III

El Irminsul había ardido como una columna inmolada en el Abismo. Al parecer, fabricado con la madera de un gran árbol, aquella gigantesca columna no resistió el fuego de resina y aceite. Se contaba que el propio Carlomagno había asistido a su destrucción. Que había llegado hasta el pie de la gran construcción, y que sus tropas esperaron, conteniendo a los sajones, hasta que, amordazada con grandes sogas, fue posible echarla abajo ante sus ojos, para ser quemada después. Carlomagno trataba de asestar un golpe a la moral de los sajones, quería destruir sus ídolos y símbolos, pues en la esencia de éstos residía gran parte de la fe del pueblo sajón. Pero la guerra no sería tan breve, lo sabía. También se rumoreaba que Carlomagno había tenido que contar con espías entre la casta guerrera de Westfalia, pues de otro modo nadie podía explicarse que su ataque hubiese sido tan certero en el tiempo y lugar de reunión.

—Llevaba tiempo planeándolo, como una serpiente que se arrastra durante años en busca de un ágil pájaro, para asestarle su ponzoñoso ataque —reconoció Vigi. Su rostro estaba embadurnado de sangre, como su calva, y sus ojos emitían un fulgor de locura—. Ahora será bueno que los traidores sean descubiertos. Espera, Capucha Negra.

Angus estaba rezagado junto a él y le obedeció. No muy lejos, venía, maniatado, caminando a pie y molido a golpes, un cautivo franco.

—Aquí lo tenemos, ¡él resolverá nuestras dudas! —aseguró Vigi.

El rostro ensangrentado del franco se volvió a Angus. Quizás intuyó su naturaleza, aunque no podría asegurarlo. No estaba seguro de que quedase un solo trazo de piedad en su rostro, demacrado por la destrucción de su fe en el ser humano.

—¿Quién es ese Chrodobert? —inquirió Vigi.

El cautivo tomó aliento. Angus volvió a repetir la pregunta, con el acento de la lengua franca.

—Un capitán de Carlomagno, dirige un escuadrón de caballería.

—Ahora le falta una pierna —dijo Angus—. ¿Es él?

El rostro del cautivo no mostró intención alguna de resistirse, parecía desear morir cuanto antes. Angus sintió lástima por él.

—Sí…, le han cortado una pierna, y después ordenó el ataque de nuevo.

Vigi se rió de un modo salvaje y cruel.

—Chrodobert —repitió, perversamente pensativo—. Prefiero que viva sin pierna a que esté muerto. Eso le dolerá mucho más.

—Un guerrero de corta estatura, algo encorvado. Las piezas de su armadura parecen haber sido creadas con arreglo a las deformidades de su cuerpo —lo describió.

—Sí, es él. El Ángel Negro.

Vigi tiró de la cabellera del preso y miró en sus ojos ensangrentados: en ellos escrutó una profundidad llena de presagios, como quien se asoma a un pozo sin fondo; luego, dijo:

—El Ángel Cojo, me parece más apropiado. ¡Mátalo, Capucha Negra!

Angus se quedó inmovilizado por la orden.

—Yo… no puedo —balbuceó.

Vigi pareció amenazarlo de muerte con su sangrienta mirada. Las arrugas de su rostro se deformaron, ocultando una expresión de innombrable odio.

—Mátalo…

Entonces extrajo su largo puñal y lo empuñó con decisión.

—O serás tú el que caiga —añadió.

Angus miró al cautivo, que parecía desmoralizado.

—Esto no es un combate a vida o muerte, este hombre ahora está preso, no puedo matarlo. Y… no quiero matarlo —añadió al fin, deseoso de acabar con todo aquello—. No quiero dar muerte. No he venido a este mundo a matar, sino a morir. De modo que no perdáis el tiempo, Vigi. Acabad con mi vida.

En ese momento, un caballo trotó a su alrededor, como si cayese pesadamente del cielo e hiciese temblar la tierra. La voz de trueno de su jinete les alcanzó como un rayo:

—Déjalo, Vigi —ordenó Sigifrid— Capucha Negra y ese preso pertenecen a Widukind, pues estamos en sus tierras.

Vigi sonrió de un modo muy extraño, y después se alejó, frustrado.