VIII

No volvió a verla durante mucho tiempo, y se preguntó si aquélla había sido la última vez que la acariciaría. Deseaba tanto volver a hacerlo como encontrarse con su hermano y devolverle el golpe con creces, pero ambas cosas parecían, por el momento, inalcanzables.

Se enfureció y tomó el caballo negro de su padre, una joven bestia a la que llamaban Walwint. Y cabalgó con la fuerza desbocada de aquella hermosa bestia hasta los confines de su comarca, hasta el páramo y las colinas que, encadenadas y revestidas de árboles, se levantaban para ofrecer una vista del ducado de Wigaldinghus.

Desde allí, podía detener su mirada en el paisaje de su infancia, en cada detalle de la tierra de los sajones, que ondulaba hasta las vegas del Hunte, las intrincadas selvas de Westfalia, plagadas de osos, gamos y jabalíes, y escuchar el canto de las manadas de lobos que saludaban la llegada de la luna desde las cuevas de las montañas, donde despertaban el reposo de los héroes del pasado, cuyos espectros de niebla y vaho volvían a cabalgar por las húmedas praderas en busca del mar del oeste, envueltos en el rugir del viento.

No mucho tiempo después, llegó la noticia.

No soportaba el dolor que le producía oírla. Swanhild había sido desposada. Todo era culpa de aquel hermano codicioso. Sólo deseaba cerrar el matrimonio cuanto antes para su propia conveniencia.

No hubo respuesta alguna. El chico respiraba entrecortadamente. No eran las heridas lo que le dolían, por supuesto que no. Aquello que vieron sus ojos y por lo que se compadecía a sí mismo no tenía nada que ver con aquello que realmente le dolía de verdad.

Apartó al sacerdote de un empujón y abandonó la casa como una nube de tormenta. Su madre miró a Angus, y éste supo que debía seguirlo fuera a donde fuese.

Quería cabalgar hasta el fin del mundo y arrojarse desde los altos abismos que le había mencionado Vigi en sus cuentos, cuando le hablara de los fiordos del oeste, de las inconmensurables grietas de agua que se adentraban en la tierra abrupta. Deseaba cabalgar hasta ese lugar y saltar con su caballo al abismo. Pero en lugar de eso llegó a las colinas, donde el animal comenzó a jadear, angustiado. Le dejó trotar y calmarse, y una vez en la cima, se apartó de la bestia y se cubrió el rostro con las manos… y sintió el relámpago de la cólera. Habría cortado por la mitad el cuerpo de Sigisbrun, el hermano de Swanhild, y habría cortado por la mitad el cuerpo de su propio padre.

Caminaba como una sombra en medio de la noche, hacia la colina. Al cabo de un rato, llegaron a la cima.

El valle oriental, arrasado por las lluvias torrenciales, se ocultaba a la luz de relámpagos aislados que hacían más negra la oscuridad de la noche. El horizonte, desvelado fugazmente por aquellos fucilazos de tormenta, mostraba su ominoso rostro. El río, convertido en un ancho mar a causa de las inundaciones, fluía ondulado bajo el zumbar del viento, y sólo entonces quiso emerger la luna de hueso labrado entre penachos negros, y su luz plateó aguas y corrientes que vagaban a la deriva, agrisando las nocturnas selvas germanas, donde cantaban los lobos.

El viento había vuelto antes de lo que esperaba.

Aquel viento estaba allí otra vez, y le recordaba que había hecho una promesa. Una promesa a Swanhild. Tendría que ir en su busca, matar a su hermano y traerla consigo. Empuñó su langsax de acero y sintió que todavía le faltaban fuerzas para manejarlo con la destreza que todos esperaban de él, y sobre todo con el vigor que aquella situación requeriría. Matar a hombres robustos como troncos de tejo no era trabajo sencillo para un muchacho de catorce años.

Lloró de rabia, y apretó los dedos con tal fuerza alrededor de la empuñadura que llegó a clavarse sus propias uñas. La lluvia azotaba su huesuda figura, y esta vez Widukind prometió al viento venganza por primera vez en su vida.