IV

Era el año 772 después del nacimiento de Cristo.

Ésa había sido la fecha elegida por Carlomagno para iniciar un ataque decisivo contra los sajones. El comienzo de la guerra, tal como la habían anunciado los sabios del Concilio de las Tinieblas presidido por Remigio de Reims, había resultado más abrupto de lo esperado. Según Angus pudo leer en las crónicas decenales de Metz, los francos habían tenido encuentros armados de carácter fronterizo con los sajones. Sin embargo Carlomagno, tal y como habían escuchado en numerosas noticias que venían a galope desde el sur, era un sabio guerrero. En la tradición de Carlos el Martillo, su nieto mayor había heredado el astuto y conveniente sentido de la sorpresa. Carlomagno había decidido atacar y, más tarde, preguntar, ofreciendo el tratado de paz. Pero ese momento todavía quedaba alejado en el tiempo. Ellos viajaban en medio de la noche por una senda salvaje hacia el noroeste. Se apartaron de aquel éxodo que se desplazaba hacia el norte desde Eresburg y su comarca, alejándose del rastrillo mortal que era el ejército franco, cuyas uñas de acero devastaban la tierra y envenenaban los pozos, y se dirigieron hacia el lugar en el que Warnakind descansaba, como supieron más tarde, herido de muerte.

Angus recordaría toda su vida el momento en que Widukind lo supo. Los emisarios tardaron en dar con él. Hellbrandt estaba presente con Warnakind, dijeron, y lo había visto luchar al pie de la columna de Irminur. No contento con la defensa que se dio ante el ataque de la Cristiandad, Warnakind se había defendido hasta el último aliento y resultó herido de muerte por un escuadrón entero de caballeros. Habían hecho frente a los arqueros, y después a las tropas de infantería, pero los caballeros barrían la tierra, y ni siquiera la espada de Warnakind había sido capaz de segar las patas de tantos caballos.

Widukind se mostraba silencioso. Sombrío. Angus sabía que las dudas amordazaban su alma, que se reprochaba su tardanza. Ahora estaba lleno de odio contra el mundo, pero también lleno de odio contra sí mismo. No le había perdonado a su propio padre muchos de sus actos, pero el destino, o la Providencia, le obligaba ahora a aprender una dura lección. La noche envejeció alrededor de la horda, y se alejaron de allí. Llegaron a las aguas de un río que fluía plateado por la luna. Su rielar era melancólico, y el silencio de la noche contrastaba con aquel confuso infierno del que venían. Sólo en aquellos instantes dejó Angus de creer en el Juicio Final que los perseguía.

Las antorchas parpadearon en la masa de los árboles. Las tramas negras parecieron moverse a su paso y tuvo el misionero la sensación de que los árboles los vigilaban. Widukind hizo sonar su cuerno. La llamada se alejó, llena de melancolía, por los ámbitos de la noche. Le respondieron. Alguien vino al encuentro de la horda. La luna abandonó el cortinaje de las nubes y rodó por el cielo. Las nubes se agolpaban como copos de lana por encima de una negra sombra. Atravesaron aquel paraje hasta entrar en los campos labrados del valle. Siguieron un camino, y la aldea los recibió. Uno de los pabellones de caza, toscamente construido a base de madera de tilo, estaba rodeado de funéreas antorchas. Widukind descabalgó y caminó hacia las luces. Una vez allí, los lugareños lo acogieron solemnemente. Una buena parte de la guardia personal de Warnakind velaba el lecho de leña sobre el que reposaba el cuerpo del señor de Wigaldinghus. Algunos estaban heridos, cojeaban, sus rostros estaban aún ensangrentados… Hellbrandt se aproximó a Widukind y lo recibió con gravedad.

Widukind clavó sus ojos en el cuerpo.

—Padre.

El joven se aproximó lentamente a los restos mortales. Sus graves heridas en el cuello y en el pecho habían sido lavadas, y lo habían vestido de nuevo con sus mejores ropas. Pero podían distinguirse las secuelas del martirio de Warnakind en el rostro y cuello.

—¿Cómo murió mi padre? —preguntó Widukind con gran tristeza en los ojos, pero con decisión. Sus ojos azules eran otra vez los ojos que Angus había adorado en el niño, los ojos azules y amplios, consternados, de un niño que sólo desea aprender.

—Como un héroe sajón, como el más grande de los héroes —respondió Hellbrandt.

—Ya me has dicho cómo murió, y así lo recordaremos —dijo Widukind con rencor—. Y ahora dime, ¿lo mataron como a un héroe?

La pregunta se quedó allí, sin respuesta ante todo el grupo. Hellbrandt se miró las manos. Angus vio expresiones semejantes entre los miembros de su guardia personal. La pregunta de Widukind había sido sagaz. A nadie se le escapaba el sentido: Widukind hurgaba en aquellas heridas mortales que se habían encargado de lavar para no herir sus ojos.

—Nos defendimos como pudimos, le seguimos a la muerte, muchos de los que le seguían, ahí los tienes, presentes, pero muertos. —El noble guerrero señaló los demás cuerpos, que reposaban alrededor del duque—. Porque le siguieron. Warnakind… —Hellbrandt vaciló. Widukind taladró ansiosamente sus ojos, entre la desesperación, el odio, la ira—. Warnakind se quedó solo con su coraje, solo ante la columna de Irminur, solo ante la columna que sostiene el cielo. Cuando llegaron los jinetes francos él no pudo ya defenderse, sus caballos son pesados, y eran muchos… Dos de ellos cabalgaron en círculo y lograron apresarlo con un alambre por el cuello. Lo arrastraron. Después las hachas golpearon y abrieron su pecho. No sufrió una gran agonía. Así murió tu padre.

—Debí estar junto a su mano derecha… debí morir con él… —musitó Widukind.

—No os torturéis, señor —pidió Hellbrandt humildemente, modificando su forma de referirse a Widukind, como todos pudieron comprobar—. Si hubieseis muerto, ¿quién sería ahora el señor de Wigaldinghus? Ningún padre quiere ver morir a su hijo, pues no tendría sentido el nacimiento de éste.

Widukind se quedó allí, callado. Mientras tanto, Helglum realizó los rituales, preparó las hierbas y reunió las especias de su zurrón. Sólo entonces recitó las runas.

Ordenaron que los cuerpos fueran llevados a campo abierto, no muy lejos, en medio de una pradera en la que crecía un tejo muy viejo y que se consideraba sagrado. Cerca del árbol, unas estelas funerarias tachonadas de runas marcaban un lugar santo. Allí, los cuerpos de los muertos fueron alineados y depositados encima de grandes piras de leña. Widukind se quedó a solas con su padre, y pasó allí las últimas horas de la noche.

Cuando el alba estaba a punto de romper el horizonte, unas manos impías despertaron a golpes a Angus. El rostro de Vigi inundó su visión. Las pesadillas y el fuego abandonaron la mente del misionero, y el aire fresco entró en sus pulmones. Algunos pájaros cantaban. El cielo se volvía cristalino, opalescente, en el horizonte. Se acercaba el momento que los paganos otorgan a un gran poder de sus divinidades.

—¿Querrás la espada de tu padre? —preguntó Helglum a su señor.

Widukind recorrió con sus ojos la empuñadura y el acero.

—No. La espada de Warnakind se marchará con Warnakind.

Así, sin querer despojar a su padre de sus armas, sin tocar uno solo de sus pesados y ricos anillos, ni una pieza de su armadura de cuero endurecido o su magnífico escudo, Widukind dio su consentimiento.

Helglum mandó a Angus que fuese a prender la antorcha. Volvió a la aldea, la encendió en el hogar y regresó con ella encendida. Entonces todos lo miraron. Las figuras negras y solitarias que se aproximaban a presenciar el momento lo seguían, como si de pronto ostentase el poder para convocar a las criaturas de las tinieblas. Volvió con la llama en sus manos y Helglum, con grave rostro, extendió los brazos y se dirigió hacia él.

—Tú, Hombre de las Sombras —ordenó con imperiosa voz.

No le quitó la antorcha, lo que lo contrarió. Angus se quedó así, encapuchado como siempre, una terrible sombra que se encaraba al alba sosteniendo el fuego enemigo de la Cristiandad.

—¡Invoca la llama de Loki!

Vigi sonrió ante la orden de Helglum.

Le era desconocida, pues jamás había tomado parte en un ritual pagano. Pero no podía causar tal deshonor a aquel muerto, que había sido su justo señor y, quizá por haber presenciado el horror causado por los ángeles francos, enviados con la bendición de una Roma que cada día le resultaba más lejana, se decidió a hacerlo. Se acercó a las piras funerarias y miró los cuerpos. Él mismo empuñaba la antorcha, y él mismo prendió fuego una a una a todas aquellas hogueras mortuorias, que comenzaron a crepitar rápidamente, pues habían sido impregnadas con aceites que atraían al fuego. Entonces llegó a la pira de Warnakind. Recordó muchos actos de pronto, y no fue ajeno a su bondad. Y con llanto en los ojos, Angus se persignó y prendió el fuego sagrado.

El hombre de las sombras empuñaba una antorcha y retrocedía, al tiempo que una gran llama crepitaba ante su presencia. Fue entonces cuando el sol despuntó en el horizonte, un fuego que iluminaba el mundo y que nacía de nuevo por él.

La belleza de aquel momento pasó. El sol se elevaba rápidamente y sólo había cenizas a su alrededor. Se marcharon, y Widukind seguía silencioso. La horda se encaminó de nuevo hacia el noreste, donde planeaba encontrarse con los jarls fugitivos del encuentro de Eresburg.

Angus sabía que Widukind deseaba encontrar al traidor de Eresburg. A media voz no se hablaba de otra cosa, y se pronunciaban una maldición tras otra. Según contaban, era imposible que Carlomagno hubiese podido acertar con el momento de su ataque sin la colaboración de ciertos nobles sajones que lo hubiesen informado en secreto a través de espías en las fronteras. Todas las miradas se dirigían hacia el sur. Presionados por la amenaza de los francos, los jarls que habitaban en la frontera se sentían más inclinados a la traición que los que habitaban en los territorios del norte. Además, para los francos resultaba más sencillo enviar embajadas y misivas, regalos y promesas, a aquellos que no vivían demasiado alejados.

Pero hallar al culpable parecía una tarea que sólo derramaría sangre. Una decisión basada en un rumor infundado sólo traería enfrentamientos internos… Eso, imaginó Angus, estaba en las cuentas de Carlomagno. No sólo había asestado un golpe demoledor en el nombre de Dios y de su reino, sino que además causaría gran inseguridad entre los líderes sajones, que carecían de una forma de gobierno centralizada.

Westfalia, Angria, Ostfalia y Nordalbingia tendrían que unirse, pero ningún líder lo había conseguido en los últimos quinientos años, nadie había detentado el poder sobre las partes para dirigirlas como un solo ejército. Remigio lo había advertido en aquel concilio celebrado con el ágape de los miembros de la Orden de la Espada.

Widukind levantó el brazo y la compañía se detuvo. Todos miraron al líder. Se volvió a ellos sobre su caballo. Estaba abatido y, sin embargo, nada en su cuerpo mostraba la decadencia de quien se siente herido de muerte en el alma.

—A partir de este momento, tendréis que seguirme hasta que la muerte nos separe. Sé que muchos de vosotros necesitáis descansar… pero os voy a exigir un sacrificio más.

Más de doscientos hombres escuchaban las palabras del que ahora era su nuevo señor.

—¡Tenemos que encontrar al traidor de Eresburg, acudir al encuentro de los jarls, antes de que otros vengan a contarnos lo que allí vieron, debemos ser nosotros los que lo veamos con nuestros propios ojos!

—¡Sí! —gritaron algunas voces.

Widukind desenfundó su larga espada y apuntó al cielo. Sus ojos se abrieron de un modo que nunca habían visto, y el claro antifaz que los rodeaba les pareció que enmascaraba el rostro de una feroz criatura, que pronto se manifestaría en toda su plenitud.

—¡Muerte a Carlomagno! —exclamó de pronto, y repitió aquel grito mientras los ánimos de sus hombres se volvían como el fuego y crecían, incendiados por una antorcha invisible.

—¡Muerte a Carlomagno! ¡Guerra a los francos!