Fue un largo y penoso viaje. Si adentrarse en Germania a Angus le había resultado tenebroso, dirigirse hacia el norte lo llenó de melancolía. El paisaje era desigual, a veces roquero y recóndito; el Camino Verde parecía vagar por un páramo interminable barrido por el viento en busca del inefable norte. El sueño nemoroso de la tierra se extendía como una tiniebla impenetrable. Los vientos oceánicos, vagando de un mar a otro, al este y al oeste de la península danesa, barrían aquellas selvas y las condenaban a permanecer acostadas sobre el espeso sotobosque.
Llegaron hasta la frontera, el Kovirk, un muro de tierra verde sobre el que habían sido construidas algunas empalizadas. Delante, como anticipándose al Kovirk defensivo, estaba la más vieja de las fronteras: el Muro de los Daneses. Era un promontorio de piedras elevado por delante de una zanja, para dificultar el asalto de los enemigos desde el sur. La frontera, como pudieron constatar, estaba desierta. Hacía tiempo que no había guerra entre los jarls daneses y los hertugs sajones. Pero la aparición del legendario Círculo de Piedra entre los retazos de niebla, impresionó a los viajeros. Caminaron al pie de la zanja, encharcada en algunas zonas, hacia el oeste, en busca de la costa, sin penetrar en el reino danés, pues los esperaban en un vik[17] junto al mar, desde donde se daría el bautizo de aguas a Widukind, como era de ley entre los daneses. Ésa había sido la voluntad de su abuelo, Goimo Manoslargas, y nadie se atrevería a contradecir el modo como había planeado la parte de la educación de su nieto que estaba bajo su responsabilidad.
Más allá, la costa era un nuevo infierno. Angus contempló las rocas que desgarraban el pecho del mar, afiladas como traidoras espadas melladas por los evos. Desde lo alto de la colina, veía el oleaje mar adentro dirigiéndose contra los muros de piedra como furiosas cargas de caballos que reventaban sin miedo a morir, proyectando su sangre blanca hasta el cielo, donde el viento la deshacía y la arrastraba contra ellos, ya transformada en bruma gélida. Aquellas olas gigantes barrían las playas desiertas, donde una aguerrida vegetación pugnaba por abrirse paso entre viajeras dunas, que de una mañana a otra cambiaban de sitio al capricho del eterno temporal.
Quiso renegar de todo cuando vio el lugar hacia el que los dirigían. Una rada, resguardada de aquel temporal, ocultaba un par de embarcaciones de frágil aspecto. La más grande escoraba como una hoja de abedul caída en un torrente de montaña.
Los daneses los esperaban bajo un campamento de pieles. Entre todos ellos, destacaba un hombre de gran corpulencia que se volvió hacia ellos y los intimidó con su mirada. Tardaron en darse cuenta de quién era, pues la espesa barba que ya ocultaba su rostro los confundió, pero era él… Ragnar.
Widukind se quedó mirando a su primo con gran curiosidad. Como todos ellos, se sintió sorprendido por la imponente presencia del joven. Unos años mayor que él, ya mostraba toda la hombría que cabría esperarse del hijo de Yngvar, pues era una especie de gigante.
—Widukind —lo saludó Ragnar con gran solemnidad. Continuaba siendo introvertido.
Widukind levantó una mano y la puso en la empuñadura de su langsax.
—El hijo de Warnakind te saluda —dijo en medio del bramido del viento.
Se acercó a él y lo trató amistosamente, algo que gustó a los hombres de Ragnar.
—¿A dónde nos llevas? —inquirió el muchacho, dando muestras de su resuelta gallardía.
—A la Casa de los Ynglingos venidos de Gamla Uppsala, ¡Arhus!, la morada de Goimo, el Rey de los Daneses —respondió con orgullo Ragnar.
—¿Y tenemos que ir por mar? —inquirió Helglum, que oteaba desconfiado el tamaño de las olas. Borraban el horizonte, convirtiéndolo en una hosca incertidumbre.
—La corriente es fuerte a lo largo de los acantilados si nos alejamos de la costa, y recorreremos en dos días lo que otros a caballo harán en siete —respondió Ragnar.
—Prefiero ir a caballo siete días que acabar en el fondo de ese mar hambriento —protestó Helglum.
—No hay hombre que vaya a vivir con los daneses que pueda temer las olas —dijo Ragnar, desafiante.
Widukind se quedó mirándolo fijamente.
—Podemos seguir a caballo —sugirió Helglum a Widukind—. Dejad los caballos de las olas para los jinetes vikingos, señor…
—Yo montaré el caballo de las olas —aseveró el joven sajón, para perdición de todos. Angus estaba seguro de que Helglum tenía otra idea de lo que era un viaje.
Eso sólo significaba que Angus debía seguirlo, ésa había sido la orden de su padre.
Ragnar sonrió, y todo sucedió demasiado deprisa. Entraron en las aguas tormentosas. Ya mojados, treparon con ayuda de los marineros hasta la embarcación. El sol se asomó lejos, un sol nórdico y gélido, pero que dejaba escapar una luz dorada por debajo de telares de nubes tempestuosas que se agolpaban amedrentadas por el latigazo del rayo.
Una vez a bordo, los ataron unos a otros. Un vikingo calvo y nervudo, de gran fuerza y extraviada mirada, clavó sus ojos en Angus en medio del viento. ¡Era Vigi, aquel brujo sanguinario!
—¿Todavía estás vivo, hombre de las sombras? Quién sabe, quizás éste sea tu día…, ¿sabéis nadar todos vosotros?
Fue él quien se encargó de asegurarlo y estranguló los nudos con especial ahínco cuando se trató de su pie izquierdo y de su mano derecha.
—¡No quiero que te pierdas por el camino, Capucha Negra!
Se fijó con atención, para asegurarse de que Widukind era tratado como se merecía. Pero él mismo se anudaba las sogas con maestría.
—¡Aprieta esas cuerdas! —ordenó Angus al barbudo.
El vikingo le lanzó una mirada hosca.
—¡Comprueba las cuerdas de Widukind —exclamó Helglum—, pues él es el hijo de Warnakind, ya te lo digo y no vaciles, si no quieres que su padre venga como un trueno y te arranque esas barbas de buey!
El estilo de Helglum era mucho más contundente que el de Angus. Al escuchar aquello, el vikingo aseguró las sogas que apresaban las extremidades de Widu.
¿Por qué no esperar a que el tiempo amainara? La decisión de un joven guerrero siempre es impetuosa e irreflexiva. Tendrían que seguirle en medio de aquella tormenta si así lo deseaba. Los daneses, de cualquier modo, no parecían asustados, y eso les infundía cierta confianza.
Las amarras se soltaron, empujaron el langskip y el mascarón con cabeza de serpiente enfiló hacia las olas rompientes, que atravesó a golpe de remo. Ragnar llevaba el timón y miraba por encima de ellos. La nave se movió vertiginosamente arriba y abajo, y vieron con un vuelco en el estómago cómo la costa se alejaba a sus espaldas. Detrás quedaron las olas que estallaban furiosas y una explanada de espuma a la deriva por la línea de rompiente… y el mar, el mar que los arrastró rápidamente hacia su reino se enseñoreó del espacio y del tiempo que los separaban de la costa.
Fue entonces cuando los daneses empezaron a intercambiar carcajadas horribles y comentarios que sólo auguraban la ruina del barco. A pesar de la malintencionada conversación que sostenían para asustarlos, pronto fue evidente que la situación había empeorado, sin necesidad de atender a sus palabras.
Un rayo descargó su latigazo contra las nubes negras, cuyas rocas crujieron. Se escuchó un espantoso trueno, un grito de dolor, y el cielo se hizo tinieblas. Perdieron de vista la costa y sintieron la fuerza de los torbellinos tamborileando contra el asta del timón.
—El tiempo va a empeorar —aseguró uno de ellos, oteando el horizonte—. Es una travesía muy corta, pero si esperamos más nos quedaremos aquí al menos diez días, ¡y todo el mundo desea llegar cuanto antes al hogar de Goimo!
¡Ragnar, Ragnar,
Ragnar Lodbrok Ragnar!
¡Rompe el remo, Ragnar!
¡Brama el trueno, Ragnar!
Por supuesto, una vez más, y como todas las palabras recitadas o entonadas aquí recogidas carece de sentido sin el ímpetu que aquellos hombres imponían a las estrofas, cada vez que pronunciaban el nombre de su jarl, Ragnar, mientras la embarcación se dejaba arrastrar al golpe de los remos y de las olas hacia el exterior y el mar abierto.
De pronto, se hallaban demasiado lejos, perdidos en alta mar como si trepasen colinas en movimiento, masas de agua que cambiaban de sitio, crestas que parecían de hielo y que se deshacían en cortinas de lluvia al restallar a su alrededor. Sólo Dios sabe lo que Angus rezó esperando salvar sus insignificantes vidas, o al menos morir cuanto antes y sin mayor agonía que la que sufrió Jonás, lejos de la infinidad de monstruos que rugían bajo el agua, pues escuchaban sus gruñidos y el arañazo de sus garras contra la panza del barco, como si esperaran que alguno de ellos cayese para arrastrarlo hasta el profundo Infierno.
En el horizonte apareció la isla solitaria que los daneses llamaban Heligoland. El mar se embraveció y sólo pudieron distinguir una roca altísima, como un diente gigantesco, separado de una dentadura colosal que enfrentaba la furia del mar hasta donde se perdía la vista.
—¡Desembarcaremos ahí mismo! —gritó Vigi, al darse cuenta de lo que Angus estaba pensando—. El hombre de las sombras está enfureciendo las olas… ¡no debimos dejarle que subiera a nuestro barco! ¡Arrojadlo por la borda!
¿Qué importancia tenía donde tratasen de desembarcar? A los sajones les parecía imposible sobrevivir al trance.
La nave chirrió y retiraron la vela. Otra vez a golpe de remo, lucharon contra la corriente hasta que la lejana costa de la isla quedó al noroeste, y entonces viraron hacia ella y se dejaron llevar. Una costa más accesible apareció no muy lejos, pero las olas entraban en las radas de roca como demonios surgidos de las profundidades que quisiesen tragarse la tierra, y una danza de espuma y viento soplaba sobre los páramos de más allá, donde Angus creyó distinguir el fuego de las antorchas que les hacían señales.
Iniciaron la maniobra, y el langskip avanzó. El timonel gritaba órdenes en un dialecto incomprensible, propio de aquellos lobos de mar. Varios hombres habían abandonado los remos para aferrarse al extremo de madera que trataba de imponer el rumbo por encima de las corrientes. Se habían atado unos a otros y a su vez anudaron los cabos para evitar perderse en el mar en el caso de ser abatidos. Una ola repentina estalló contra el casco y llovió sobre la cubierta. Por un momento, no vieron nada. Después oyeron la voz de trueno del segundo jarl, Ottar, y Angus vio cómo Widukind corría hacia el timón.
—¡Señor…! —gritó, pero fue en vano. Y no es que su vida dependiese de la suya, como había dejado bien claro su padre, sino que temía realmente por su bienestar—. ¡Widu…! ¡Ésa es tarea de hombres de mar!
—¡Soy un hombre de mar! —gritó entusiasmado. Estaba completamente empapado y, a pesar de que una nueva cortina de agua barrió la cubierta, logró apresar el timón junto a Ragnar, a quien causó más molestia que ayuda.
Siguió el forcejeo y, de pronto, todo acabó. Miró hacia atrás y vio la línea rompiente que habían cruzado. Se deslizaban por uno de los canales que conducían a la playa, salvando una plataforma rocosa que existía casi a nivel del mar.
Escucharon el canto de los remeros, las risas de los temerarios. Ottar estaba contento y a la vez indiferente, como si para él esa clase de maniobras fuese algo tan habitual como respirar.
—Puedes salir de tu escondite —advirtió Vigi a Angus.
Chorreando agua, se puso en pie y miró a tierra. Ya estaban allí, la panza de madera fue arañada por el fondo arenoso. Las olas se alejaban de ellos, cargadas de espuma, hasta barrer una amplia extensión. Había hierba, el viento sacudía los arbustos, el cielo seguía furioso. La forma rocosa estaba algo más lejos, pero continuaba pareciendo un ente temible y sombrío.
Arrastraron el barco playa adentro, lo que no pareció costarles gran esfuerzo aprovechando el ímpetu de las olas. Una vez allí, lo aseguraron y caminaron hacia el interior. Las antorchas no estaban lejos. Detrás de unas dunas apareció la aldea que buscaban. Los lugareños salieron a su encuentro, y a pesar de no entender su lengua Angus se dio cuenta de que conocían a Ottar, a Ragnar y a Vigi, y siguieron avanzando hasta un cobertizo algo apartado.
Angus habría deseado conocer un poco mejor a aquellas gentes, pero todos fueron invitados a refugiarse de la tempestad en una especie de granero abandonado. Encendieron fuego. Trajeron cerveza y pedazos de carne desecada en el frío invierno, y peces que curaban al viento. Widukind parecía entusiasmado con la aventura. A los ojos de Angus, Widu disfrutaba de ese gusto incomprensible por el peligro, del mismo modo que sus hermanos disfrutaban de la soledad de los monasterios. Se comió y se bebió en abundancia.
—Podéis dormir tranquilos, mañana no podremos abandonar la isla —aseguró Ottar.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —preguntó el sacerdote.
—¿Y eso qué más te da? A fin de cuentas, tú no eres de los que reman… por eso tienes tanta prisa —dijo Harald, uno de los jóvenes, el de barba amarilla como hebras de oro.
Durante aquellos días, Widukind aprendió mucho sobre sogas, nudos y jarcias. Hicieron reparaciones en la playa, cosieron desgarrones en la tela. Angus pudo deambular y escogió un sendero que llevaba a los acantilados. El viento había amainado y ya no resultaba tan peligroso asomarse a los precipicios, pero Ottar les señalaba el perfil de las olas gigantes. A medida que ascendía por la ladera, podía ver con claridad el dibujo de las olas, como cargas de caballos blancos que se deslizaban al galope hacia la costa, azotándola de norte a sur y convirtiéndola en un campo de batalla. El cielo se mostraba hosco. La senda lo llevó hasta el extremo de la isla. Disfrutó del paseo por tierra firme, aunque la isla, debido a su forma, no dejaba de parecer una especie de embarcación inmensa, embarrancada en medio de aquel océano. Llegó hasta la punta y allí, por encima de los acantilados de piedra roja, contempló de nuevo el colmillo que había visto cuando se acercaron a la isla. Como un cuerno de enormes proporciones, separado de la muralla. Desde el altiplano, era como contemplar un dedo blasfemo, erigido contra el cielo, una advertencia, o incluso una amenaza sostenida frente al lejano sur. Las aves marinas chillaban a su alrededor en torbellinos arrastrados por las corrientes de aire, el vapor azotaba sus laderas, la espuma hervía en su base, cubriendo una enorme y peligrosa placa de bajíos en la que sin duda numerosas embarcaciones habían naufragado.
Volvió a la aldea, meditabundo, y cuando llegó ya había caído la noche.
Las olas no dejaron de acosar la isla hasta pasados al menos tres días.
—Si tu padre espera noticias de la corte de Goimo, pensará que has muerto tragado por el mar —le dijo a Widukind.
—Los daneses están acostumbrados a esta clase de travesías, y a veces se alargan algún tiempo —explicó el muchacho, sin mostrar duda alguna en su ánimo.
—A tu madre no le gustará —insistió Angus.
Widukind lo miró.
—Tendrá que esperar —añadió.
Abandonaron la isla tres días después, y con ello el atajo por mar sólo trajo retraso en su marcha hacia el Rey de los Daneses. La noche fue lo peor de todo. Se dio cuenta de que incluso los navegantes vikingos imploraban ayuda a sus dioses entre dientes. El mar era indiferente al golpe de los remos. Se decía que aquel hombre de mar era capaz de atravesar las aguas con los ojos cerrados, sin consultar las estrellas ni los vientos, sólo moviendo los brazos con dos remos y una venda en los ojos, pero aquel día era diferente. El mar se embravecía, una bestia hambrienta que luchaba por tragarlos.
La noche fue larga. La humedad estaba castigando su cuerpo, Angus lo notaba. Temía por los jóvenes, especialmente por Widukind. Su salud peligraba, pensó él; pero se equivocaba, porque la aventura creaba en su espíritu alguna clase de fuerza que lo libraba de todos los males que afectan a los cobardes de este mundo.
Por fin llegó la hora del desembarco, poco antes del amanecer. No supo cómo sucedió, pero cuando Vigi le hizo saltar de la barca en medio de la oscuridad y cayó en las frías corrientes, creyó que se ahogaría. Se dio cuenta de que hacía pie y corrió hacia la orilla, guiado por una mano de hierro que lo arrastraba en la dirección correcta. Cayó exhausto en la arena, pero tomó fuerzas para besar la tierra muchas veces, y rezó hasta que alguien le propinó un puntapié. Oyó cómo el langskip era arrastrado fuera de las aguas. Habían llegado.