Acababa de leerlos, cuando ella apareció junto a la puerta de la cámara; lo miraba con ojos diferentes. Había conocido esa ansiedad de su mirada al cruzarse con sus familiares, en varias ocasiones, pero nunca clavándose en sus ojos.
—¿Qué sucede?
—No me deseas. No quieres hijos de tu mujer.
Se quedó como hecho de piedra, indefenso ante una espada invisible… Inocente y estúpido, ¿cómo había creído que ella no le exigiría lo que cualquier otra mujer?
—Mi fe me impide acercarme a mujer alguna, yo elegí los votos de Dios.
Como era de suponer, Magatha no lo entendió. Un abismo los separaba y él no era capaz de cruzarlo para llegar junto a ella.
Le sorprendió entonces la insistencia de sus peticiones. No estaba dispuesta a ceder, y a partir de ese momento la duda se apoderó de Angus. La discusión, a pesar de ser silenciosa, se alargó, y le resultó difícil atajarla. Ella se daba cuenta de que cedía a muchas de sus pretensiones, de que era débil, y él empezó a darse cuenta de algo que le traería graves dificultades.
La felicidad parece basarse en la imitación. Angus veía a Widu cortar el aire con sus espadas de madera, y sabía que deseaba hacerlo tan bien como su padre. Veía a su mujer suplicarle la unión carnal, y sabía que deseaba tener hijos como las demás mujeres… Se imaginó a sí mismo imitando a Cristo, y se sintió, por primera vez en muchos años, realmente perdido.
Perdido en el valle de oscuridad de la vida. Tenía que convertirse en algo que no deseaba; o él mismo iba en contra de los designios del Altísimo… O acaso, pensó, el Altísimo le concedía una compañera para que él siguiese otros designios, apartándolo con bondadosa y severa mano del camino trazado… o tal vez él era un cobarde que deseaba, por encima de cualquier otra cosa, ser algo que no era… un ególatra, un hereje de su propia vida, un renegado de lo que el buen Dios le profesaba.
Lo atribuyó a la presencia de aquellos dioses tenebrosos, de aquellos rituales terribles, de aquellas fuerzas que brotaban de la naturaleza y que eran adoradas día y noche, de aquel sincretismo promulgado por la Orden de la Espada, por la aspiración de los señores de la tierra… Todo eran excusas. ¡No podía!
Angus sufrió, y ella, además, empezó a mostrarse distinta.
No eran pocas las noches en las que lo castigaba con su inconformidad, hasta que la ira de la joven hizo acto de presencia.
Se dio cuenta enseguida: ella empezaba a odiarlo por no satisfacer las expectativas de su felicidad, y él empezaba a despreciarse a sí mismo por quedarse allí, en medio de aquel erial de la vida, en medio de la nada, en tierra de nadie. Lejos de Dios y del camino recto que él mismo había elegido por inspiración; y también lejos de ella, incapaz, a pesar de dormir a escasa distancia, de concederle lo que le suplicaba ya con rabia, ser un hombre, un padre para sus hijos…
Por otro lado, algo en él se revelaba, ¿por qué debía convertirse en lo que ella necesitaba? ¿No le bastaba con la ayuda que le había prestado? La había rescatado de las fauces de un dragón; ella había sido menos que un perro en el seno de su propia familia, ¿por qué ahora se lo recompensaba de tal modo? ¿No era él digno merecedor de su comprensión cuando ella lo había sido de la suya? ¿No merecía él su compasión cuando él mismo la había sentido hacia ella?