XV

Los dedos arrugados de Goimo apresaron el yelmo alado. Las extremidades de una joven gaviota, después de ser disecadas y aderezadas con alambres que las obligaban y mantenían en la posición escogida, habían sido engarzadas a ambos lados del casco. Por lo demás, no tenía nada demasiado especial que lo diferenciase de los cascos de los nobles sajones. Los ojos de Widukind se iluminaron cuando las manos del viejo rey danés se elevaron sin apartar sus ojos de la pieza de metal.

—Es tu cumpleaños. Sería un mal señor si no tuviese un regalo danés para un familiar sajón —Goimo alzó el casco y coronó a Widukind ceremoniosamente, como si se tratase de un misterioso traspaso de poderes. El joven se inclinó ligeramente, pues el hecho le reportaba tal fruición de alma que lo conmovía, y después miró al rey con devoción y agradecimiento.

Geva estaba a su lado, vestida oro y piedras preciosas.

—Quiero casarme con ella y pongo por testigos a todos los dioses —dijo Widukind.

El yelmo alado era sólo el principio: se había escogido la fecha de su cumpleaños para celebrar la boda. Goimo había deseado que Warnakind y su hija estuviesen presentes, pero Widukind se había empeñado con tan loca vehemencia, que nadie pudo oponerse a su decisión. A fin de cuentas, ése había sido el motivo verdadero del viaje, independientemente de que el joven hubiese aprendido a moverse por un langskip, a hacer nudos de mar o hubiese destrozado mil escudos con un hacha bipenne, en cuyo manejo era ahora diestro.

—Si quieres casarte con mi nieta —dijo Goimo—, tendrás mi bendición, pero antes escuchar debes los dichos de Vigi.

El hechicero se aproximó y miró a los jóvenes, entonces dirigió su palabra a Widukind.

—Si la amas, protegerla deberás con tu vida; si la amas, poseerla podrás con tu cuerpo; si la amas, hijos harás con ella. Si la dañas, empeñarás tu cabeza en la corte de Goimo, y Sigifrid será quien la separe de tu cuerpo con su hacha.

—Así sea —respondió Widukind con gran decisión.

La boda fue acompañada por un gran festejo que no resultó tan lúgubre como el celebrado en la sala de los ynglingos. Ragnar encendía hogueras, saltaba sobre las llamas a riesgo de ser abrasado, bebía como un loco, iniciaba peleas. La ciudad se encendió, pues era casi verano, y los daneses adoraban aquel tiempo.

El nuevo aspecto de su señor sorprendió a Angus. Había visto esa clase de yelmos alados en algunos guerreros, especialmente a medida que se dirigían hacia el norte. Algunos disponían de simples alas de metal cuidadosamente labradas, otros, más raramente, alas de ave que habían sido preparadas para un yelmo ceremonial. Los guerreros cuidaban sus yelmos y los lucían en contadas ocasiones, por considerarlos muy valiosos.

Desde aquel día, Widukind vistió su yelmo alado siempre que pudo. Se encargó de que se lo ajustasen y le añadieron dos barboquejos que el sajón se ataba bajo el mentón. Las hojas de los barboquejos, de plata bruñida, el mismo material en el que su yelmo parecía haber sido bañado, le conferían un aspecto especialmente distinguido y fiero. A pesar de las cacerías o de las cabalgatas, Widukind había escogido vestir su yelmo penígero como rasgo distintivo.

El joven sajón no quiso que sus padres asistiesen a su boda, algo que en cierto modo sucedió de modo impremeditado, pues los consortes quisieron que la boda y el cumpleaños coincidiesen el mismo día, y eso habría obligado a sus padres a viajar demasiado rápido, teniendo en cuenta que antes los mensajeros tendrían que haberles hecho llegar la noticia. Se enteraron al poco, pero para entonces Widukind ya estaba casado.

A partir de aquel momento, el tiempo pasó demasiado rápido y muy pronto Widukind ya había dejado de ser un joven, para convertirse en un hombre. Aquel zagal sajón había llegado a ser como una especie de hermano para Angus, pero ahora era un hermano que dejaba de ser un niño, para convertirse en algo desconocido y poderoso entre las fuerzas de la tierra.

Lo que sucedería a partir de aquellos tiempos ya no tenía nada que ver con lo que vivieron, entre la inocencia y la curiosidad de un escenario nuevo. El mundo estaba en realidad a punto de cambiar, esperándolos; Angus miraba al caer la noche los pergaminos sobre su mesa como si fuesen el futuro, que pronto sería iluminado gracias a la sangre de muchas vidas.

Magatha se había sentido abandonada con su partida… ¿qué podría haber sido de ella? Le causó un gran alivio alejarse de aquella joven montaraz, pero el momento de volver se acercaba. Ahora el propósito de aquellos años de educación había llegado a su fin. Widukind era un hombre, y había sido casado, quizás en gran parte ayudado por las magias de aquellos hechiceros como Vigi, con la mujer elegida por los jarls de las importantes estirpes sajona y danesa; sin embargo, se dejaba una promesa en el viento: la que había hecho a Swanhild. Angus no mencionó su nombre en momento alguno, pero estaba convencido de que tarde o temprano ese recuerdo volvería a Widukind, y no estaba seguro de saber lo que entonces sucedería. Tampoco podía imaginar qué sería de ellos al remitir el poder de los bebedizos y la fuerza amorosa, incontrolada, de la juventud del sajón.

Muy pronto todo cambiaría. Los años pasaron rápido, y Widukind contaba con diecisiete inviernos cuando sucedió algo terrible, semejante a la llegada de un trueno, el anunciado por el Apocalipsis, que viene desde los confines de la tierra en busca de los hombres mortales. La guerra tocaba a las puertas de Sajonia. El sur los llamaba. Su señor decidió que Geva se quedaría en la corte de Goimo, que consideraba su hogar adoptivo, y pidió a Goimo que Sigifrid y Ragnar lo acompañasen a Wigaldinghus.

Angus sabía que el momento había llegado. Carlomagno golpeaba las puertas del norte con un puño guarnecido de hierro. Llamaba a sus señores, les mostraría la cruz y el evangelio y las promesas del nuevo gobierno. Los rumores llegaron a la corte de Goimo y supimos que los francos se movilizaban al norte y al oeste de Austrasia, y eso sólo significaba que las fortalezas de Sigisthurg y de Eresburg pronto serían visitadas por los estandartes del joven franco. Entre los vikingos, y a tanta distancia, la figura de Carlomagno comenzó a ser transmitida con respeto y recelo. Casi todos los cuentos hablaban de un hombre de talla más que humana, de un señor alto y poderoso, vestido de acero, que montaba un caballo a cuyo paso la tierra era arrasada por fuego y tormentas. Widukind escuchaba al tiempo que miraba pensativamente a Geva, quien atendía al primer hijo nacido de la unión entre ambos.

Algo extraño y poderoso, que había permanecido dormido en su sangre durante aquellos años, asomaba como un ansia sin nombre en el fulgor de sus ojos. Una invisible hoguera que irradiaba su clamor abrasador. El guerrero ya estaba allí, hecho y formado. Y Angus, su sombra, tendría que seguirlo a donde quiera que fuese.