Las conclusiones del herético concilio parecían firmes e inapelables. Los señores de Sajonia no se dividirían ante la presión de los francos, o al menos eso habían pactado una parte de ellos. La noche había acabado con cerveza y canciones, con cuentos, carne asada, promesas de nuevas cacerías, y votos de amor y de guerra. Pero las fisuras entre los miembros del consejo habían quedado manifiestas. Sólo era cuestión de tiempo que los francos se movilizasen, y en ese momento todo cambiaría.
Al día siguiente, la mañana era un cendal de niebla y las trompas de los cazadores acosaron a las bestias de la tierra. Widukind tomó parte en la caza, formando pareja con el joven Frodo, el hijo del jarl frisio llamado Brodo. Oyeron gritos no muy lejos.
—¡Ahí lo tenéis! ¡Un joven sajón!
—¡Un salvaje y un valiente es Frodo!
Frodo y Widukind se miraron, excitados como potros que aprenden a correr libres.
—¡Un sajón es el hijo de Warnakind! —la voz rotunda de Weraardt, el hijo de Ulmo, se impuso sobre los demás. Aquel hombre era realmente sobrehumano, su corpulencia hizo dudar a Angus sobre la existencia de los gigantes, haciéndola posible.
Su rostro ceñudo parecía arrugarse hacia las mejillas como la piel de un perro de aguas; en el centro, enmarcados por sus mejillas colgantes gracias a la persistente falta de expresividad, aparecían sus bigotes y el nacimiento de una hirsuta barba castaña que caía ocultando su cuello cargado de tendones.
Sus brazos se inclinaron y abrazaron la presa. La apretó contra su pecho y, embadurnándose con la sangre sin el menor atisbo de contención, sacó el jabalí de aquel trance de navajas en el que había muerto noble y ruidosamente. Widukind se aproximó. Sus ojos se abrían desmesuradamente, parecía respirar el vapor que las entrañas del animal emitían como un efluvio de inexplicable misterio. Los pómulos, enrojecidos por el esfuerzo de la cacería, hacían que el antifaz gris claro que recortaba la forma de sus ojos se destacara aún más. A menudo, la gente decía que su rostro les recordaba a algunos animales nocturnos.
La presa fue izada por el gigante Weraardt y llevada en vilo sobre las rocas plagadas de musgo y liquen hasta un calvero despejado entre la maleza. Al fondo, el valle exhalaba una corriente de vapor. La luz vibraba al atravesarla, y el sol se asomaba sobre los páramos de más allá de la selva.
La violencia crecía en el corazón del joven sajón, y aquellas amistades fundadas en ambiente de paz con los hijos de otros señores le reportarían grandes sorpresas en el futuro. Pronto debería soportar algo mucho más duro. Widukind, ya diestro en el manejo de las armas, tendría que ser capaz de luchar contra otros hombres, de imponer su voz en el círculo de los señores de Westfalia, de trabar alianzas, de hacer la guerra… y de dar muerte.
Los designios de la Orden de la Espada seguían avanzando, cumpliéndose uno a uno en la lista de quienes habían esperado el momento. Angus, por su parte, pidió perdón cada día por lo que hizo, pues estaba formando el espíritu de uno de los guerreros más poderosos que se enfrentarían a la Cristiandad en aquella edad remota y perdida de los años.
Cuando regresaron a Wigaldinghus, sus problemas con Magatha llegaron a ser insuperables. Por las noches, ella lo atacaba con sus palabras, afiladas todas ellas cual dardos de víbora. Se dio cuenta con gran tristeza de que los daños causados por su madre no fueron en vano, pues había creado otro monstruo. Su piedad y su paciencia eran el peor de los antídotos que podían serle suministrados, pues se volvieron contra el hombre. Lo atacaba, colérica, dado que su relación con Angus se había convertido en una prisión de la que no podía escapar. Ya no lo quería, sólo lo necesitaba para alcanzar sus fines: necesitaba un hombre, y el que tenía no le servía. Se veía condenada a ser la mujer que no era mujer. Gracias a su intervención había escapado de las garras de su madre, pero ahora era él quien le impedía realizar sus sueños. Los perseguía ya con violencia. Se cruzaba de brazos ante su camastro, después de un largo día de esfuerzos, y la recompensa a su cansancio era Magatha, que se disponía a arrojar sobre su conciencia toda clase de reproches. Era intolerante y maligna, y el juego se volvía cada día más peligroso, pues al darse cuenta de que él no respondía con violencia, su impaciencia iba en aumento y su agresividad crecía. De cualquier modo, una noche decidió detenerla, y comprendió que todo estaba perdido, pues su reacción fue extremadamente violenta. Trató de atacarlo con todas sus palabras. El odio la poseyó como un demonio, y no le dio tregua hasta que Angus logró huir a los establos… pues era la única forma de encontrar paz. Era consciente de que estaba convirtiéndose en algo parecido a su padre, y ella, en una réplica de su madre. No importaban las muchas razones que pudieran deducirse, su forma de entender la situación pasaba por la violencia y la ira. No encontró ni un gramo de la comprensión que depositó en ella, sólo aquel rencor que se ocultaba en su alma y que, a medida que Magatha se sentía liberada, invadía su ser, cambiándola en una nueva y despiadada mujer que desconocía.
Angus esperaba con impaciencia la hora de partir hacia Dinamarca. Necesitaba huir, huir lejos de ella y del demonio en el que se estaba convirtiendo, y aunque en ningún momento fue capaz de enfrentarse a la joven con la misma ira con la que ella lo atacaba, siempre permaneció fiel a los principios de su fe, llegando a identificarla con un demonio tentador de aquel mundo de tinieblas en el que había entrado, un demonio que se encolerizaba al no lograr alejarlo de su verdadera vocación, que se hizo más fuerte en aquellos días.