VI

Widukind recordaba la figura de Swanhild, sus gráciles brazos; sus ojos de niña, salidos de un cuento, se volvían más merovingios en la adolescencia, y un denso aroma envolvía la presencia de la joven mujer, que continuaba siendo una niña tras aquellas pronunciadas curvas que enardecían el corazón del joven.

Fue al contemplar el despertar de aquel amor en su joven pupilo, que era casi como un hermano para él, cuando a Angus se le hizo más claro el distanciamiento que existía entre su mujer y él. No amaba a Magatha como ella lo deseaba, ni como Widukind deseaba a aquella joven.

No importaba la hora del día que fuese, allí estaba Widukind, pasmado ante la visión de la niña. No importaba que sus cabellos, oscuros como hilos desentramados a la luz de una luna errante que rompe entre las nubes de la noche, colgasen desordenados alrededor del recogido que ella se hacía descuidadamente en la nuca, sobre una trenza de complicadas crucerías que sólo su madre sabía urdir. No le importaba que no vistiese como una princesa de los altos señores de los daneses, y que calzase aquellos zapatos de piel de becerro manchados de barro en el camino de los juegos, sólo necesitaba ver los ojos de Swanhild para volverse loco de alegría y necesitar tocarla y abrazarla con el pretexto de una fingida pelea que terminaba con alguna bofetada por parte de ella.

Los peligros del amor se cernían sobre Widukind como las alas de un águila que desciende con vuelo irrefrenable. A Angus le bastaba con advertir la intensidad de esas fuerzas, y cómo el amor existía y era inspirado por el Altísimo, para constatar que él mismo no lo sentía del mismo modo.

Mientras así se desplegaba aquel desfile de gran belleza entre los jóvenes, el odio crecía en el corazón de Magatha. No sólo se había olvidado de su familia, sino que ya sólo era capaz de pensar en el enorme dolor que él le causaba. Angus se dio cuenta de que la hacía sufrir, pero no podía hacer nada, estaba atrapado. La fidelidad hacia su fe era equiparable a la lealtad hacia sí mismo. No quería que aquel viaje al corazón de las sombras fuese capaz de deformarlo, y las frases pronunciadas por Alfredo se convirtieron en un desafío con el que convivía año tras año… Las circunstancias adversas no conseguirían cambiarlo, asumiría el destino sin perder su convicción en la fe verdadera. El era un misionero.

Por todo ello, Magatha lo despreciaba y lo amaba a la vez, y sin duda gran parte de la alegría original de su nueva condición había desaparecido en ella. Era una mujer amarga. Pero él no deseaba compartir el lecho con ella, no quería ser padre, no quería romper sus sagrados votos. No lo haría bajo ningún concepto. Se interrogaba sobre la naturaleza de aquel rechazo, y deseaba saber si sólo era una actitud devota o si en realidad había algo en ella que le impedía aproximarse a su cuerpo. La angustia ante aquella situación alcanzó un grado insoportable, y Angus tuvo que abandonar aquella cámara que había sido la suya. Se mudó a un rincón del establo, algo alejado de los animales. Se procuró paja y algunos harapos, con los que trató de evitar en vano la plaga de las pulgas. Muchos se rieron de él, pero quienes lo conocían mejor respetaron su pasiva obcecación. Warnakind lo interrogaba con su mirada, sin obtener respuesta alguna, salvo el silencio o la visión de la persignación, aunque para él eso era la ejecución de la forma de la espada señalando los cuatro puntos cardinales. El duque sajón pensaba que, a fin de cuentas, Angus era, como Remigio, uno de aquellos espíritus que blandía su espada con los brazos del alma, sin tocar el acero, y era consciente del extraño valor que ello encerraba para el presente y, sobre todo, para el futuro de Sajonia. No todas aquellas espadas estaban en manos de Carlos, aquel a quien ya empezaban a llamar el Grande.