I

Será la reunión más grande de los últimos años —aseguraba el heraldo de Ulm—. ¡En Eresburg, alrededor de Irminsul!

Widukind atendía reclinado contra una gran piedra, pensativo. Estaban a medio camino, no muy lejos de Nordalbingia. No mucho tiempo atrás, Ingelbert y Gilbrandt, sus amigos de la infancia, habían aparecido en la corte de Goimo. Vinieron de parte de Warnakind, quien reclamaba la presencia de su hijo y de su hija para las grandes celebraciones sajonas que tendrían lugar alrededor de Eresburg. Una gran concentración, se había dicho, en el nombre de los dioses, para que el pueblo sajón se sintiese unido y para que las fuerzas de guerra hiciesen mella en la moral de la vecina Austrasia. Ingelbert incluso llegó a hablar de una invasión sajona en el norte del reino franco, pero se trataba de sueños juveniles. Helglum, el verdadero emisario de Warnakind, y portavoz del consejo de Wigaldinghus, añadió:

—Es hora de que Widukind vuelva con su esposa a la tierra de su padre, donde su espada es requerida.

Widukind, ahora un bárbaro instruido por los daneses, deseoso de nuevas aventuras, decidió ponerse en marcha de inmediato hacia el sur. Ragnar se había quedado, pero su oscuro tío Sigifrid, a quien muchos conocían como el Temerario, se había unido a la horda de su señor.

Horda, desde luego, era, a los ojos de Angus, la palabra acertada. No se trataba de una guarnición ordenada a la manera de los francos, ni siquiera a la de los sajones, que en eso habían cambiado: no, cabalgaban como vuelan los cuervos, desordenada y ruidosamente, gastando chanzas dolorosas a cada cual más ignominiosa, alanceando todo lo que se movía, en busca de caza y de pelea, entrando en pendencia hasta con las piedras del camino. Vigi, el hechicero de Goimo, cabalgaba al acecho con ellos; junto a Ingelbert y a Gilbrandt, vinieron Magnachar, Theodefrid y su hermano Leutfrid, Willehar, todos ellos jóvenes de Wigaldinghus que habían deseado visitar con honor la corte del Rey del Norte, como era conocido el legendario Goimo Manoslargas. Pero Widukind desobedeció a su padre intencionadamente, y dejó a su mujer a buen recaudo en la corte de Goimo, algo que el abuelo de la joven vio con buenos ojos, como cualquier actitud en rebeldía, brote de sedición o violencia contestataria, que celebraba con gran alegría, siempre y cuando no fuese contra su real poder.

La horda trotaba con temeridad y repartía violencia. Al fin había llegado la hora de volver al sur, pero lo hacía en medio de la incertidumbre. Los festejos de Eresburg ya habían comenzado, la gran reunión de los jarls sajones, y Widukind se encontraba todavía lejos del objetivo. A su padre no le gustaría. Widukind había renegado en ciertos aspectos de la autoridad que éste representaba: y se había acostumbrado a ser un noble señor en la corte de Goimo, con su propia esposa; era allí donde se había convertido definitivamente en hombre, lejos de la autoridad de su padre. Tenía ya un hijo y una hija, a pesar de su juventud, y un recuerdo agridulce de la preponderancia de su progenitor. El retraso con el que acudían a la reunión era parte del plan de su señor. Widukind cargaba con su larga espada a la espalda, y la cruz de la empuñadura sobresalía sobre su hombro izquierdo, meciéndose entre sus cabellos rubios y sucios, alborotados por el sudor. Un peto de cuero ceñía su torso al modo antiguo y sus cejas, aquilinas como la mirada de las aves de presa más veloces del cielo, imponían respeto adonde quiera que mirasen, con la implacabilidad y primitiva fuerza de las rapaces de cetrería, cuando sus halconeros les retiran el penacho cegador. Gruesos anillos en los dedos evidenciaban su rango, y siempre llevaba el yelmo penígero bañado en plata que le había regalado Goimo. Tenía ya el cabello largo y dorado propio de su familia, cierta barba hirsuta, y aquella mirada, inquisidora y dominante como la presencia del sol, a la que escapaban pocos detalles. Iba vestido con cuero y acero, guardaba guantes de cetrería para el combate, un segundo tahalí a dos brazas en los que cargaba cuatro ligeros skramasax, en cuyo lanzamiento era mortalmente certero, y aquella larga espada que ya manejaba con maestría y con la que danzaba como la muerte.

Pero allí, en los caminos de Nordalbingia, donde habían pernoctado en la cabaña herbosa de un pastor, el heraldo que ascendía por el Camino Verde les advertía de la grandeza del encuentro.

Widukind miró de soslayo a Vigi, con quien había llegado a tener mucho más en común que con Angus en los últimos años. Se acarició el labio inferior con los pesados anillos de oro que rubricaban sus dedos.

—Si es cierto lo que dices… —dijo al fin, sin parpadear—…, nos apresuraremos.

Sonrió de un modo extraño, que al parecer seducía los corazones de sus amigos mucho más que el de su oscuro sacerdote. Había algo siniestro en aquella forma de asentir que asumía una amenaza. Juegos de jóvenes, pues ninguno de ellos había participado en combate mortal alguno frente a otros hombres, a pesar de que estaban ansiosos de gloria y derramamiento de sangre.

Widukind abandonó el respaldo de piedra y mojó sus botas en la hierba húmeda. Tomó un pedazo de carne ya frío que se había tostado en el brasero y lo engulló con voracidad.

—A tu padre no le gustará que te hayas retrasado tanto —dijo Vigi con cierta malicia.

—Tú mismo le dirás la cantidad de impedimentos que hemos encontrado en el camino —respondió Widukind, astuto.

—Mejor que lo haga Capucha Negra… seguro que a él le creerá… —repuso Vigi, lanzando sobre Angus su endiablada mirada.

—Sabéis lo poco que me gusta mentir, mi señor —respondió Angus.

—Precisamente por eso —insistió Vigi, arrancando una sonrisa del rostro impenetrable de Widukind.

—Dejemos la discusión para cuando llegue el momento. Es buena hora para ponerse en marcha. Hace buen tiempo —añadió el líder de la horda.

Angus se alegró de que la discusión se alejase de él como una pasajera tormenta. Vigi conocía el pavor del misionero por las mentiras, y lo mortificaba a diario con toda clase de chanzas.

Angus montó su yegua y se unió al trote de la horda.

Pasó un día entero mientras se dirigían hacia el sur. Abandonaron el Camino Verde al norte de Wigaldinghus, y siguieron en busca de la ruta más rápida hacia Eresburg en el este. Dos días más tarde, al llegar a un páramo desabrigado, Ingelbert señaló que ya estaban cerca, pues él mismo había visitado el Irminsul en varias ocasiones recientes.

—Habladme de ese lugar —pidió Angus.

—Irminsul es un centro de culto —respondió Vigi, que acostumbraba a trotar cerca de ellos, al final de la hilera—. Es un lugar sagrado. Se trata de una columna que sostiene el cielo.

Angus esperaba más detalles.

—¿Cómo puede sostener el cielo?

—Las columnas de Irmin sostienen el cielo —respondió el hechicero.

—Irminsul es una gran roca en la que aparecen las runas escritas. La roca es alta y se abre arriba en dos formas como un martillo de Thor, y a la vez como las ramas de un árbol —añadió Ingelbert.

—Los Irminsul son como el Árbol del Mundo, ellos sostienen el cielo con sus ramas —Vigi lo miró y gesticuló con sus manos—. Las ramas, hombre de las sombras, son los brazos de Odín, que soporta el peso de las estrellas para que no caigan sobre nuestras cabezas. El Irminsul de Eresburg es el más grande de toda Sajonia. Hace muchos años que a sus pies se celebran las grandes reuniones del pueblo y de la guerra. Muchas de las invasiones sajonas empezaron en ese lugar, antes de partir hacia el sur en busca de las espadas merovingias.

Vigi continuaba hablando cuando la compañía se detuvo. Siguieron avanzando hasta situarse a la altura de los que abrían la marcha. Widukind miraba hacia el horizonte, en el sureste. El altiplano y la larga pendiente que habían ascendido les brindaban por vez primera una visión privilegiada del sur.

Una cortina de humo se elevaba no muy lejos, aunque a una distancia que un caballo tardaría casi un día en recorrer. Era como un chorro de vapor que un sol repentino fuese capaz de arrancar al corazón de una selva exhausta. Sus hebras se ramificaban y partían de diversos puntos del paisaje. En el cielo caliginoso del sur, por encima de las tinieblas verdes que ocultaban la línea del horizonte, se reunían y se desplazaban como formando largas nubes bajas.

—No son celebraciones —dijo Vigi. El funesto hechicero se pasó la mano por la calva y miró a Widukind. Los ojos de Widukind se abrieron. Angus tuvo un funesto presentimiento.

Widukind acicateó su alto caballo negro y la horda trotó con brío por el camino.

A medida que avanzaba el tiempo, y cuando un calvero en los bosques lo permitió, vieron cómo las columnas de humo se acercaban. Vigi estaba en lo cierto al decir que no sólo eran ellos los que se aproximaban al fuego, sino que el fuego venía en su dirección. En un punto medio se encontraba el verdadero origen de aquel fuego: Irminsul.

Cayó la tarde y no pudieron avanzar más rápido. Angus se quedó en la retaguardia, junto a los caballos de refresco y los de carga; Leutfrid estaba a cargo de ellos. Los más temerarios habían desaparecido. Sigifrid, Widukind y Vigi se lanzaron a la carrera. Por fin la niebla se elevó en aquella región y dejaron de seguir el rastro de las humaredas, que ya estaban muy cerca. Se detuvieron. Los caballos estaban inquietos. El camino avanzaba por el bosque antes de salir a campo abierto. Un valle en la niebla, mecido por boscosas colinas. Por delante, ya no muy lejos, crecían las formaciones rocosas entre las que se ocultaba la fortaleza de Eresburg, su gran aldea, y su importante centro de culto pagano.

Ahora las tinieblas parecían haberse desbordado ante ellos, y la niebla de la selva se suspendía, espesándose maliciosamente. Escucharon algunas voces y, al poco, unas figuras errantes salieron de la bruma como fantasmas. Las hojas secas crepitaban, y Angus sintió que su corazón se desbocaría. Un viejo danés, sin embargo, parecía impertérrito. Leutfrid empuñó uno de sus langsax.

Mujeres y niños emergieron de la bruma como espectros que los miraron espantados, antes de reconocer la ausencia de peligro. Cargaban con fardos. Los ancianos se apoyaban en sus hijas y nietas. Algunas de ellas iban peligrosamente armadas y miraban con ojos ansiosos.

Leutfrid enfundó su arma y siguió adelante después de un breve parlamento.

Ottar saludó a uno de los ancianos.

—¿Adonde vais? —preguntó una mujer con gran pena en el rostro.

—¡Carlomagno! —gritaban otros.

—¡Carlomagno se acerca!

—¿Ya han llegado a Eresburg? —inquirió Ottar.

—Todavía no —respondió temblorosamente otro anciano que se apoyaba en un largo cayado—. Todavía no… pero no falta mucho. Los hombres defienden el templo, pero caerá esta noche. Lleva todo el día avanzando desde Austrasia. Se dice que es una columna enorme, miles de caballos pesados, soldados acorazados, fuego…

—¿Cuántos?

El anciano se encogió de hombros ante la pregunta de Ottar.

—Nadie lo sabe. Muchos… —aseveró la mujer.

Carlomagno invadía Sajonia. Su estancia en el norte los había apartado de cuanto sucedía en las fronteras sajonas, y cuanto les habían advertido parecía hacerse realidad en aquel momento señalado por la voluntad de Dios.

Angus volvió en sí y se dio cuenta de que el éxodo de mujeres y niños continuaba su camino hacia el norte. Siguieron a Leutfrid hacia delante, como en busca de un infierno oculto en la bruma.

El dragón de la guerra abría sus fauces delante de ellos. Aquella niebla, pensó el misionero, era su pestilente hálito de muerte. El camino se introducía en sus entrañas.