La atención de Angus se centró en el cometido que el destino le había entregado, y que entendía como el más importante de todos: la educación de Widukind. El misterio de aquel viaje lo había situado junto a aquel niño, y Angus se preguntaba si ésa era la verdadera voluntad de Dios. Así deseaba creerlo. Con sutiles palabras, trataba de atraer la atención del joven hacia la luz de ciertas ideas, distrayéndolo, con gran esfuerzo, de las bárbaras costumbres que ocupaban sus vidas. La encrucijada en la que se habían encontrado parecía contener la clave de su destino. Deseaba escapar hacia delante, atravesar las nubes de la incertidumbre para desvelar el secreto. El Ángel Oscuro y su Hombre de las Sombras caminaban juntos hacia alguna parte, como el viajero y su sombra, inseparables. Tenía que saber por qué Remigio los había elegido, por qué Dios los había unido; tenía que saber si realmente la Misión de la Espada se concentraba en un futuro no muy lejano, como la construcción de aquella iglesia, la cual, aunque pagana, le había devuelto una gran fuerza en su fe. Un día tras otro, empujaba a Widukind hacia una educación más variada, esperando que la luz se abriese paso hacia su alma.
Exigió a su discípulo que leyese algo de griego y le instruyó en las lenguas y acentos del gran reino franco, ya que su padre deseaba que no fuese un ignorante frente a la lengua del enemigo. Era importante que esto no trascendiese en demasía, pues los jarls sajones concedían un valor incalculable al respeto de sus costumbres, todas ellas orientadas a intensificar la fiereza de sus guerreros, su sentido de la propiedad territorial, el dominio de la tierra y sus vínculos hacia ella. Se trataba de una formación que en ningún momento era entendida como un rebajamiento, sino como una estrategia, una más, elevada y superior, reservada a algunos de los elegidos y planificada desde el templo de la Orden de la Espada. Remigio el Piadoso armaba los espíritus de sus hombres evangelizados a la manera en que él entendía el mensaje de Cristo. Pero aquella convivencia de creencias, aquel oscurantismo en la enseñanza, perturbaban al educador. Tampoco podía hacer nada. Como Magatha, su mujer, era un secreto oscuro e incierto.
Widukind aprendía rápido, aunque el estudio no era de su agrado, como es habitual en todos los niños, salvo raras excepciones. Prefería la espada de madera, que ansiaba cambiar por una de acero. Warnakind y otros hombres eran cuidadosos con ello. No era raro caminar por el pueblo y encontrar a algún joven al que le faltaba una oreja o algún otro que mostraba cicatrices en brazos y piernas. Llevados por el empeño, el juego con las armas marcaba a muchos de aquellos muchachos, y eso no era, al contrario de lo que se pueda creer en un pueblo tan belicoso y bárbaro, un signo de vergüenza en la infancia, pues de todos era sabido que sólo atestiguaba una mala educación para la guerra, impartida por los progenitores de quienes lucían las secuelas de estos accidentes.
Fue en aquella época, cercano ya el verano, cuando tuvo lugar el encuentro. Se habían alejado por el camino que iba al sur, y se encontraron con la extraña comitiva. Varias mulas transportaban a los viajeros. Arrebujados en sus mantos de viaje, harapientos y negros, iban en busca de cierta aldea en el suroeste.
—Remigio nos dio permiso para unirnos a la Misión.
Era alto, vestía de un modo extraño, y aunque sus ropas no eran rigurosamente negras, lo primero que Widukind pensó era que se trataba de uno de aquellos hombres de las sombras que, como Angus, había logrado materializarse y caminar a la luz del día, con gran sacrificio de su esencia mágica.
No llevaba barba. La severidad de sus angulosas facciones, así como el raquítico aro de pelo que circunvalaba un cráneo por lo demás tan calvo como el trasero de un asno viejo y enfermo, ofrecían un extraño espectáculo para ellos, que estaban acostumbrados a hombres de rostros barbados, cejas pobladas y largas cabelleras trenzadas por devotas manos femeninas.
—¿Y la casa de Wigalding?
El tono de aquella voz, áspero y cortante, no agradó a nadie.
—Wigaldinghus está cerca, pero nada tenéis que hacer allí, pues el emisario de Remigio en esa patria es Angus, con quien ahora habláis.
El extranjero escrutó a Angus. Ya se había acostumbrado a eso y, a diferencia de años atrás, soportó impertérrito su indagación. Con el tiempo había llegado a creer que el único misionero de aquella región era él, a pesar de todo.
—Mi nombre es Ergus, venimos de Aquitania. Cruzamos el reino y seguimos en busca de Remigio, a quien encontramos tras mucho vagar por los caminos.
—¿Cómo supisteis de él?
—¿Remigio? Oh, muchas voces mencionan su nombre en los monasterios, hermano… —El extranjero descendió de su mula y habló con soltura. Angus agradeció el tono de su lengua, el franco de las bibliotecas y monasterios, pues le recordaba a Metz.
—El hermano Alfredo de Durham me habló de él y también… de Angus de Metz.
Angus sintió un extraño vuelco en el corazón. Hacía ya mucho tiempo que se creía solo y olvidado del mundo en aquellas tierras remotas, ¡pero Alfredo estaba vivo, y hablaba de su misión…!
—Yo…, yo soy Angus, hermano.
—Lo imaginaba… ¡Bendito sea el Cielo! Nosotros queremos continuar viaje hacia Engería, hacia la Casa de Hessi, como nos dijo Remigio…
—Podéis pernoctar en Wigaldinghus —propuso Angus. Necesitaba escuchar algo sobre aquel mundo que había quedado a sus espaldas; demasiados años sin saber nada del Reino.
—Nos quedaremos, nos hará bien, llevamos tres días sin comer nada decente.
Era Ergus. Un misionero convertido en maestro de niños, otro de los educadores de Remigio el Piadoso. Al verlo no pudo menos que detenerse en sus rasgos. Delgado, enjuto. Su ayudante era un joven sumamente asustadizo que no se atrevía a mirar a nadie a los ojos. Poco después, Angus sabría que se trataba de un huérfano al que nadie había querido. Lo había encontrado por el camino, lejos, en Aquitania. Lo que aparentemente podía parecer un acto de piedad, pronto le pareció sólo de conveniencia, pues Ergus lo trataba como a un perro al que llevaba atado de una correa.
Una vez junto al fuego, en una de las dependencias apartadas del thing donde les concedieron permiso para pasar la noche, entablaron una larga conversación.
Ergus lo miró.
—Wigaldinghus parece muy tranquilo.
—El duque hace la guerra lejos —respondió.
—Sabia decisión.
Siguió apurando el cuenco de caldo. Pidió más. Estaban realmente hambrientos.
—Vamos hacia la aldea de Hessi, Hessinghus, al noreste siguiendo el Camino Verde. Me esperan varios niños. Deben ser educados como Remigio propone.
Había algo en la forma de pronunciar aquella frase que despertó el recelo de Angus, pero no supo descifrarlo a tiempo. Si lo hubiese hecho habría ahorrado muchos males, muchísimos y profundos males, pero no fue así y simplemente siguió hablando con normalidad.
—Hessi es un guerrero singular, lo he conocido —observó.
—Remigio me encomendó a su protección.
Se decidió a interrogarlo.
—¿Cómo llegasteis a Remigio?
—Yo… hui del sur y me di cuenta de que mi fe podía ser más útil al norte. Así fue. Había oído hablar de la Orden y de la Misión de la Espada. Busqué a Remigio por la ruta que me indicaron, y cuando nos detuvieron los sajones en un bosque sagrado, con un cuchillo en la garganta a punto de abrírmela, pronuncié su nombre y eso me salvó la vida, luego me llevaron ante su presencia.
—Habladme de los francos, hace años que no sé nada de ellos —pidió solícito—. Os lo suplico.
—No es necesaria súplica alguna, hermano —Ergus se limpió los labios con la manga y siguió—. Los hijos de Pipino el Breve y de Berta, Carlos y Carlomán, van a ser ahora reyes de los francos.
—¿Los dos?
—Al mismo tiempo, así lo ha anunciado el monarca. Compiten, luchan, se reparten los ejércitos, ansiosos por arrebatarse el poder… Los francos parecen muy empeñados que nunca en volverse contra los sajones. No son pocas las voces de los altos cargos de la Iglesia, enviados por el pontífice, que señalan hacia el norte con inquietud. Los sajones ocupan todos los planes de ambos competidores, y parecen desear una guerra inmediata contra este pueblo. Y la guerra llegará.
Escuché con atención.
—Las luchas contra los aquitanos y los gascones han tenido un final sangriento, y tanto Carlomagno como su hermano cosecharon victorias entre los rebeldes a la voluntad de los monarcas francos. Lupo, duque de Gascuña, fue desterrado a un monasterio tras deponer sus armas, amedrentado ante la fuerza de su oponente, a quien ya empiezan a llamar Carlos el Grande.
—Pero Austrasia sigue en paz, ¿no es así?
—Mientras los francos combatan en las fronteras, habrá paz en el corazón del reino. Aún así, habéis de saber que en Austrasia se teme a los sajones. Los fracasos de las misiones, que nunca volvieron, siembran de miedo la frontera, y la cosecha del miedo suele ser sangrienta, hermano. No hace tantos años que tuvo lugar el último enfrentamiento, y en esa ocasión los sajones casi vencen a los francos, humillándolos en su propio territorio. Es por eso que el nombre de Remigio de Reims, el misionero renegado, como lo nombran, es demasiado conocido. Tarde o temprano, vendrán en su busca.
Angus se quedó callado, mirando las llamas.
Un ruidoso joven interrumpió la cena:
—¡Quiero ser un poeta errante, cantar la gloria de los dioses…! —para sorpresa de Angus, se trataba de Gilbrandt. Había crecido desproporcionadamente; a pesar de sus trece inviernos, el amigo de Widukind era mucho más alto que los demás.
—¿Por qué no nos ofreces una muestra de tus cantares? —le pidió Ergus con una indiferencia gélida.
Gilbrandt se puso a recitar con sorprendente destreza una vieja tonada de la región que Angus ya había escuchado con anterioridad, pero que aquel joven había tenido la audacia de personalizar en su afán por convertirse en escalda:
He visto los campos labrados:
Hoy el cuervo canta canciones antiguas
Que los hombres y mujeres ya han olvidado.
Nuestro anciano hoya la tierra: He visto su silueta arder al ocaso,
Cuando el sembrador arrojaba las semillas del mañana.
La aguja de oro del sol relumbra:
La he visto urdir el telar de las nubes,
Cuando las madres cosían el cuero y las bardas.
Widukind apareció detrás, junto a Ingelbert. Ya no echaban de menos a Ragnar, que había vuelto a su tierra tiempo atrás, pero se acercaba el momento en que Widukind tendría que ir a la corte de los daneses.
Los ojos de Ergus observaban a alguien de un modo extraño, y, al seguir su dirección, Angus advirtió que se fijaba con gran detenimiento en la niña Swanhild. Widukind la seguía a todas partes, y ella le seguía a él. Los ojos de Ergus parecían contar uno a uno los cabellos oscuros de aquella jovencita de gran belleza. Angus supuso que aquel mundo le resultaba nuevo y extraño después de convivir en las estrictas reglas del mundo franco.
No volvieron a hablar y la sala se vació. A la mañana siguiente, Ergus y su ayudante partieron temprano y no volvieron a saber de ellos por algún tiempo.