Cuando las trompas sonaron ya era tarde. Muy pocos habían logrado ponerse a salvo con los caballos, y menos todavía los que deseaban hacerlo, abandonando a sus familiares. Los francos ya estaban allí, como una sombra incendiaria, un oleaje negro ribeteado con fuego de dragones que invadía el valle para devastarlo. El oleaje creció en la noche y la sombra punteada de llamas rojas inundó las praderas circundantes. Los caballos pesados barrían las granjas de los alrededores, rebaños enteros eran masacrados y abatidos o huían en estampida, y el fuego sacudía sus látigos de llamas contra los tejados, sus cabelleras crecían entre los árboles, alzando densas cortinas de favilas al aire.
Cuando llegaron, no había posibilidad ya de rehacerse contra ellos. La festividad pagana estaba siendo saludada por los primeros enviados de Carlomagno. Si el centro de culto se ubicaba entre las formaciones rocosas de las laderas, era precisamente allí donde una gran llama trepaba hacia lo alto. Las altas rocas de los altares fueron impregnadas con aceite y, al ser prendidas, emitieron el resplandor del infierno. Los francos gritaban el nombre de Dios. No podían verlos, pero estaban allí, a su alrededor, rodeándolos, en las laderas, descendiendo hacia ellos. Retrocedieron hasta la embocadura de la aldea. La confusión creció rápidamente. Las hordas sajonas se cerraron y cabalgaron como guerreros de la noche. Pero hubo un momento en el que Angus era incapaz de distinguir al amigo del enemigo. Había imaginado que se entregaría a los francos nada más verlos, lo había deseado durante años para acabar con el cautiverio de su espíritu, pero llegada la hora de la verdad, no podía distinguir la diestra y justa mano de Dios en medio de aquel infierno devorador de vida. Recordó los siete sellos, recordó el Apocalipsis, las palabras de Juan. Era como si todos aquellos juicios cayesen sobre ellos.
Descabalgaron y se aproximaron a la gente que había decidido quedarse. No había niños y vio a pocas mujeres, pero el terror descendía con alas negras y sus garras los apresaban.
Las violaciones, los execrables actos de fuerza perpetrados contra los cuerpos de aquellos hombres y mujeres… perturbaron a Angus de tal modo, que no supo si sería capaz de huir hacia quienes había considerado sus necesarios libertadores. Los francos, el reino del que procedía, el brazo poderoso de Dios, su espada, volaban hacia él segando el aire. Si ése era el designio del Altísimo, lo asumiría, pero en ese momento las palabras de Remigio vinieron a redimirlo y a confundirlo una vez más, y sintió el derecho a la vida, pues no comprendía por qué Carlomagno podía disponer de aquellos crímenes impunemente y en el nombre de Dios, mientras los sajones debían recibir el golpe exterminador de los ángeles. ¿Era aquél realmente el designio del Altísimo, o la Santa Iglesia tenía sus propios intereses en la Tierra?
Cuando pudo volver en sí, la confusión era mayor y la luz de las llamas proyectaba negras y fugitivas sombras. Caballos que arrancaban el barro con su galope implacable atronaban el aire con su relincho. Los gritos, gritos de dolor, desgarraban el tiempo a su alrededor. Por un breve instante, se quedó fuera de sí mismo, y en ese tiempo perdió el contacto con Ottar, la visión de Leutfrid se esfumó. Se sintió, al fin, solo en medio de las tinieblas. Solo, en el lugar al que había tenido que llegar después de iniciar sus pasos en la Misión de la Espada.
Vio armas esparcidas entre los campesinos muertos que salían al paso del invasor, pero no era capaz de empuñar ninguna de ellas. Las gentes se lamentaban y trataban de huir, cuando alzó el rostro y se encontró cara a cara con una visión que jamás olvidaría: tanto la cabeza de la bestia como la de su jinete iban cubiertas con máscaras de hierro de grandes ollares, la visera ocultaba el rostro, todo aquel metal brilló al resplandor de una casa en llamas cuando el arma emitió un fulgor y comenzó a descender en su busca. Era como uno de los ángeles exterminadores de los que vendrían a miles para castigar al mundo, era como el cuarto jinete, el de la bestia amarilla, el que fue llamado Muerte y repartiría el fin entre la cuarta parte de la humanidad viviente…
No fue capaz de enfrentarlo. Cayó entre las pisadas de los caballos. El fuego ardía y su reflejo brillaba en los charcos. Sus manos se hundieron en el lodo caliente. Los francos estaban allí.
Rodó hacia la derecha, y el lugar fue atormentado por los gritos. ¿Por qué habían pasado de largo…?
La joven de delante. Ésa era la razón. Aquel caballero abandonó su montura. Deforme en su corpulencia, como una bestia revestida de flamante acero. Aferró a la joven por los cabellos y Angus la oyó gritar desesperadamente. Su padre, no muy lejos, trató de protegerla. Desde una montura cercana, la maza cayó sobre su hombro, arrancándole la oreja izquierda, y desplomándolo como un muñeco sin vida. La madre volvió hacia ella.
Una señal del caballero bastó para frenar la muerte de la madre, en manos de otros hombres de hierro, pero acto seguido quiso Angus desaparecer. Quiso ser como el barro y mezclarse con la inmundicia que lo rodeaba, porque en ella habría encontrado más solaz para toda la eternidad, entre gusanos y lodos, que entre aquellos que se hacían pasar por hombres… Los francos le hicieron vomitar, y vació su estómago al tiempo que aquel caballero se entregaba a un placer salvaje en medio de la más horrible de las violencias cometidas contra la integridad de un cuerpo del Creador… Pero no consiguió desaparecer, el misionero estuvo allí, presente como un cobarde, y lloró, mientras los gritos desaforados de la madre, que observaba aquel acto execrable y brutal, desgarraban las entrañas de su alma, que se hacía pedazos al fin.
Supuso que lo creían moribundo, pero la confusión a su alrededor era tal que no fue capaz de sobreponerse. De pronto, se volvió, como si hubiese sentido que algo devastador se acercaba a él. Al girarse, fue alcanzado por un rayo rojo y súbito. El grito desgarrador pareció estallar sobre sus oídos. Sintió el peso de una bota que se clavaba sobre su pierna. El casco de un caballo aplastó el charco de lodo y aquel líquido cubrió su rostro. Un grito de furia, ni animal ni humano. El corcel desaparecía, al tiempo que el relámpago rojo volvía a cruzar su visión como la señal de un ángel exterminador. Esta vez lo comprendió: era la Espada, la misma con la que había soñado Remigio, y conocía aquel brillo, acentuado por el resplandor de las hogueras en los tejados que los rodeaban, avivado por la proximidad del infierno. Fue un instante, pero pudo distinguir las volutas que el calor despertaba en la hoja de acero, los canales de sangre, la factura de los herreros daneses. El cuerpo de un franco fue atravesado a poca distancia de Angus. El hacha que éste sostenía en alto cayó cortando el aire junto a la mano del misionero. Pudo ver cómo el acero aureorrojizo que Remigio había bendecido en sus irreductibles delirios atravesaba el cuerpo de aquel guerrero de espesa barba negra. Una fuente roja estallaba en su espalda, al tiempo que la cruel punta emergía, voraz, sedienta de sangre.
No pudo verlo. Pero no podía ser otro. Saltó por encima de él y la confusión alcanzó el grado de infernal locura. Ahora el violador abandonaba el cuerpo de la joven y daba un mandoble en busca de la madre, pero era tarde… Un Ángel Oscuro, una sombra de muerte y ruina, una danza de espadas capaz de hacer pedazos cuanto se pusiese en su camino, fue en su busca.
Vio cómo la figura negra y ágil, la larga espada, se precipitaba sobre el caballero. Varios francos corrieron en su defensa. Pero el mandoble de la ira mutiló el brazo de uno de ellos con ligereza, como si de una enorme cuchilla se tratase, y en el resplandor de las llamas vio cómo después, él, Widukind, atravesaba la hoguera en medio de un grito devastador. Los francos se replegaban en busca de presas fáciles. El autor del sacrílego acto de violación había logrado atrapar las riendas de una montura, y la suerte parecía querer librarlo del Ángel Oscuro, cuando aquél apareció al otro lado de la hoguera, con el peto y la capa llameando ligeramente, como un ángel exterminador salido de las sombras ardientes, dispuesto a enfrentarlo. Vio a Widukind, y su rostro era como el rostro de una fiera desconocida y temible; Angus vio los ojos estriados, el rostro hambriento, las fauces del joven, oyó su grito invocando a la bestia que había despertado en su interior. Sus brazos se abrieron, tensos como arcos cuyas cuerdas son empuñadas por los dedos del odio, y la larga cruz de fuego, la cruz roja de sangre que era su espada sagrada, ardió a la par que su garganta increpó al jinete que, implacablemente, trotaba hacia él.
—¡Ut!
Esa palabra, «Ut», todavía retumbaba en los oídos del misionero años después, tal como él se la arrancó del pecho.
«Fuera».
De pronto, Widukind se apartó, al tiempo que el caballo se abalanzaba en medio de un relincho furioso, y en un movimiento semejante a un baile macabro que corta el aire y lo hace caer, tras privarlo de sus invisibles piernas, retrocedió y giró lanzando el mandoble contra el costado del animal. La espada impactó contra el guerrero, certera y ambiciosa cual fuego reflejado en su impoluto resplandor. Otro grito espantoso, y el caballo, como arrastrando fuego y sombras, desapareció con el cobarde colgado de su grupa. Pero vieron al poco al victorioso sajón alzar algo, y sus gritos fueron tan violentos y desaforados, tan brutales sus insultos, que podría haber matado a aquel jinete fugitivo sólo con las innúmeras maldiciones que abandonaron el cerco de sus dientes, sin que hubieran sido necesarias las heridas mortales que le había causado, y que chorreaban sangre por donde fuese, pagando con ella el tributo a la tierra sajona…
El miserable sacerdote se alzó por fin para tratar de socorrer a la madre de aquella muchacha exhausta que se cubría y que, como ajena a cuanto le había pasado, llorosa, miraba el cuerpo inerte de su padre, la ancha llaga carnosa abierta por el traidor, el golpe de su propio verdugo.
En ese momento, Widukind caminó hacia él. Era un rostro demoníaco el que reconoció, tan lleno de exterminador poder, y sus ojos lo atraparon con tal magnetismo que no se dio cuenta de lo que entregaba con un noble y despiadado gesto a la muchacha.
Era una pierna, una pierna con su bota, con restos de las vestiduras, la pantorrilla de aquel franco, que el arma rabiosa había mordido de un solo tajo, arrancándosela. Me santigüé ante aquel infierno. La joven miró la pierna y pareció sufrir un ataque de ira que la colapso en un temblor. Lloró desesperada y abrazó de nuevo a su madre.
Widukind los contemplaba, impasible, abstraído como una de aquellas divinidades del horror a las que los germanos adoraban.
Cuando se volvió y miró a su alrededor, el Ángel Oscuro había desaparecido.
Perdió a Widukind de vista. Lo último que captó fue un relámpago de ira en sus ojos, fugitivo como el paso de un rayo, pero a la vez permanente, como la visión del sol que quema los ojos y se suspende en la mirada, mire uno a donde mire.
—Chrodobert… —repetía ella en su delirio—. Chrodobert.
Ése había sido el nombre de su verdugo. Al parecer, le había pedido que repitiese su nombre durante el brutal ultraje. Su padre había muerto. Angus lo sintió en el latido de sus venas, a la altura del cuello, no había señal de vida.
Se alejó de aquel llanto desconsolado al oír la voz de Ottar.
—¡Deja a esos heridos! Ya nada puedes hacer con ellos, los francos se retiran hacia el sur, hay que perseguirlos. Esta vez no te librarás de ser un hombre, ¡toma!
Ottar le arrojó uno de sus puñales. Era un hermoso skramasax ceremonial.
—Haz honor a esa hoja, y no la traiciones. Widukind está allí.
Distinguió la imagen del danés no muy lejos: Sigifrid, junto a él a la grupa de una gran bestia de altísima cruz, era como un dios de la guerra. El filo de su hacha se destacaba, una forma negra contra los ubicuos fuegos. Angus obedeció y se acercó a la horda. Allí estaban todos. Ninguno de ellos parecía herido de gravedad. La sangre manchaba sus rostros, y el sacerdote sintió miedo al encontrarse con algunas de aquellas miradas, sedientas de sangre.
—Mi padre… —dijo Widukind— debe de estar allí, protegiendo el Irminsul…
Theodefrid, Leutfrid y Magnachar se unieron a la horda. Algunos guerreros del lugar, vulgares villanos armados con sus aperos de trabajo de la tierra, formaron desordenadamente.
—Chrodobert, ése es Chrodobert —gritaron no muy lejos.
Un extraño tumulto creció de pronto ante ellos y toda la reunión quedó disuelta por la llegada de hombres y caballos de hierro que barrían la humanidad a su paso. Cuatro de ellos, totalmente armados, iban delante como los Cuatro Jinetes que según la profecía asolarían la tierra en el día del Juicio Final. El terror que infundían procedía en gran parte de la brutal e impía furia, pero también de la ausencia de rostro con la que se enfrentaban a cada persona a la que descargaban sus golpes. Aquellos caballos de batalla, educados para el enfrentamiento con las hordas, no se amilanaban ante las vociferantes amenazas, ni ante la proximidad del fuego. Emergieron atravesándolo, saltaron con brío decisivo. Las lanzas de la carga señalaron a los elegidos para morir. Los cascos de la élite de la caballería franca resplandecieron, inhumanas máquinas de guerra animadas por un poder superior: el mandato de Carlomagno. ¿Se apartaba acaso el fuego a su paso? ¿Los protegía acaso el designio inescrutable de Dios, como decía su rey…?
Widukind empuñó el arma a dos manos y los caballos de sus compatriotas se separaron rápidamente. Apenas tuvieron tiempo para prepararse. Una de las lanzas sacudió de costado a Theodefrid y lo abatió mortalmente. Sigifrid logró salvar la embestida, y Angus pudo oír el golpe metálico de su hacha contra el acero que recubría una cabeza, y el extraño, chirriante canto del filo al cortar el mismo acero, y el grito desesperado de aquél que pareció quedarse inerte, enganchado al hacha del que había sido apodado por los daneses como el Temerario.
El caballo, en su loco desconcierto, alcanzó a Angus de costado y lo envió de nuevo al barro, salvándolo sin saberlo de un mazazo que sólo golpeó el aire, y que iba destinado a su cabeza. Al volverse hacia lo alto, una vez más escupiendo barro y ceniza, vio la forma de Widukind, agazapado, había descabalgado y esperaba firmemente apoyado sobre sus piernas: entonces los insultó con una blasfemia y su mandoble voló, suicida, hacia la cabalgadura de uno de aquellos jinetes, a la que le cortó una de las patas. La bestia se vino abajo, y su señor rodó pesadamente entre los charcos, cerca de Angus. Perdió el arma. Era lerdo en sus movimientos, estaba aturdido detrás del acero. No era un designio inapelable el que había cabalgado para dales muerte, sino sólo un hombre. Magnachar, no muy lejos, cabalgó con el arma en alto y descargó un furioso hachazo que aplastó su alma y le quitó la vida en el acto: el acero atravesó el casco; Angus extendió sus manos involuntariamente, y el salpicón de la sangre las bendijo. Cuando se miró las palmas, allí estaba, caliente, mezclándose con el sudor y las lágrimas, la ceniza y el lodo.
Pero los pesados jinetes francos eran superiores en número. Retrocedió, apresó el puñal que le había dado Ottar, que hasta ese momento sólo le había servido para cortarse accidentalmente él mismo… Gateó hasta los guerreros y por un momento creyó encontrarse en medio de la confusa horda. Era como situarse en el verdadero dilema de su vida. A medio camino de los francos y de los sajones, a medio camino de dos mundos. Sólo tenía que correr hacia los francos para intentar salvarse, pero se dio cuenta de que lo único que harían sería cortarle la cabeza. Y además, y ante todo, ya no creía en ellos. Remigio había vencido. Había torcido su fe inapelable en la Santa Iglesia. Retrocedió hacia Widukind y así resolvió temporalmente su duda.
Los sajones protegían la retirada de mujeres y ancianos, de los heridos. Los jinetes francos, mientras tanto, conscientes de las muchas bajas que los sajones eran capaces de causar, se limitaban a las órdenes de destrucción dadas por sus mandos. El fuego creció como un infierno en el valle y en las rocas del entorno. No quedaría nada de Eresburg. La fortaleza de los señores de la región estaba siendo reducida a ceniza, y las piedras, impregnadas con aceite, estaban siendo calcinadas por el fuego.
Chrodobert. Angus no olvidaría aquel nombre. Era uno de los muchos que se mencionaban entre la población. Al parecer, aquellos capitanes francos disfrutaban y se envanecían declarando sus nombres mientras arrasaban al enemigo. Algo había oído en los años de su juventud. Ésa era una de las ordenes cuando el martillo de Dios era arrojado sobre los infieles. Los bárbaros, semejantes a demonios, no podían recibir trato humano alguno, y cuando se luchaba contra ellos se decía que Dios premiaba a aquellos cuyos nombres eran temidos entre los demonios del paganismo. Por eso los capitanes pronunciaban sus propios nombres, mientras perpetraban todos los pecados capitales en el nombre del Altísimo.
Le temblaban las manos y no era capaz de caminar sin errar los pasos.
Ahora faltaba por responderse una pregunta, ¿dónde estaba Warnakind? El Ángel Oscuro había desaparecido en busca de exterminio y destrucción.