El escudo de la familia, aquel paño rojo bañado en óxido de hierro arcilloso en el que aparecía marcado a fuego un caballo negro encabritado, era sostenido en alto por Widukind la mañana ventosa que llegaron a Aarhus, conocida entre los sajones como Arenhusen, la ciudadela del rey de los daneses. Allí emergió, en la bruma del mediodía, la fortaleza de Goimo Manoslargas. La comitiva, encabezada por Ragnar y su primo, mostraba con orgullo los estandartes de las familias, que se encontraban. Angus nunca había leído tanto orgullo en el semblante de su joven aprendiz y que, sin él darse cuenta, como sucede con todos los familiares bienamados, ya casi era un hombre. Estaba allí, al frente, con los nudillos engarfiados alrededor del rígido astil del estandarte de los wigaldingios, acompañado de cerca por el hechicero de su aldea natal. Helglum abrió un tarro y mojó los dedos en el pagano líquido que allí guardaba; de vez en cuando asperjaba a la multitud cada vez mayor que los seguía entusiasmada. Los niños gritaban el nombre de Ragnar como si de un héroe de los cielos se tratase; las mujeres y los hombres bromeaban, comentaban el suceso, señalaban con orgullo a la casta guerrera venida de los furiosos mares. Miraban a Widukind con misterio en los ojos. Widukind vio crecer la colina, cómo los cendales de niebla se apartaban y la fortaleza emergía, desvelada en su nórdica y bárbara magnificencia, coronada por volutas que se encaminaban hacia las nubes; vio cómo a su alrededor la aldea crecía, los altos pabellones de caza, las cornamentas de uro colgadas de las puertas de las herrerías, escuchó la canción de los yunques, los daneses lo saludaron y entonces un ser enigmático vino su encuentro y gritó:
—¡Ragnar el Intrépido ha vuelto! ¡Ragnar el Valiente viene en busca de agua caliente!
Se trataba de un enano, un giboso enano que corría haciendo cabriolas junto al paso acompasado de los caballos que les habían entregado al desembarcar, en una aldea próxima a aquella capital de los daneses. El enano parecía salido de esas leyendas que tantas veces habían oído; mas su atuendo era más salvaje de cuanto describieron, con pieles de nutria y un gorro que, como la capa de Angus, parecía hecho con piel de topo.
—¡Widukind es el nombre del niño del estandarte! ¡Un caballo de hierro y un paño de fuego, oh viejo Goimo, viene él a darte!
Gritaba así el heraldo del rey sus pareados jocosos, cuando el clivoso camino trepó por el lomo de la colina en busca del palacio danés, y entonces vieron, por encima de aquella cresta que dominaba el paisaje, los Túmulos de los Reyes.
—Ahí —señaló Ragnar con gran energía y a brazo alzado los montículos redondos que se sucedían simétricamente ante sus ojos, en una inmensa pradera ribeteada por una oscura selva de la que salía, asustada a la luz del día, la serpiente de un arroyo—. Ahí están los antepasados de los ynglingios.
—En el más grande —habló Vigi— reposan las cenizas de Yngling. Dicen que los cuervos que se reúnen en grandes bandadas anuncian su deseo, y el presagio de una guerra es lo que veo… ¡Mirad!
Elevaron los ojos, y se fijaron, atraídos por el horrible graznar, en las docenas de cuervos que revoloteaban por allí como a la espera de un festín.
Y al volverse, los muros espesos de Ynghussal[18] se alzaron soberbiamente ante ellos, casi perdiéndose en las nubes tempestuosas. Unos peldaños brotaban de la espesa y verde hierba de la que emergían, como por arte de magia, aquellas peñas ordenadas por la mano diestra del hombre. Sobre los peldaños aguardaban al menos doce guerreros que saludaron a Ragnar.
Desmontaron y tomaron sus caballos. Entonces ascendieron los peldaños, siempre detrás de los estandartes hermanados y sostenidos en alto por Widukind y por su primo Ragnar.
La fresca penumbra cayó sobre ellos. La sala de piedra era alta y la luz gris no arrancaba matices a los fríos sillares. Tan alto era, que no vieron el techo que coronaba tan soberbia construcción entre los bárbaros. Largos telares aparentemente teñidos de múrice, mostrando gestas y caballos de ocho patas, colgaban por detrás de una gran escena[19] ante la chimenea. Sobre el escalón de la escena, varias sillas de gran porte, labradas en la madera del lugar, se recortaban contra las tenebrosas ascuas de un fuego que se le antojaba a Angus maldito. Dos antorchas ardían en los extremos opuestos de la sala. En las sillas de la escena, aguardaban dos personajes sedentes. En el trono, Goimo los miraba con rostro cetrino y ceñudo, barba gris, ojos de halcón. Junto a él, se sentaba una hermosísima joven. Widukind la miró con sorpresa, miedo, trémula admiración. Era rubia, sus cabellos de oro estaban trenzados a dos, una espinela engarzada con finas garras se suspendía de su frente, coronando en caída y al peso una redecilla de hilos de oro que recogía sus cabellos. Detrás de ella, un guerrero grande y robusto los escrutaba, una sombra que causó desconfianza entre los sajones. Sus brazos cruzados parecían tan sellados y poco propicios al abrazo como cerrados y poco propicios al parlamento sus labios. Sus cabellos eran oscuros, y, para Angus, eso era sorprendente entre aquellas estirpes de vikingos.
Goimo se levantó lentamente, sin apartar sus ojos de los de Widukind. Cuando estuvo en pie, vieron su capa con bordados de oro, la larga espada que colgaba de su cinto, las botas, la fuerza que irradiaba el aciago anciano que gobernaba a los daneses con mano de hierro.
—¿Quién eleva su estandarte en la Casa de los Ynglingos? —preguntó con terrible energía.
Ragnar miró a su primo.
—Widukind hijo de Warnakind hijo de Wildakind —respondió el protegido con gran hombría.
—¿Y qué estandarte es ése que llevas con tanto orgullo? —inquirió Goimo. Al extender su brazo señalando el astil de Widukind todos tuvieron oportunidad de comprender por qué lo apodaban Manoslargas.
—El estandarte de los wigaldingios es el que alzo —respondió Widu.
—¡El caballo de hierro y un paño de fuego! —añadió la voz del enano, que, para su asombro, deambuló por medio de aquella solemne ceremonia germánica sin el menor reparo. Se acercó a Goimo y se inclinó en una reverencia, después dio una voltereta ante la joven, que sonrió de un modo angelical e inocente al verlo.
—Ofrezco el estandarte de mi familia al Rey de Dinamarca —dijo Widukind, que ya había estudiado antes con su padre lo que debía hacer en presencia de la corte de Goimo.
El rey se acercó peligrosamente a Widukind y aferró el astil del estandarte con su larga mano. Inclinó el rostro y miró de soslayo al joven con tal amargura y fiereza, que no pocos hubieran creído que estaba a punto de arrancarle el hígado.
Su mirada pasó por encima de Helglum y se detuvo en el sombrío rostro de Angus. La capucha trataba, una vez más, de ocultarlo, de convertirlo en la vigilante sombra que había aprendido a ser durante aquellos años
—El hijo de mi hija es ya un hombre, tendremos que celebrar que ha venido a vivir entre los daneses —arrancó el estandarte de sus manos con la repentina decisión con que las águilas detienen el vuelo de un incauto palomo, y lo miró con gran respeto—. Acepto el estandarte de tu padre y de mi hija.
Se volvió y entregó el estandarte a uno de sus lacayos, que lo colocó en un lugar privilegiado de la sala, junto a otros muchos presentes de esa índole. Después elevó su brazo y dejó que la mano de la joven se posase en la suya, mas esta vez, para su sorpresa, fue capaz de hacerlo con tal delicadeza como si invitase a un pájaro a posarse en su brazo. Fue sin duda la ágil variedad de su trato lo que irradiaba un magnetismo personal.
—Geva —Goimo sólo pronunció el nombre de su nieta.
Ésta apretó su mano izquierda y con la derecha tomó un cuerno que reposaba en la mesa. Soltó la mano de su abuelo y se aproximó a Widukind con gran decisión, mirándolo a los ojos. Le ofreció el cuerno y se lo extendió.
Widukind lo apresó con cierta torpeza, indeciso. Tomó el cuerno y bebió largamente. Cuando hubo terminado, se lo devolvió a la joven, que también bebió sin apartar los ojos de él; después retrocedió, mirándolo a él y al resto de quienes lo acompañaban. Fue como si Widukind hubiese ingerido un bebedizo de portentosa fuerza, como si hubiese bebido una magia, una magia antigua y poderosa que acaso hubiesen disuelto en el fermento de un rodomiel afrutado, cuyo perfume embriagó su alma hasta los huesos.
Desde aquel día, Widukind sencillamente se olvidó de Angus, como parecía haber olvidado muchas otras piezas de su pasado. Como supuso algún tiempo atrás, la razón del viaje amañado por su padre era diferente: la formación del guerrero iba unida a la ampliación de los lazos familiares. Goimo no tardó en bendecir la compañía de su nieta y de Widukind, que era de su agrado. Ciertamente ambos eran sus nietos y, por lo tanto, primos hermanos, pero, para Goimo, Widukind nunca fue como un nieto, siempre se refería a él como «el hijo de Warnakind». Ragnar introducía a su primo en el mundo de los daneses. Brutales cacerías, juegos de guerra en los que no faltaban los heridos casi de muerte, incursiones en las selvas, breves travesías hacia las islas de los herúleos, templos paganos, cavernas solitarias a orillas del mar… todo ello destruía el trabajo que Angus había logrado hacer en su espíritu. Semana a semana, se daba cuenta de que Widukind se convertía en un adulto pagano, y ni siquiera los pensamientos de su padre lograban germinar en la violenta mente del joven. Warnakind había apreciado el mensaje de Remigio el Piadoso; como los demás miembros de la Orden de la Espada, compartía una noción, aunque bárbara y corrupta, de la entereza y plenitud de Dios. Nada de eso podía distinguirse en la actitud del joven sajón. Como misionero, Angus se sentía fracasado.
Los herreros daneses eran hábiles. Su trabajo de orfebrería no conocía limitaciones, y el refinamiento incluía la capacidad de crear series enteras de cascos, por ejemplo, en los que utilizaban una matriz para estampar dibujos en relieve sobre hojas de metal, que más tarde podían decorar con filigrana. Tal era el caso de una buena parte de la guardia de Goimo. Como rey electo de los daneses, no había escatimado en recursos para vestir a sus hombres. Aunque cada cual a su gusto, todos sus yelmos y sus espadas procedían de la misma fragua.
Rabo de Serpiente, pues así se llamaba el enano, visitaba por la noche las reuniones de la corte danesa, donde amenizaba las cenas con toda clase de cuentos grotescos. Vigi, por su parte, vigilaba el cortejo de Widukind.
Una noche, Vigi trajo a un skald. El poeta conocía y recitaba las creencias de los antepasados paganos. Se habló del Intocable, y al poco Angus se dio cuenta de que no podía ser otro sino aquel dios de las tinieblas que presidía el mundo de los bárbaros sentado en un trono de muerte, venganza y escudos ensangrentados.
—Durante sus viajes sucedía muy a menudo que, para poder pasar la noche, pedía hospedaje tanto en residencias de soberanos como en casas de personas humildes. Ésta es la razón por la cual también a veces es llamado Gestr, y de hecho en el pasado todos los caminantes que reclamaban hospitalidad eran atendidos cordialmente por temor a que se tratase del dios, oculto bajo alguna de sus tantas apariencias…
Los más jóvenes intercambiaron miradas de satisfacción. Angus sabía lo que estaban pensando: quizás aquel skald no era otro sino el mismísimo dios de la guerra vestido de mendigo errante.
—Bajo el nombre de Grímnir, Odín llegó como huésped al palacio del rey Geirotyr, quien sospechó de él y lo torturó cruelmente, manteniéndolo encadenado entre dos intensos fuegos. Después de revelarle algunos secretos de naturaleza divina y parte de sus numerosos epítetos, Odín se mostró como quien en realidad era; el rey Geirotyr corrió arrepentido a liberarlo… mas tropezó con su espada y murió atravesado por ésta.
Gracias a algunas travesías que Angus se vio obligado a llevar a cabo, junto a Ottar y otro señor, llamado Harald Barbazul, supo que los caballos de las olas, como llamaban a sus barcos, se clasificaban según el número de remeros, y a su vez según los remeros empuñasen uno o dos de estos aparejos indispensables para su navegación. Los más imponentes eran los dreki, o langskip, los que utilizaban para el transporte de mercancías cuando habían atacado una costa lejana como un terror que viene de los mares.
Supo que los vikingos eran los habitantes de los vik, como ellos llamaban a los fiordos en las accidentadas costas de la tierra más allá de Dinamarca. Sin embargo, a medida que los conocía y veía de lo que eran capaces, se daba cuenta de que podrían llegar a convertirse en una auténtica plaga bíblica en el devenir de los tiempos.
Tras los pliegues de su capucha, en la que trataba de zafarse de sus díscolas miradas, descubrió un pueblo de hombres libres. Los daneses no conocían la idea administrativa y ordenada que los carolingios extendían ya por toda la tierra. No había siervos de la tierra, sino hombres libres unidos por los vínculos de una sociedad organizada en torno al comercio y el poder de las armas. Hasta los granjeros contaban con la riqueza del carísimo metal con el que se acude a las guerras: las armas eran comunes, y muy apreciadas. No era necesario contar con permisos de los señores de la tierra para poder disponer ad libitum de un arma mortífera hecha para repartir muerte. Eran furiosos y crueles, podían extender rápidamente la amargura y el terror. Habitaban lejos, muy lejos, de todas las luces del mundo conocido y de la Cristiandad.