En un territorio de Westfalia conocido como Aargau, la Tierra de las Águilas, se elevaba Sigisthurg. Era la región del sur, más conflictiva por su cercanía con los francos, y representaba el bastión más importante de las estirpes vecinas a Warnakind. Una colina prominente, cuya cima encrespada de rocas se alzaba entre de los bosques del entorno, albergaba el fuerte de los señores de la región. Sigisthurg significaba algo así como «roca de la victoria», y también era el nido de las águilas. Cuando se pusieron en marcha hacia allí, Helglum, el hechicero, les señaló los montes sagrados que se alzaban ante ellos. Las selvas que contenían daban cobijo a miríadas de cuentos y divinidades.
Widukind iba acompañando a su padre hacia aquel Concilium, la reunión de los sabios. Junto a los sabios, por supuesto, se reuniría la casta guerrera. Remigio pidió a Angus que asistiese con los miembros de la Orden de la Espada. Widukind parecía absorto en oscuros pensamientos. Ahora poseía su propia arma, la larga espada forjada para el futuro, la espada de la justicia, una espada de Dios. Posiblemente desconocía el enorme poder que se depositaba en sus manos, y por el momento era mejor que no supiese la soberanía que ello representaba, pues no tardaría en rebelarse contra su padre, no por codicia hacia sus riquezas o tierras, pero sí desobedeciéndolo y partiendo en busca de sus propias aventuras. Era ese delicado momento en que el guerrero gozaba de cierta autonomía y descubría en sus jóvenes manos el vigor de un nuevo poder.
No había crecido mucho más en los últimos dos años, pero se volvía más fuerte y sus nervios estaban tensos como tendones de gamo.
—Mira esas colinas, hijo de Warnakind —le dijo Helglum. El hechicero señaló las cimas boscosas, los castillos desmoronados que la naturaleza había elevado sin orden alguno por el accidentado paisaje que vigilaba las fronteras del sur—. Mucho tiempo atrás, aquí se celebró la gran batalla, en la que Arminio derrotó a los romanos invasores. Los dioses vinieron a estas colinas y condenaron a muerte a miles de hombres. Thor despeñó las piedras, sus rayos hicieron que los árboles se viniesen abajo; otros árboles, aterrorizados, echaron a caminar, aplastando al enemigo.
Hizo una pausa.
—Los poderosos queruscos, que vivieron en estas colinas, son los hijos de los teutones, y los sajones se unieron a los queruscos hace muchos años y son sus descendientes.
Angus dudaba en silencio de que en Germania las descendencias fueran tan fáciles de seguir a través del tiempo, pues los germanos, tan dados a las luchas internas desde los comienzos de su historia, cambiaban a menudo de lugar, hasta el punto de que todos los francos, los sajones y los daneses eran primos hermanos.
Widukind miró con cierta indiferencia el paisaje. La bruma se elevaba y ya no era posible disfrutar de ninguna vista. Los bosques se sumergieron; siguiendo la hilera, los viajeros se perdieron en un mundo de tinieblas. La luz evanescente era como una aparición por encima de ellas. Pálidos fantasmas caminaban deshaciéndose en la selva.
—He decidido que ya es hora de que me marche al norte —confesó Widukind a Helglum.
—Quizá vuestro padre opine de otro nodo —aventuró Angus, a su lado.
—¿Que quieres marcharte al norte? Puedes acabar despedazado en un cubil de lobos, o en un antro de dragones… con tu anillo en la mano y más solo que una urraca calva. Pero si es eso lo que quieres… —dijo Helglum
—Sí, eso es lo que quiero —respondió Widukind sin permitir que la duda hiciese temblar su voz.
—Si quieres acabar con las manos agarrotadas y congeladas en el hielo y vivir en medio de una tormenta de nieve que no se acaba jamás, y no ver la hierba durante mucho tiempo hasta que salga el sol… Pues si es eso lo que quieres…
—Sí es eso lo que quiero… —insistió Widukind irritado.
—Y si quieres caerte al agua desde uno de esos malditos barquichuelos que llaman serpientes y acabar más morado que una albóndiga podrida, y ahogarte en 1as aguas profundas de ese mar traicionero… Pues si es ese quieres…
—Sí. ¡Sí que quiero! —la repentina ira del joven parecía satisfacer al hechicero. Acaso era eso lo que todos estaban esperando de él desde hacía tiempo, aunque Angus que lo había visto crecer desde los siete años, ya lo había advertido mucho tiempo atrás.
—Ya veo. Pues si es eso lo que quieres, no sé qué rayos haces hablando con un viejo que sólo tiene envidia de ti, porque aún puedes hacer todo lo que él nunca hizo. ¡Así que márchate! No te detengas, Widukind, busca tu destino, antes de que él te coja desprevenido y sea demasiado tarde para hacer todo eso que deseas… y no temas la muerte, porque todos los hombres han de morir, mas unos lo hacen con honor y otros sin él.
El destino te encontrará. Absurdo, pero cierto. Los sajones daban mucha importancia a esa palabra. El destino, según Helglum, debía estar escrito en una suerte de hilo invisible que pendía de cada hombre, y era tejido por brujas de infernal aspecto en un antro cavernario, perdido en los confines de la tierra. Eran sus Hilanderas de Oscuridad, tal como las había imaginado Angus durante su entrada en Germania, en la bruma que confundía las tinieblas de sus selvas, las guardianas de las Puertas de la Oscuridad. Hasta ahí llegaban los relatos de los ancianos. Para él, Dios, no obstante, debía estar por encima de todos los poderes paganos, y tuvo que luchar para dejar de formularse preguntas que versaban sobre la naturaleza del destino: preguntas que carecían de respuesta y que consideraba pecaminosas, pues no debería el hombre cuestionar lo que está por encima de su inteligencia, por ser inútil intromisión en el reino de la Divina Providencia.
Poco tiempo después, el camino comenzó a trepar una larga ladera. Las antorchas se encendieron, las trompas resonaron como aullidos. Sigisthurg les daba la bienvenida.
Westfalia se reunía en su Concilium.
La selva, ambiciosa, arañaba los muros. Se detuvieron. Una agreste pendiente entre dos sombras. Allí, el sendero descendía y serpenteaba por un lecho de piedras que las aguas se encargaban de cubrir de espuma gracias a las frecuentes lluvias. Ahora, al final del verano, las nubes se buscaban unas a otras por la desierta inmensidad del cielo. Angus se apartó ligeramente los pliegues de la capucha y sintió, al mirar hacia lo alto, la presencia de tormentosos emisarios sobre sus cabezas. Deambulaban sin rumbo aparente, hasta que se encontraron unos a otros y, cuando los caballos entraron en una intrincada espesura, la sombra del cielo fue acompañada de un temblor muy lejano.
Las ramas se movían a su paso. El, a la grupa de su vieja yegua, veía los altos caballos. Las manos cargadas de anillos y las capas de los señores de la guerra avanzaban por delante del monje sombrío, del hombre solitario de Dios. Una mano invisible acariciaba las ramas y arrancaba sus hojas. El follaje se volvía hacia ellos y el viento se levantaba en un zumbido inhóspito. Warnakind suspiraba de placer. Conocían el lugar y no mucho más tarde vieron más caballos y escucharon el bramido de un cuerno. Otro, algo más lejano y oculto, respondió desde el regazo de las colinas.
La fortaleza de Sigisthurg era una construcción de piedra al estilo de los germanos. Cierto interés por las construcciones del sur se había desarrollado en ellos a raíz de las luchas contra los merovingios, en siglos anteriores. Angus ya había visto en los territorios de la Casa de los Liudolfingios algunos de aquellos murallones de piedra tallada: los picapedreros se aplicaban durante muchos años hasta elevarlos hilada tras hilada, aunque con un desorden impropio de los buenos maestros constructores que él había visto venir desde el sur hasta las ciudades importantes de los francos, como Colonia, donde los vestigios del viejo imperio no habían dejado sino una huella duradera sobre los descendientes de los ubios.
Los sajones componían sus trabajosos muros hasta una cierta altura, y después los combinaban con enormes vigas de madera curada que encamisaban con clavos del tamaño de un brazo. Los huecos eran rellenados con barro. Las paredes, así recubiertas por esos morteros, se revestían de panales de madera, y encima arrojaban largas pieles con las que llegaban a tapizar enormes paramentos.
Sigisthurg era uno de los bastiones más importantes de los sajones en el suroeste del país que llamaron Ciénagas de la Muerte. El señor de la casa era entonces un líder de la región llamado Ulmo, junto a su esposa, la señora Erlveigh.
Unos peldaños de piedra tallada superaban el nivel del patio, sombrío bajo las ramas de los sagrados fresnos. Los restos de unos aperos de caza aparecían esparcidos aquí y allá. Angus supo reconocer el color de los regueros de sangre que salpicaban los peldaños. Supuso que las presas del festín habían sido preparadas en el interior de la sala, tras ser capturadas aquella misma mañana.
Tuvieron lugar las ceremonias y se entregaron las cabalgaduras. Los señores pudieron entrar con sus espadas, como era costumbre entre los miembros de la Orden. Widukind caminaba a la derecha de su padre. Un gran fuego ardía en el centro de la sala principal. Los hombres de Warnakind se apartaron en busca de las hogueras en las que docenas de hombres se repartían carne asada y bebían en silencio. En el interior se respiraba un aire de religiosidad. El silencio era sobrecogedor, en él los susurros se propagaban como sacrilegios. Una gran mesa redonda ocupaba el corazón de la sala. En el centro sólo había un brasero, pero no se cocinaba en él. Angus comprendió que, como en la iglesia de Remigio, allí el fuego era una presencia con significados mágicos y purificadores.
Remigio estaba allí, entre los numerosos jarls reunidos. El joven sacerdote lo vio de nuevo. Sus ojos se posaron en los suyos con gran bondad. Dominaba el círculo de la mesa con las yemas de sus dedos apoyadas en la tabla, como si presidiese la última cena.
—Angus de Wigaldinghus, un fiel pastor —Remigio se acercó a saludarlo. Era la primera vez que escuchaba su nombre en mucho tiempo. Se había acostumbrado a ser una especie de sombra entre la comunidad guerrera de Warnakind. El paso de los años no parecía dejar una huella en el rostro de Remigio. La capucha colgaba a sus espaldas. Sus hábitos oscuros, la calva de hueso claro, el aire de grandeza de su rostro y la claridad celestial de sus ojos parecían iluminarlo.
Más de una veintena de jarls y sus hijos se sentaron a compartir carne y cerveza. Entre ellos, y para sorpresa de algunos de los presentes, estaba el mismísimo Brodo, señor frisio de gran poder al que se le atribuía la autoría del martirio del santísimo Bonifacio. Según la leyenda local, Brodo había impedido el avance de la expedición del evangelizador, obligándolo a detenerse. Como aquél hizo caso omiso y lo amenazó con maldecirlo en el nombre de Dios empuñando su báculo, Brodo blandió su espada sobre la cabeza del misionero, tras lo cual toda la expedición fue aniquilada y saqueada. Angus se santiguó muchas veces al escuchar la atroz historia, y no dejaba de sorprenderse al observar el rostro de Brodo, pues era un hombre de aspecto silencioso y tranquilo. El monje conocía la bárbara inocencia de los paganos, y cómo mataban sin piedad cuando se sentían amenazados o cuando deseaban algo. Pero ¿cómo podía ser que Remigio hubiese logrado atraer hacia su credo herético a aquellos hombres? Junto a Brodo se encontraba un muchacho alto, de cabellos cenicientos, mirada vivaz, que estudiaba los rasgos de Widukind; era Frodo, el hijo mayor de Brodo. No fue una comida bárbara y ruidosa. Se bebía poco y se comía en silencio. Parecía parte del ritual de la reunión del Concilio. Varios sabios, como el hechicero Helglum, se sentaban a la mesa y aguardaban, con sus varas tatuadas con inscripciones rúnicas entre las manos, la hora del parlamento.
Al final, Remigio el Piadoso descubrió una bandeja con un pan y el cáliz de oro que Angus ya había visto en su iglesia, y éste brilló como si contuviese fuego. El joven sacerdote se acordó del Apocalipsis, y con un escalofrío pensó que aquella copa, como escribió Juan en el libro de la profecía, podría estar llena de la ira de Dios. La hizo circular y dejó que todos y cada uno de ellos diesen un sorbo y aceptasen un trozo de pan. Cuando llegó a Angus, superó sus miedos y, con la abnegación de la renuncia, tomó parte de aquella eucaristía sacrílega.
Cerró los ojos y se concentró en aquel poderoso silencio: la paz a la sombra de las espadas. La voz de Remigio lo trajo de vuelta al mundo.
—Estamos aquí reunidos para que nos adviertan de los peligros que amenazan la tierra —empezó Remigio—. No basta con compartirla, también es necesario que la defendamos de la amenaza de la injusticia.
Remigio se puso en pie y miró hacia lo alto, extendió ambos brazos y después los miró:
—Bienaventurados los que están aquí, y los que escuchen las palabras de este día, y más aún aquéllos que las guarden, porque el tiempo está cerca. Del primogénito de los muertos y del señor de los señores de la tierra, quien lavó nuestras espadas con su propia sangre en sacrificio, de él habrá de venir la fuerza que debe socorrernos cuando la esperanza se termine.
Se hizo un gravísimo silencio.
—Carlomagno, ése es su nombre. —El consejo atendía a la palabra del hereje—. Carlomagno es el nombre del verdadero enemigo de la tierra, pues pretende conquistarla a cualquier precio. ¿Nos quedaremos quietos ante su presencia, o, al contrario, nos prepararemos para salir a su encuentro?
Westfalia escuchaba la palabra de sus sabios.
—Han llegado numerosas misivas hasta los señores de Ostfalia. Carlomagno desea bautizaros a todos, reunir —los bajo una sola espada, protegeros con un solo escudo. Eso es lo que dice— habló Hessi, un señor de Engiria —no desea una guerra, aunque parece probable que la lleve a cabo si no logra lo que se propone.
—Lo que se propone sólo servirá a los cuervos y a los hijos de los cuervos —tomó la palabra un anciano—. Los sajones tendrán que defender su tierra y su agua antes de que empiecen a envenenarla.
—¿Qué quieren realmente los francos? —preguntó Remigio, y miró con tal intensidad a Angus que todos lo buscaron con sus ojos, pues entendieron que era él quien debía responder a aquella pregunta.
—Angus, vinisteis del sur y la misión os trajo hasta los confines del norte. Ahora queremos conocer vuestra opinión —dijo Remigio.
Quizá llevado por la fuerza de su espíritu, decidió responder lo que opinaba.
—Los francos desean iluminar las tinieblas con la luz que viene de Roma.
Los rumores se alzaron todo alrededor, censuradores.
—Y esa luz, ¿no ha llegado ya a nosotros?
—Hace años que vago en tinieblas, perdido, no sabría decir —respondió.
—Los francos, ¿qué desean de los sajones? ¿Iluminarlos? ¿O arrebatarles sus tierras?
Angus clavó su mirada en la mesa, y una vez más respondió lo que pensaba.
—Desconozco todas sus intenciones, sé lo que me dijeron.
—Nunca dicen toda la verdad, joven hermano, nunca. La Misión debe conquistar el corazón de sus enemigos. Carlomagno desea unir las tierras ateas, que son para él como islas dispersas en el norte, islas de falsos dioses y de paganías, y gobernarlas, someterlas, y para ello necesita eliminar a los dueños que se opongan a sus idearios entre los enemigos.
—Siempre hemos vencido a los francos en la frontera —dijo Warnakind.
—Pero se han vuelto tan fuertes… los francos no eran capaces de enfrentarse al norte cuando fueron dominados por los reyes merovingios, y los reyes merovingios jamás fueron capaces de unirse con decisión para imponerse. Ahora tenemos un enemigo más peligroso: la unidad a la que los Mayordomos de Austrasia sometieron al reino, y Carlomagno, su último heredero, controla con una sola mano un vasto territorio.
La leyenda y el ambicioso sueño de los Mayordomos no les era desconocida. Incluso allí, tan lejos, se había escuchado el nombre de Wulfoald, de Arnulf de Metz, y de otros tantos Mayordomos cuando empezaron a ser más poderosos que los mismos reyes merovingios. Era harto sabido que Carlomagno, nieto de los herederos de la dinastía de los Mayordomos de Austrasia, tenía un sueño, un sueño grande y poderoso que había pasado por encima de la división del trono ante el testamento de su padre, Pipino el Breve. Su sueño estaba encaminado a unificar las tierras de Europa para frenar el avance del Islam, sí, pero también a gobernar por encima de todos los enemigos adversos a su corona y a su tradición. La evangelización era un pilar fundamental de su concepción del poder político. Roma bendecía la ambición del Reino.
—Carlomagno no se detendrá hasta que someta al pueblo de los sajones.
—No todos piensan igual —añadió Hessi.
—No todos vivimos en el mismo lugar —respondió otro duque. Sus pajes sostenían su escudo tras él: una hoja de roble negra sobre fondo verde.
—¿Quieres decir que, si se está más cerca de la frontera, es mejor unirse a ellos? —inquirió Ulmo—. Durante años nos hemos enfrentado en Westfalia a los francos y jamás conquistaron Sigisthurg. ¡No lo harán en el futuro!
—La alianza de los sajones debe ser dura como la piedra, versátil como el acero, implacable como un filo recién templado —recitó Warnakind.
—Hermosas palabras…, pero… ¿de qué servirá todo eso si los francos se movilizan contra nosotros? Miles de caballos pesados son los que cabalgan en sus huestes, no podremos enfrentarnos a ellos. ¿Alguien ha oído hablar de Poitiers? —Hessi parecía nervioso. De todos los duques reunidos, parecía el más reacio a la influencia de Remigio.
—La batalla de Poitiers…, allí Carolus, el abuelo de Carlomagno, aplastó a las hordas que venían del lejano sur —dijo Remigio, como recordando lo sucedido.
—Deja que te hable de la batalla de Poitiers —un anciano se inclinó junto al fuego, cansado. Los fuelles habían perdido toda su magia y las llamas languidecían. Las manos rugosas del sabio se extendieron hacia ellas, ávidas de calor.
—Allí el Mayordomo de los Francos, el hijo bastardo de Pipino, Carlos el Martillo, se enfrentó a las fuerzas del Islam. —Remigio siguió relatándoles lo sucedido—. Los magrebíes habían invadido Aquitania, en aquel entonces territorio independiente, y los francos no dudaron en ir en su busca antes de que ellos se decidiesen a avanzar hacia el norte. Notable es que los francos vencieron sin caballería, a pesar de que el invasor los triplicaba. Pero las armas pesadas y los compactos batallones, la abigarrada fuerza de los francos, rompieron las líneas y los ataques de Abdul Rahman, quien también murió en combate… Este hecho fue decisivo para la victoria de los francos.
La ominosa forma de Remigio pareció propagar de nuevo su sombría aura, y el poder devastador de sus palabras, como lo definiera Alfredo, su secreto discípulo, ante los oídos de Angus, cayó sobre los señores de la tierra:
—Peticionarios y testigos que se inclinan ante un dios llamado Carlomagno, que además emulará a los dioses del pasado, a los romanos, haciéndose pasar por emperador de un nuevo imperio territorial y religioso. Dominación para los sajones, eso es lo que les espera. Hora de que les caiga un yugo sobre el cuello y de que dejen de ser como son libres. Hora de que se arrodillen ante la soberbia de un señor que desea dominar la tierra hasta su último confín en el norte —recitó acompasadamente.
—No dudamos de la grandeza de sus ejércitos —explicó Warnakind, y en ese momento miró desafiante a Hessi— pero tampoco la tememos. Quizá tú sí, pero nosotros no.
—El temor es la columna de su poder, si el miedo se convierte en el gobernador de nuestros espíritus, los sajones perderán su tierra. ¡Elevad vuestras espadas!
A la llamada de Remigio, algunos de sus jarls más fieles tomaron sus espadas y las empuñaron, alzándolas por encima de sus cabezas. Hessi los imitó, aunque no con aquel ímpetu y decisión.
Las puntas de las espadas señalaron hacia lo alto. Un nuevo poder cobraba forma en las tinieblas. Widukind parecía extasiado. Empuñaba su espada y la alzaba junto a su padre. Al parecer, el carácter místico del ágape y la importancia de cuanto allí se trataba había calado en su alma como una lluvia persistente que se cuela hasta los huesos. Aquello revestía una importancia sin parangón alguno para la vida del muchacho. Sin darse cuenta, había aprendido algo, que marcaría el destino de su vida.