Pocos reparaban en el hecho: desde hacía muchos años se elegía la antigua fortaleza de Reims para la celebración del Concilio Germánico, y esto, que podría pasar desapercibido al historiador, no era sino consecuencia del verdadero propósito del Concilio, la defensa de los intereses de la fe en la Tierra, especialmente el ordenamiento del culto y la evangelización. Reims, donde había sido bautizado Clodoveo, fundador del Reino, más de tres siglos atrás, era una ciudad devota del cristianismo desde los tiempos en que la barbarie la rodeaba como mar furioso al acecho de las rocas.

Junto a la comisión papal, los Padres de la Iglesia se daban cita durante días para discutir los asuntos que preocupaban a la cristiandad. Las misiones evangelizadoras habían dejado de ser el centro de discusión desde hacía años, para ceder su protagonismo a las disputas administrativas de las diócesis. Así, los abades se enfrentaban a los obispos como los hijos con sus padres; unos reclamaban la regla frente al abuso, otros exigían la prédica del evangelio, y todos pedían su favor a los príncipes francos, que no siempre presidían las largas sesiones. Sin estar presente, aquel año Carlomagno había enviado a uno de sus cortesanos, el lantgravius Carnant de Eschenbach, como portavoz de Aquisgrán. Se decía que éste defendería los intereses de los obispos más cercanos al legado del santísimo Bonifacio, y, entre todos ellos, a Esturmio de Fulda, que mantenía ardua lucha por mantener la independencia de su legado frente a las tentativas de Hildebold de Colonia, a su vez Canciller del Concilio por nombramiento del propio Carlomagno. A proposición de Hildebold, la idea de centralizar los poderes eclesiásticos se proponía como lazo de fuerza del interior de la iglesia, que Hildebold había comparado a los «intestinos de un animal demasiado joven, el cual debía volverse más robusto si no quería desangrase por las puñaladas de la herejía pagana». Para ello, Hildebold sostenía que Colonia debía elevarse a la categoría de arzobispado, subyugando muchas de las abadías y diócesis del entorno. Esturmio, sucesor de Bonifacio al frente de Fulda, se oponía a esta misión, sosteniendo que la fe descuidaba a sus verdaderos enemigos, los paganos, y a su verdadera meta en la tierra, la evangelización.

La discusión se extendió frente a los muchos padres invitados, muchos de ellos muy viejos, que se asomaban alrededor de la gran sala habilitada a tal efecto, presidida en lo alto por el turíbolo, las antorchas y la reliquia de Reims. Al pie de un altar presidido por la crucifixión, el armario sagrado cuyas vitrinas habían sido ensambladas con cristales soplados tres siglos atrás, de aspecto ruinoso y, al mismo tiempo, de una divina fragilidad, ocultaba el incorruptible vial que una paloma había traído a la Tierra para que Clodomir fuera embalsamado el día de su bautismo. Al aceite dorado allí contenido se le atribuía un sagrado poder, y el Concilio se celebraba en su presencia, pues se había considerado que su presencia no podía sino inspirar piedad y buen juicio a los hombres de Dios que allí se reunían para dirimir, en su nombre, su intervención en los asuntos del mundo.

En ese momento se escuchó un golpe seco y fortísimo, y todas las cabezas se volvieron hacia el ángulo oscuro de la sala: la punta del bastón, en la que había esculpido un ángel exterminador, cayó sobre uno de los potes de los escribanos que tomaban notas en acta, destrozándolo al instante. Allí donde las antorchas reverberaban sin fuerza, su dueño alzó el bastón y se apartó voluntariosamente del novicio que le hacía de lazarillo. Enfrentado con su ceguera al mundo, el anciano elevó el altivo rostro, que cubría parcialmente con su hábito negro. Su voz, a pesar de la frágil apariencia de aquel cuerpo, estaba llena de fuerza, como lo estaban todos sus movimientos por sutiles que éstos fueran, y así resonó apelando a sus corazones:

—Hermanos benedictinos, si mal no recuerdo y esta memoria no me traiciona, nuestra orden se ha erigido como justa mediadora entre el Cielo y la Tierra. ¿Cuántos años hace que la regla nos ha guiado hacia la luz divina entre las sombras de este mundo…? Muchos, dirían los soberbios… Pocos, digo yo —el rostro de Arnauld de Goth descendió lentamente y, como si un cambio se obrase en él al descender del Cielo a la Tierra, abandonó a su faz la piadosa y severa beatitud para ser embargada por el más doloroso de los presagios—. Pocos, hermanos aquí reunidos, muy pocos son esos años ante la inmensa eternidad que es un solo hálito de Dios, pues la continuidad de nuestra orden asienta sus pilares en la fe para interceder en las muchas cosas que incumben a los cristianos… pero siempre elevándose en busca de la inspiración que alienta en lo alto y desde lo alto y por lo alto.

»Del mismo modo que cinco son las partes del mundo y así como los espejos llevan sólo a engaño, me he interrogado a mí mismo durante estos cinco días, preguntándome si las piedras vuelan o las liebres persiguen a los cazadores, si los quesos caen de los árboles o si el heno se siega solo, hasta que he despertado, y mi mano ha suplicado perdón y fuerza a quienes con divina paciencia presiden este Concilio desde lo alto… ¿Qué excusos son ésos, interdictos en medio de la sagrada poesía que dictan los ángeles cuyas bocas se cierran y cuyos corazones se sacrifican, siguiendo el ejemplo del Encarnado…? ¿Qué escolios se anotan aquí, cuya banalidad sólo habla de codicia y de glotonería…?

Varios abades se miraron, intercambiando miradas de complacencia frente a Hildebold, cuya incomodidad se retrataba en todo su cuerpo antes de que fuera capaz de corregirla con un gesto que suplicaba paciencia al Cielo. Pero ninguno se atrevió a responder a Arnauld de Goth, cuya apodíctica palabra rara vez esperaba réplica. Hombre sabio, podía escuchar durante días para intervenir sólo al final, y no siempre lo hacía.

—Ofuscados en el ordenamiento de las tierras y en sus provechos, hermanos, nos olvidamos del verdadero propósito de nuestra presencia en ella: la evangelización que ha de conducir a la Parusía, la Gloria, el Advenimiento de Jesucristo al final de los tiempos. Estamos aquí para preparar su llegada, sólo para eso, y debemos ser ejemplo de piedad. Mirad hacia el norte y hacia el este: el reino cristiano se enfrenta a sus enemigos, los paganos pactan con el Maligno, y éste se jacta de nuestra debilidad, pues es fuente de poder para él. Mientras discutamos sobre banalidades, él clavará sus largas uñas y arará con ellas las tierras incultas, echando sus semillas diabólicas y dejando que su mala hierba prospere, y ésa es la hierba que los rebaños paganos rumian desde tiempos oscuros. Debemos evangelizarlos, por piedad.

»Ahora, Sajonia se extiende al norte, y allí Cristo ha sido despreciado por los señores de la tierra y por los simples que pertenecen a ella. Por eso digo que sus sacerdotes paganos deben ser capturados, antes de que causen más mal. Aquel cuya cabeza no pueda ser bautizada, séale cortada. Aquella hembra que practicase las artes de la brujería en cualquier a de sus formas paganas, sea enviada a las llamas junto a sus enseres. Los hijos de los líderes sajones que no hayan cedido a las premisas de la evangelización, que sean rapados, y enviados a los monasterios limítrofes, para recibir la educación que requieren y ser convertidos en buenos cristianos, pues ésta es la única forma de paz en la Tierra. Aquellos símbolos que se erijan en el nombre de los paganos y sus falsos ídolos, sean derribados por los ejércitos cristianos francos; despedazados si son de piedra, quemados sin son de madera… Que los ejércitos francos garanticen la limpieza de esa tierra y que la evangelización prospere, pues mucho se ha perdido en estos días oscuros. ¡Y que empiecen por Eresburg, el centro de culto pagano! Orgullosamente se eleva esa columna que sólo venera una de las muchas formas del Maligno, es hora de que caiga, y de que los francos intercedan para fortalecer las rutas que los misioneros hace años olvidaron.

Al acabar, Arnauld parecía encogerse como si un dolor de su corazón lo apresase. Se elevaron los murmullos todo alrededor y fue en aquel momento cuando varios monjes exaltados insultaron a Hildebold. De eso al enfrentamiento abierto no había más que un paso, que fue dado con decisión por sus seguidores, y ambas facciones empezaron a hablar a la vez. Arnauld, como águila que causa el terror entre corderos, se apartó y abandonó la sala. Antes de salir, muchos se le acercaron y apresaron sus manos, dedicándole palabras de aliento piadosísimas. Le agradecían su presencia y premiaban su coraje frente a los poderosos. El Ciego de Montsalvat gozaba de un prestigio beatífico.

Cuando finalizaba la sesión, una comitiva de monjes se alejó de la multitud murmurante, que se dispersaba como en una babel de conversaciones. Al descender las escaleras, el corredor septentrional, menos ocupado, extendió su sucesión de arcos a su vista. Caminaron hacia ella, hasta que uno de los monjes descubrió al que le esperaba al pie de un arco, de espaldas a la multitud. Alcuino de York se detuvo y pidió a sus hermanos que lo abandonasen. Se acercó a él y se miraron.

—Alfredo de Durham, vuestro atrevimiento raya la locura —dijo Alcuino.

—Los caballos pasan desapercibidos en los establos —respondió el northumbrio.

—No tengo mucho tiempo —aseguró Alcuino, nervioso, vigilando a quienes pasaban a su alrededor, espiándolos bajo sus capuchas.

—Lo sé —y diciendo aquello Alfredo se acercó a Al— cuino y pasó su mano por el hábito con tal facilidad, que a éste le resultó imposible darse cuenta de que había dejado un pergamino plegado en su bolsillo. —No os indispongáis, hermano. Él desea hablaros, y os escribe, como siempre ha hecho.

—Sabéis que es peligroso, Alfredo… —Alcuino parecía indeciso. Finalmente la curiosidad venció—: ¿Qué os sucedió? Se han contado muchas y confusas historias sobre aquella misión… Muchas son las voces que murmuran, y no son pocos los que se preguntan por vuestra desaparición.

—Nada más tengo que decir, soy sólo un mensajero.

—No podéis seguir por ese camino, os conducirá a la perdición… —el rostro de Alcuino de York parecía consumirse por la llama del miedo—. Arnauld de Goth hace preguntas. Ha mencionado vuestro nombre muchas veces. Aún estáis a tiempo de confesaros y de asumir vuestras culpas; si les señalaseis el camino hasta el hereje, podríais salvaros, de no ser así… ¡Yo intercedería por vos, hermano!

—No es hora de temer, sino de creer —respondió Alfredo—. No temáis por mi cuerpo ni por alma, pues ambos están salvos.