quinientos hombres. Muchos de los jarls sorprendidos en Eresburg estaban allí reunidos, pero no todos. Widukind pudo constatar que algunos de ellos, por razones más o menos justificadas, se habían retirado hacia sus territorios, en el sur. Ésos eran precisamente los que mayor peligro corrían con la invasión de Carlomagno, pero también aquellos sobre los que recaían la mayor parte de las sospechas de alta traición al Consejo de Sajonia y a todos sus dioses y predilectos.
Widukind, acompañado por Sigifrid, fue introducido por Hellbrandt en el círculo de los jarls, y presentado como el sucesor de Warnakind, al que habían incinerado aquella misma mañana. Helglum se quedó a su lado, apoyado en su vara, con el rostro impenetrable a todas las miradas. Angus se dio cuenta de que los jarls sajones no deseaban encontrarse unos con otros sin la compañía del hechicero o líder espiritual de su estirpe, que eran como una salvaguarda para sus palabras y para sus actos. Tampoco prescindían de su guardia personal, que no podía exceder de tres hombres.
Al encontrarse con aquellos rostros sombríos, Angus entendió que la ira y la sospecha habían hecho mella en el corazón de los gobernantes sajones. No sabían quién había podido ser el autor de la traición, y eso los incitaba a sospechar los unos de los otros, y a temer represalias y acciones violentas de carácter irreversible.
—¿Dónde está Hessi? —inquirió Widukind ante la mirada de Haming.
Haming, un líder de gran importancia entre los ostfalios, tenía la edad de su fallecido padre.
—Hessi tuvo que partir —respondió Haming con una extraña mirada. La pregunta de Widukind había interrumpido una conversación pausada entre algunos de los jarls más importantes.
—Hessi dio explicaciones y se marchó al norte —añadió Gunthar.
—El noble hijo de Warnakind tendrá que esperar su turno cuando quiera hablar —dijo Haming.
—El noble hijo de Warnakind pregunta dónde está Hessi y por qué se ha ido —insistió Widukind. Había elevado el tono de su voz con tal energía, que Angus no pudo menos que sorprenderse.
Thalbad se puso en pie.
—Lamentamos la muerte de Warnakind. Tu padre era un gran hombre —declaró con gran sentimiento—. Pero no faltes respeto a quienes han de acogerte como a un hijo, a quienes te quieren como a un hijo. Has de saber que Hessi partió hacia el norte porque los mensajeros de su tierra lo requirieron.
—Luchó como un jabato contra los francos, no muy lejos de donde tu padre fue herido de muerte —añadió Gunthar—. Lo vi con mis propios ojos.
—Alguien tendrá que pagar por esta traición —aseveró Widukind—. Quiero la sangre del traidor en una copa para dársela de beber a las serpientes del páramo, pues sólo así se hará justicia, después de haber clavado sus entrañas en el tronco de un tejo. Yo mismo exijo el derecho a desollarlo.
Widukind tomó asiento en una roca y su guardia personal lo flanqueó. Hubo muchos gritos de alabanza a sus palabras, pero no tuvieron mayor consecuencia que el silencio y la confusión. Se decían muchas palabras, pero ninguna era concluyente. Y así, mientras los sajones se lamían las heridas como un animal herido por sorpresa, los francos continuaban avanzando por el sur, donde ya se hablaba de nuevos ataques a lo largo de la frontera.
Widukind aguardaba y escuchaba, pensativo.
Cayó la noche, y se encendió una gran hoguera en el centro de aquel lugar sagrado. La luna brillaba macilenta entre las formas temblorosamente iluminadas de los megalitos. Algunos jarls se despidieron y se marcharon. Otros acordaron ir hacia el sur a prestar apoyo. Los que se marcharon lo hicieron con la promesa de poner en pie de guerra sus regiones y volver plenamente armados.
Widukind no decía nada. Intercambiaba miradas y esperaba.
Finalmente, llegó la hora de partir, y tras despedirse brevemente, volvieron hasta el campamento a las afueras de Altburg.
A la mañana siguiente, Widukind buscó a Angus para hablar con él.
—Tenemos que ir en busca de Remigio.
—Remigio… —el sonido de aquel nombre resultó sobrecogedor.
—Tú y yo.
—¿Por qué?
—La Orden de la Espada —respondió él—. Mi padre era un fiel miembro, y yo debo ocupar su lugar.
—Pero ¿con qué propósito? ¿Cuántas veces os habré oído hablar tan mal de Dios? De nada han servido ni mis ideas ni mis lecciones… sois fiel al norte, fiel a los dioses de las tinieblas.
Lo miró intensamente.
—Eso no es lo que importa ahora. Si mi padre entendió a Remigio, hay algo que yo también debo comprender.
Seguiré sus pasos, aunque para ello tenga que aprender lo incomprensible.
—Pero no crees en ellos… ¿por qué vas a entrar en la Orden si realmente no compartes plenamente sus ideas? Tú eres como los daneses, no puedes…
—¡Cállate! ¿No lo entiendes? ¿Tengo que explicarte algo tan sencillo como eso? Escúchame… —por primera vez sintió su mentor la amenaza en sus ojos, la ansiedad por alcanzar sus objetivos, Angus se dio cuenta de que Widukind pasaría por encima de personas y recuerdos; quería algo, y lo quería a cualquier precio—. Hablarás con Remigio, le hablarás de mí y le dirás lo que tengas que decirle, quiero ocupar el puesto que ocupaba mi padre en la Orden. Da igual lo bien que me lleve con los daneses, voy a seguir llevándome bien con ellos, me voy a llevar bien con todos mis aliados, pero no puedo perder la oportunidad de ocupar ese puesto si con ello puedo reunir más fuerzas. Hazlo.
La orden estaba dicha, y el camino que seguían era de nuevo el del oeste, hacia aquella selva abandonada y rodeada de ciénagas en la que se elevaba el templo de la orden.
A pesar de todo, y de la confusión de aquellos momentos, Angus tuvo la sensación de que el acto redentor se acercaba. Hacía años que no había visto a Remigio. ¿Qué se encontraría…? Ni siquiera sabía si estaba vivo, aunque ningún indicio desde que volviesen de Dinamarca y se produjese el ataque contra Eresburg les había demostrado lo contrario.
El estaba allí, lo sentía de nuevo, en las Puertas de la Oscuridad, velando junto a las Hilanderas del Mundo. Avanzaron hasta la espesura y siguieron el viejo sendero.
Cayó la tarde y se levantó la niebla de las ciénagas de la muerte. El río fluía perezosamente hacia el verano, junto a ellos, arrastrándose entre los charcos de lodo y los sempiternos barros. Las patas de los caballos empezaron a chapotear en una tierra demasiado insegura, pero encontraron el camino. La niebla se hizo espesa. Helglum, que guiaba a la horda, pues era el único que conocía el sendero, se detuvo.
Unos resplandores difusos se encendieron como globos de vapor anaranjado. La noche se acercaba.
—¡El hijo de Warnakind busca a Remigio! —anunció el hechicero.
La respuesta tardó en llegar; la noche caía como un manto sobre ellos
—Que venga el hijo de Warnakind —recitó una voz de las tinieblas—. Que el Hombre de las Sombras le acompañe. Así lo dice Remigio. Los demás esperad acampados donde el terreno os lo permita.
Helglum se volvió y buscó a Angus con la mirada.
Éste se adelantó, y su yegua se puso al paso de Widukind. El duque hizo una señal a Sigifrid y le pidió que se quedara junto a los otros.
Avanzaron hasta sumergirse en la niebla. Las antorchas se desvelaron y vislumbraron a los encapuchados. Dos de ellos tomaron las riendas de ambos y guiaron a las cabalgaduras. El caballo negro de Widukind se rebeló inicialmente, pero unas palabras tranquilizadoras de su señor bastaron para serenarlo.
El cortejo los guió hasta el estanque vedado bajo los árboles, y más allá, en las proximidades de las grutas que se sumergían en las entrañas de la tierra, el Templo de la Espada apareció ante ellos, como una aparición de otro mundo. Las antorchas ardían a cada lado de la puerta principal, que estaba entornada. Descabalgaron y se quedaron a solas. Otro sirviente de la Orden vino hacia ellos y los guió hasta la entrada. Al ascender los peldaños, se volvió hacia Angus y puso su mano en su hombro.
—Ad augusta per angosta, querido Angus —dijo. Sorprendido, Angus escrutó el rostro del misionero con un vuelco en el corazón.
—¡Alfredo…!
Se retiró la capucha y vislumbró el mismo rostro que lo había introducido en los misterios de la religión y de la herejía, la mano que lo había guiado hasta el corazón de las sombras.
—Estáis…
—Vivo. Sí, ¿por qué tendría que haber muerto? Sólo porque otros lo dijeran…, eso no basta. Estamos en manos de Dios, y es el Altísimo quien debe juzgarnos, no el malicioso deseo de otros hombres que tratan de utilizarlo.
Se volvió hacia el joven guerrero. Widukind escrutó el rostro anguloso, los ojos claros, que ahora las llamas incendiaban como ojos de demonio, la barba amarilla, la sagacidad de las facciones del extranjero.
—Aquí está tu obra, hermano Angus de Wigaldinghus —dijo. Respondió con franqueza y orgullo patriarcal a la mirada desconfiada que recorrió toda su forma, arrojada por los ojos inquisidores de Widukind—. Widukind, Señor de la Tierra de Wigaldinghus, o Widukind el Danés, o Widukind el Ángel Oscuro… He oído hablar mucho de ti, es cierto, no son pocos los que en este lugar rumorean sobre tu existencia. Y ahora te veo aquí. Nadie te ha llamado. Alabado sea el Señor, porque él concede las horas y nosotros sólo estamos allí, porque él es las manos y nosotros su vil barro, que debe sentirse honrado cuando él decida darle forma, y sólo él conoce los principios, los medios y los fines.
Widukind se quedó callado, sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Quiero lamentar la muerte de tu alabado y querido padre, Widukind.
—Os lo agradezco —añadió el joven, asintiendo levemente—. Ahora, me gustaría hablar con Remigio.
Alfredo sonrió de un modo que Angus jamás pudo descifrar.
—Él te espera desde hace tiempo, y celebra tu llegada.
Los dejó pasar y se quedó afuera. La gran puerta de roble sajón se cerró tras Angus y Widukind. El espacio respondió con un profundo eco que se sumió en el silencio. Varias velas ardían al fondo. A pesar de ser pequeña, la capilla era un espacio omnipotente. Vieron las toscas pinturas que tapizaban aquellos muros sin ventanas, muros de un espacio que debía mirar hacia dentro y hacia sí mismo. Las velas ardían a ambos lados de un altar sobre el que brillaba un cáliz de oro, quizás el mismo del que habían bebido durante la reunión de Sigisthurg, años atrás, donde Widukind fue ordenado de manos de su padre y recibió su Espada de Dios.
Estaban de nuevo allí, como al principio: la cueva, el árbol que sostenía el mundo, la cruz, el sacrificio de la encarnación del Dios supremo.
Remigio esperaba en lo alto, su cráneo color hueso se inclinaba con aquel aire de nefasta grandeza que caracterizaba su presencia sobrecogedora.
—Bienvenidos a la casa del Señor. Haced la señal de la espada ante el altar. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Angus se persignó con devoción y vio cómo Widukind, con cierta torpeza, imitó su movimiento tras observarlo sagazmente.
—Con esta señal entráis en el templo —siguió él—. Ven, Widukind.
Widukind avanzó hasta el pie del altar. Una vez allí, Remigio le hizo una señal y Widukind extrajo su larga espada. Por momentos, a Angus le parecía que no tenía edad, que era un espectro, una creación de nuestra imaginación…
Remigio la empuñó con gran sentimiento.
—He aquí el día en que un nuevo hermano entra a formar parte de esta Orden de la Espada. A los pies del sacrificio salvador y de la cruz clavada en la tierra, invocamos el fuego y el acero, acogemos al hijo del amigo, quien heredará los bienes de su padre y enmendará sus errores. Abrazamos a Widukind en el seno de la Orden de la Espada, y santifico su arma. Arrodíllate, hijo de Warnakind.
Remigio alzó la espada con parsimonia y tocó el hombro derecho de Widukind con el plano de la hoja.
—En el nombre del Padre…
Después tocó el hombro izquierdo.
—Y del Hijo…
Por último puso el acero sobre su coronilla, suavemente. Widukind seguía con los ojos cerrados, las manos reunidas y enlazadas.
—Y del Espíritu Santo…
Remigio hizo una larga pausa. Después alzó el arma y la presentó ante Widukind: ahora, se alzaba ante el joven guerrero la forma de la cruz tal como era venerada por la Orden.
—Puedes besarla, como besarás a tu verdadera y única esposa, puedes abrazarla, como abrazarás tu nueva y profunda fe… Nada te voy a pedir, pues sé lo que quieres y te será concedido. A partir de ahora, ocuparás el puesto de tu padre en la Orden, te he investido con sus poderes.
Widukind parecía profundamente emocionado. Separó las manos y apresó los brazos de la empuñadura. El paso fugitivo de un reflejo de fuego por el acero centelleó en la oscuridad. Widukind besó el resplandor largamente y separó los labios de aquella gelidez evanescente.
—Amor veo en tus ojos, Widukind, hijo de Warnakind, y ese amor te guiará hacia la Justicia. Ahora tu brazo será uno de los terribles brazos de Dios, una Espada de Dios, que él guíe su fuerza, que te conceda el privilegio de la hora justa.
Widukind se puso en pie y empuñó la espada a la manera de los demás miembros de la Orden. Las manos de Remigio cayeron sobre los hombros del joven. Sus ojos se encontraron.
—Justicia —dijo Widukind con impertérrita frialdad. Nada parecía ser capaz de detener sus convicciones. Los ojos penetrantes, la mirada poderosa de Remigio, no era suficiente para disuadirlo, para orientarlo o para distraerlo. Widukind estaba absolutamente decidido a presentar la más cruel de las respuestas a los ejércitos carolingios.
—Dios no está de parte de Carlomagno, luchará por la justicia —le reveló Remigio.
El sentido de la Orden se revelaba al fin tras un largo viaje iniciático. Las palabras de Alfredo, tantos años atrás, habían sido preclaras. Una espada extraviada, fuera del control de Roma: Remigio el Piadoso había decidido armar a los más débiles, no pedirles que pusiesen la otra mejilla, sino persuadirles de que la justicia estaba por encima de los intereses regionales, de que Dios iba más allá de las fronteras del Concilium Germanicum. Y de que se pondría de su parte. Sólo tenían que tener fe. Y esa fe, tan poderosa como profunda, al fin estaba al servicio de los enemigos de la Iglesia.