Llegó el momento de partir hacia el norte. Widukind quedaba a su cargo, y ahora completaría su educación junto a sus parientes daneses. Así se lo hizo saber su padre. Después de aquellos años, a Angus ya le había quedado claro cuál era su condición como educador. Era un mero observador, un corrector, y le instruía tan sólo en asuntos ajenos a la cultura de su pueblo. Warnakind le hizo acudir al salón de su morada. Las piedras grises parecían más frías a principios de otoño, y el fuego crepitaba en el hogar del señor de aquellas tierras.
—Quiero que acompañes a Widukind. No te voy a pedir que des tu vida por él si algo sucediese, porque serías incapaz de luchar incluso aunque fuese tu propia piel la que estuviese en juego. Eres un inútil en el arte de la guerra. Pero haz cuanto puedas aunque no utilices un brazo armado, aunque no empuñes la lanza ni el escudo, porque si le pasase algo a mi hijo, no vivirás ante mis ojos.
Angus asintió, a pesar de que le parecía una conversación absurda y carente de sentido, pues hacía años que su vida había sido encomendada a los designios del Altísimo, y era consciente de que su vida carecía de valor para aquellos bárbaros. No dijo nada al respecto, y se limitó a seguir los preámbulos de la partida con corrección.
Gunilda lloró de verdad, como sólo lloran las madres que quieren con toda su alma. Fue ella la que le enseñó tantas cosas de la vida que los hombres no son capaces de explicar, la que lo hizo crecer tan robusto y a la vez tan sensible, a pesar de toda su agresividad, que ya se manifestaba frecuentemente con el paso de las últimas semanas.
Gunilda amaba a su único hijo por encima de todas las cosas. Angus se habría atrevido a jurar que Warnakind deseó imponer su deseo de enviar a Widukind con sus parientes daneses para separarlo de aquel amor maternal, que a los ojos de los germanos, llegada cierta edad, puede parecer pernicioso para la formación del futuro guerrero, especialmente si es hijo de un señor feudal. Gunilda había protegido a Widukind por encima de muchas leyes patriarcales. Había intentado comprar el favor de Angus para la causa del pequeño cuando éste había quedado a su cuidado, evitando que fuese severo o cruel con él; había confiado en él con mano izquierda, con permisión, tolerando su condición de educador y a la vez de obediente servidor de Remigio, cuidando que ninguna necesidad o aspereza causada por el trato de su marido pudiese generar en Angus el más mínimo rencor hacia su hijo. Pero Warnakind quería imponer su punto de vista, deseaba desvincular a la madre del hijo, y Angus pensó que había conseguido precisamente lo contrario.
Widukind había estado muy ilusionado todo aquel tiempo. Angus había visto los ojos llorosos de la madre, las chanzas de sus hermanas, los gestos de distanciamiento y frialdad entre los progenitores. Hasta la noche anterior, todo había seguido el curso de la ilusión propia de los muchachos, pero al llegar la mañana, al día siguiente, fue a despertar al pequeño señor y lo encontró ya despierto, sentado sobre su lecho, con las mantas revueltas a su alrededor, y el rostro, con los ojos muy abiertos, vuelto hacia la ventana, cuyas hojas de madera ya habían sido abiertas. Un frío glacial envolvía la cámara.
—¡Vístete! ¿Acaso quieres que los gusanos del hielo hagan agujeros en tu pecho como lo hacen en algunos quesos?
No le hizo caso. Angus lo cubrió inmediatamente.
—¿Qué sucede, joven Widukind?
Al menos entonces todavía conversaba abiertamente con el joven. Quizás era la única persona del mundo con la que hablaba sin reservas. Era como un hermano menor, como un discípulo, como… en ese momento se dio cuenta de que a pesar de su juventud… lo consideraba como un hijo.
—Widukind… —pasó la mano por sus cabellos revueltos, desordenados como la marea de un océano hambriento—, vamos, Widukind… ¿no le hablaréis a vuestro amigo Angus?
—No sé si quiero ir —dijo de pronto.
—¿Por qué? ¿Qué hay de todas esas ilusiones? ¿Y de todas las cosas que me has contado? ¿Qué hay de todas esas aventuras que íbamos a vivir juntos? ¿Acaso te da miedo el viaje…?
—No…, no tengo miedo a los dragones, ni a las serpientes, ni a los gigantes… —respondió—. Tengo…
Sus ojos se enrojecieron. Sus párpados, tan jóvenes y tersos, vacilaron. Angus nunca había visto una emoción semejante en él.
Se arrancó una palabra del pecho como con un jadeo:
—Yo…
Le miró intensamente y lo traspasó con sus ojos, azules como la gelidez de un albor sobre las olas del oeste, azules como el cristal tracio, azules, en realidad, como el cielo que se creía ver siempre al verlos…
—Madre.
Pronunció la palabra haciendo un gran esfuerzo, y tragó saliva inmediatamente después. El monje se dio cuenta de que evitaba el llanto con todas las fuerzas de su ánimo.
—Llorar no es malo, puedes llorar, Widu, puedes llorar… Dios Nuestro Señor nos hizo capaces de llorar para poder desahogarnos de las miserias de esta vida…
Su rostro se descompuso y se arrugó. Lloró en su hombro y Angus cargó con el peso de aquella gran pena. Sintió su alivio. Quizá era él el que desde hacía mucho tiempo deseaba llorar y liberarse de tanta angustia.
—¿Quién es Dios? —preguntó entre sollozos.
En ese momento, se dio cuenta del gravísimo error que había cometido. Le había hablado de Él en contadas ocasiones, y le dejaba creer el cuento pagano que equiparaba al Señor con aquel bárbaro dios de la guerra, venerado con sacrificios por toda Sajonia y más allá, en el norte y el oeste.
—Oh…, Dios es…, él está siempre contigo; cuando al fin creas que te has quedado solo, él estará contigo hasta el último momento, y puedes confiar en él… No debes jamás contarle esto a nadie, o me matarán.
—Dios, ¿dónde vive?
El niño era inteligente: sin ser consciente de ello, la curiosidad que en él despertaba aquel comentario le servía de escalera para, subiendo sus peldaños, escapar de la angustia que pugnaba por dominar su espíritu.
—Vive en todas partes, vive en nuestra respiración y en nuestro corazón…, vive…, vive en las alas de los pájaros y en el canto de las ranas. Está arriba y abajo, a todos los quiere por igual. Es amor universal.
Pareció apaciguarse.
—El cuidará de tu madre cuando tú no estés, y cuando vuelvas la encontrarás feliz y contenta, porque entonces serás un hombre: y eso es lo que ella más desea. Que te conviertas en un hombre, que dejes de ser un niño…
Después de algunas explicaciones más, Angus sintió una nueva emoción. El sol rojeó ambiciosamente, más ambiciosamente de lo que jamás había visto, y el sacerdote tuvo una nueva esperanza: pues Warnakind apartaba a su hijo de su madre, pero esta vez lo ponía en sus manos, y llegada la hora de enseñarle las muchas verdades que debía hacerle entender. Llegaba la hora de evangelizarlo y convertirlo en un buen cristiano.
Recordaría nítidamente aquellos momentos, fue como si se uniese al muchacho, como si un nuevo vigor se convirtiese en el lazo invisible que ata a los herederos de una estirpe, como si al fin sus plegarias hubiesen sido escuchadas, y vio la luz.
Aquel sol era una nueva luz. Al fin, se daba cuenta, los pasos de Dios Nuestro Señor lo conducían al lugar al que deseaba llegar: iba a evangelizar al hijo de Warnakind.
Le entregaría su conocimiento, le enseñaría lo que era indispensable que supiese. La esencia de las cosas tal como él la había sentido. ¿Qué importaba el nombre de sus dioses? Tenía que entender la profundidad del mensaje. Y lo más importante de todo: tenía que sentir el inconmensurable poder de la fe.
El sol se elevaba y el cielo ya estaba claro. Los caballos, cargados, retozaban inquietos. Widukind se despidió de su padre con la distancia de siempre, aunque esta vez Angus creyó descubrir algo nuevo en su actitud, algo que lo impresionó: cierto rencor y desconfianza que no son habituales en los jóvenes de esa edad. Widukind se había dado cuenta, en el fondo de su corazón, de la intención de su padre, del verdadero propósito que ocultaba tras la máscara de aventura con la que incitaba a su hijo a que se marchase.
Su madre lo abrazó sin reparos y lloró. Vieron llorar a Gunilda de Dinamarca, y su hijo se quedó silencioso en sus brazos, pero tan inmutable como si no existiese en él la menor inquietud.
Mientras se alejaban de su patria, Widukind escuchó los mil y un rumores de un bosque en las tinieblas de la noche, las numerosas criaturas que se mueven incesantemente, las zarpas sobre las hojas muertas, los suspiros del viento huyendo entre los árboles. Se despidieron de la patria y de la matria, y siguieron hacia el norte incierto.
Descendían a trompicones las colinas para encontrar refugio entre unas rocas despeñadas en lo más profundo de aquellos bosques de la Nordalbingia, una floresta que los antepasados habían llamado Gundalup. Ante el rigor de ciertas comidas, Helglum les dio enebrina y raíz de ácoro bastardo para tener el vientre suelto, pero aún así Angus sufrió aquel viaje, y empeoraba con el paso de los días. En los bosques de aquella región había jabalíes del tamaño de bueyes, y ellos llevaban lanzas afiladas como navajas. El canto sincopado de los bitores inundaba los campos ribereños en los páramos del Elba.
Los cisnes sobrevolaban el río, reyes de codornices gorjeaban entre el heno sin recoger de las aldeas, orquídeas carmesíes punteaban los prados como si hubiesen sido visitados por el sembrador de piedras preciosas del que hablaban los cuentos que oyó en su niñez: Widukind contemplaba todo extasiado, y en los escasos días en los que el sol se asomó para iluminarlos, la belleza del paisaje los sobrecogió. Pero todo cambió y las fronteras de su patria quedaron atrás. Tras una inhóspita tierra de nadie, el reino de los daneses estaba muy cerca.