Los sajones se defendían con su arma preferida, el sax. Utilizaban diversas formas de sax. Widukind había pasado muy rápido de la hoja pequeña al langsax. Ésta era tan larga como el brazo de un adulto, pero incluso entre los adultos no era el arma favorita. Los sajones se ejercitaban con varios de aquellos cuchillos de larga empuñadura. Llevaban dos e incluso tres, por lo que se burlaban de sus peores enemigos diciendo que un sajón siempre valía por dos francos. Durante los largos y crueles años de la guerra de Austrasia, los sajones demostraron que su manejo del sax les permitía duplicar ventajas, pues eran capaces de lanzar uno en plena lucha, dando muerte a un enemigo y salvando a un compañero, y antes de que aquél se hubiese clavado en el objetivo ya empuñaban el arma gemela. Las cargaban en tahalíes cruzados de piel, bien curtidos, hechos a la medida de cada guerrero, para mejor aprovechamiento de su constitución. Pero Widukind estaba siendo preparado para la más noble de todas las armas, el arma de los señores. No es sólo que las espadas fuesen más costosas que los puñales de guerra, además su uso no era común. La larga espada, de raigambre germánica, la spatha antigua, la que manejaron según los cuentos aquellos legendarios queruscos que se enfrentaron a la luz de Roma, era un arma misteriosa entre los sajones. Los sajones, emigrantes desde el norte, desconocían la técnica de su manejo, salvo entre los círculos de la élite dominante, la casta guerrera.
Angus se dio cuenta con ello de que el símbolo de la cruz había tenido una significación especial para los miembros de la Orden. Los seguidores de Remigio estaban siendo aleccionados no sólo en el misterio y lectura de un símbolo, sino en el culto a un arma que era considerada todopoderosa por razones diferentes a las más mundanas.
Entendió entonces algo que le había pasado desapercibido durante todo aquel tiempo. La Orden de la Espada… Ese nombre no había sido elegido por Remigio, sino por quienes lo escucharon. Él la había llamado sencillamente Orden de la Cruz, pero quienes vieron la cruz imaginaron enseguida una espada, una larga y noble espada, un arma que no formaba parte de su ideario bélico… y estaba clavada en la tierra. Y les pareció una manifestación de poder, por cuanto significaba ser digno de arrancarla de la tierra después de haber sido clavada allí por algún poder superior que Remigio el Piadoso llamaba Dios, y que para ellos también se llamaba Odín. El mito, a pesar de todo, era salvaje todavía.
Los Señores de la Tierra, los duques y líderes, eran expertos en el manejo de la espada germánica. El uso de la espada larga había sido habitual en siglos anteriores, entre muchos de los pueblos bárbaros que combatieron el afán civilizador de Roma. Era tradición hablar de las largas espadas germanas en contraposición a los gladios romanos.
Remigio importaba un símbolo y, a la vez, desenterraba una tradición ancestral propia entre los germanos pero ajena a la cultura sajona. Ni siquiera los daneses amaban especialmente la espada, preferían las lanzas y, sobre todo, las hachas. Todos veneraban los escudos, es cierto, mas sus escudos, como se ha mencionado en otras líneas, eran generalmente más ligeros que los escudos francos, pues trabajaban maderas nobles y duras revistiéndolas de engrudos cocidos con pieles y óxido de cobre.
El sajón era un guerrero ágil, ligeramente armado, aunque mortífero, experto valedor de las características de su armamento. Los francos creaban ejércitos más pesados y poderosos, mejor organizados, sin lugar a dudas, pero lentos. La espada era, al contrario, el arma de los señores.
A pesar de que su mente estaba desbocada por el suceso, Widukind mejoraba día a día en el manejo del langsax. Sus armas se mellaban rápido. Los instructores de aquellos jóvenes les obligaban a manejarlas a dos manos, volteándolas por encima de sus cabezas. Aprendían a cimbrar sus cuerpos para aprovechar el peso, antes de cortar el aire. Muchas de aquellas pruebas se hacían con armas de madera. Pero también practicaban con verdadero acero. En varias ocasiones, Widukind tenía que pasar una mañana entera con las manos atadas a su langsax, en la posición de combate. Días en los que debía debatirse contra compañeros y troncos secos casi sin pausa, hasta caer extenuado. Los muchachos desfallecían, pero una enorme energía los dominaba al inicio de aquellos ejercicios. El deseo de poder estaba en su naturaleza, y el poder sólo venía a sus manos a través de las armas. Como rezaban todos sus cuentos y leyendas, no existía héroe alguno que no manejase un arma legendaria con maestría.
Había días en los que eran castigados a permanecer atados a sus langsax de madera hasta que caía la noche, y esos días se intensificaban en primavera, cuando los chicos se volvían más traviesos e intranquilos. Improvisaban auténticas batallas. Los adultos apenas prestaban atención. La única prohibición estaba en el acero; si los palos, los langsax y los escudos carecían de filo y eran de madera, todo valía. Angus pudo ver a menudo a niños con graves heridas en la cabeza, con las cejas abiertas, sangrando sobre sus rostros. Los vio con fuertes golpes en todo el cuerpo. Y a pesar de ello, seguían y seguían y seguían… cegados por alguna clase de furia y de anhelo de poder que resultaba desconocido para el sombrío instructor.
Cierto día, su discípulo regresó algo más tarde de una de aquellas reyertas. Ragnar ya no estaba con él y había tenido que aprender una dura lección. Ingelbert había llegado demasiado tarde para socorrerlo. Algunos de los muchachos, celosos de su condición y mayores que él, aprovecharon la ausencia de sus aliados en el improvisado campo de batalla para darle una verdadera paliza. Tenía la cara amoratada, el labio inferior abierto. La ceja derecha, hinchada y convertida en un muñón de sangre, le daba un aspecto monstruoso. La sangre apelmazaba un penacho de su ahora larga cabellera rubia.
—Pero ¿quién te ha hecho esto?
Nadie esperaba que Angus hiciese esa pregunta, absurda para aquel pueblo aguerrido. Se encontró con la severa mirada de su padre, que le recriminó sin decir palabra.
Nadie dijo ni hizo nada en su favor. El chico estaba dolido, y no solo físicamente. Le dolía el alma; su orgullo y dignidad habían sido ofendidos. Gunilda lo compadecía, y anticipaba el dolor de una madre que ve marchar a su hijo hacia un sangriento campo de batalla.
Se acercó a él y quiso atender sus heridas, pero observó algo inaudito en Widukind: su rechazo. Jamás había hecho algo así. La apartó firmemente. Su madre lo miró, como quien descubre un gato salvaje donde esperaba encontrar un pequeño cachorro. Los ojos de Widukind, extremadamente abiertos, sus labios comprimidos, temblorosos, no ya por el dolor, sino por la rabia. Su padre se asomó a la cámara en la que tenía lugar la escena. Los sirvientes se detuvieron en sus quehaceres, y observaron ya sin disimulo alguno.
Widukind cogió su langsax de madera, pretendiendo no haber visto a su padre o al menos ignorándolo completamente, y lo hizo pedazos con un furioso golpe contra la pared, acompañado de una terrible manifestación de odio que enrojeció su rostro. Su madre retrocedió, confusa. Widukind se sentó en una silla y se quedó mirando el suelo, ensimismado, de pronto absorbido por la contemplación de un abismo que se había abierto ante él y que para todos los demás era absolutamente invisible.
Warnakind apartó gentilmente a su esposa e hizo una señal a Angus, que significaba que vigilase al muchacho, pero que no interviniese ni de hecho ni de palabra. Antes de marcharse, se acercó y miró a su hijo largamente, y dijo con duro aplomo:
—Ya sabes qué es lo que tienes que hacer la próxima vez, hijo. Y no esperes que nadie vaya a hacerlo por ti. Olvida lo que no hagas en su momento, porque rara vez tendrás la oportunidad de enmendarlo.
Algunas semanas más tarde, volvieron a visitar el templo de Remigio. La capilla estaba acabada. Los arcos se sostenían por encima del espacio cerrado. Para Angus fue como reencontrarse consigo mismo después de mucho tiempo, pues el lugar, aunque pequeño, representaba una profunda religiosidad, y el joven sacerdote pudo sentir la proximidad de la fuerza y de la providencia.
Acompañó a Widukind hacia la ceremonia que debía convertirlo en caballero de la Orden. La capilla escondía una fragua. Aquella veneración del fuego era pagana. La Orden de la Espada trazaba un paralelismo entre la Cruz y la Espada que desembocaba en lo místico y, como Angus debió de imaginar con anterioridad, su templo de culto era el lugar idóneo para forjar las armas de divino poder.
—¡Por los hijos de Ivaldi! —susurró Warnakind.
Los herreros mencionaban a menudo ese nombre, Ivaldi, durante sus chanzas y trabajos. Al parecer, se trataba de una deidad enana que había habitado en las grietas de la tierra oscura que germina al pie de las míticas Montañas de Fuego, donde junto a su prole era capaz de producir las manufacturas metálicas más maravillosas del ideario pagano.
—Dicen que el fuego de Ivaldi fundía las piedras…, ¿por qué no me enciendes una llama igual? —solía repetir el herrero a alguno de sus ayudantes cuando, soñolientos, iniciaban las tareas diarias.
Ante todo, las barras de hierro endurecidas al carbón eran soldadas en paralelo, alternadas con barras de hierro blando que habían sido retorcidas en espiral a ambos lados, para componer los filos. La hoja al rojo era martillada y, más tarde, enfriada en un barreño de agua en el que previamente habían sido disueltas virutas de fresno y, a ser posible, una infusión de corteza de este árbol.
Filigranas, volutas y formas rúnicas que sólo era posible ver cuando se echaba vaho sobre la hoja: esos detalles eran añadidos en medio de la más laboriosa de las tareas; luego se labraban unos surcos en el eje central, «canales de sangre», para evitar que la espada se quedase enganchada en la carne de un enemigo. Fue fascinante para Widukind arrojar el vaho caliente sobre la hoja, para descubrir las volutas y rizos, el azul y la plata que surgían del metal como por arte de magia, y el propio reflejo que la superficie emitía, al mirarse en el espejo de los sueños: era la hoja recién templada de un joven héroe.
Los herreros les habían mostrado el arma con que Widukind sería investido caballero de la orden secreta. Pero Remigio aún no había aparecido. Vieron el altar de piedra, el paño blanco que lo cubría, y un cáliz de oro que resplandecía en el centro. Detrás del altar, donde tendría que estar la iconografía de la santa cruz, se erguía una columna con dos brazos. Era una hermosa talla, semejante a la del árbol sagrado que había presenciado el asesinato de Girárd, cuando Angus llegó por primera vez al templo subterráneo de Remigio. La columna estaba cargada de inscripciones latinas y rúnicas, y toda ella incluía la forma de la Pasión de Cristo, del sacrificio de Odín. Una lanza aparecía clavada en el costado de la columna de madera. Un reguero de sangre seca, procedente de los sacrificios que allí se celebraban, enturbiaba las muescas de las heridas por todo el cuerpo representado de Cristo.
Widukind miró el cuerpo del sacrificio, y tras sus recientes experiencias en el amor y en la lucha, tras los golpes recibidos, pudo entender una parte de la profundidad del mensaje.
Al salir de la capilla, los gritos de los bitores, de paso siguiendo a las bandadas de codornices, goteaban entre los arcos arbóreos de la segunda bóveda que cubría el templo herético, y era como si lo que había sido convertido en piedra para su eternización hubiese vuelto a esa vida infinita que se multiplica a través de las generaciones de la naturaleza.
Varios de aquellos silenciosos guardianes de Remigio vigilaban una humareda: allí se preparaba el carbón, a partir de troncos hacheados cuya quema se evitaba cubriéndolos con espesos mantos de helechos y turba. Los hilos de humo escapaban por detrás, ascendiendo hacia la tenebrosa bóveda de la selva, como si desde las entrañas de la tierra una bruma emergiese para ocultar la presencia del templo de Remigio.