A partir de ese día, Angus se dedicó a Widukind con mayor intensidad. Era un muchacho salvaje y su instructor temía por su joven corazón. Aunque con el tiempo llegó a pensar que eran miedos infundados, pues los corazones de las personas se exponen a menudo a aquellas pasiones que son capaces de tolerar, y lo que a algunos les parece exagerado y terrible, para otros es como el pan de cada día.
Su alumno hablaba poco y era educado para la guerra. Observó sus ejercicios de espada durante muchas mañanas. Su padre lo trataba con severa impaciencia, como suele hacerse con los hijos queridos de los líderes de un pueblo. No le permitía errores pero veía con buenos ojos, aunque secretamente, que Widukind lo contradijera y que quebrantase sus estrictas reglas. Era un signo que auguraba la capacidad de independencia de un líder. Y en eso Warnakind era diferente a otros padres que Angus conocía y trataba: muchos de ellos extenuaban a sus hijos con tal grado de exigencia, que anulaban su personalidad, convirtiéndolos en réplicas de ellos mismos que más tarde eran incapaces de tomar sus propias decisiones sin contar con el beneplácito de sus antepasados. Pobres hombres los que resultaban de tal educación. Warnakind era más inteligente que los demás señores. Si Remigio había llegado a contar con su máxima confianza, eso era porque ambos habían coincidido en inteligencia, a pesar del mucho mal que ello representaba, pensaba Angus, para la verdadera cristiandad.
De cualquier modo, Widukind no era un mal alumno, si consideramos que quien cayó en sus manos era más parecido a una fiera que a un niño. Silencioso y huraño, tenía un espíritu intrépido y vivaz, y para desgracia de muchos enemigos, como más tarde podrá saberse, sumamente sagaz. Todo lo que Angus había leído sobre las altas inteligencias que anidan en el cielo y proyectan sus virtudes en hombres santos de la tierra, se tambaleó como debió de hacerlo en el corazón de Remigio cuando comprobó la gran habilidad de algunos de aquellos jóvenes. La barbarie no estaba reñida con el ejercicio del pensamiento, y se aplicaban cuando sentían la necesidad de hacerlo, y esto es algo en lo que el padre de Widukind insistía hasta la saciedad. Mejoraron los ejercicios del Quadrivium, practicaron el latín y lo leyeron a diario, a pesar del desdén que el muchacho demostraba con creciente y preocupante violencia, desde el punto de vista de su instructor.
Fue por aquel entonces cuando volvió a encontrarse con él. Remigio había iniciado la construcción de un templo en las inmediaciones de sus bosques. Angus se despidió de Magatha, que había dejado de llorar todos los días, e inició un viaje junto a Warnakind que los condujo hasta aquel bosque profundo, que hacía años no visitaba.
La iglesia crecía lentamente. Remigio había pedido que estuviese lista para el decimoquinto aniversario del nacimiento de Widukind. A pesar de todas sus reticencias, Angus debía doblegarse a sus peticiones. No entendía las secretas razones que rodeaban aquel viaje, pero Remigio quiso quedarse a solas con Widukind, que ya no era tan pequeño. Con sus doce inviernos, Widu había cambiado mucho desde que lo conociera. Sabía defenderse tanto con el latín como con la espada, el sax y el hacha; sabía acosar a las bestias y darles muerte, era capaz de encender fuegos, trepar a los árboles, fundir metales y hacer escudos. Y además, Angus le contó historias sobre las que hubiese sido imposible que él, de otro modo y sin su presencia, hubiese sido instruido. Supo de la Antigüedad y de los tiempos de los romanos; supo de Cristo y de su sangriento calvario, de su piedad y de su amor hacia todos los hombres, le habló de la obra del Hombre, sin tratar de borrar la presencia de sus tenebrosos dioses, sin dejar de recordar la crucifixión y el sacrificio de Odín.
El templo que estaba siendo erigido en las profundidades de la selva no era demasiado grande. No resultaría sobrecogedor a cristiano alguno que viniese por los caminos de Roma, recorriendo las grandes abadías de los Alpes, por ejemplo, o las sagradas iglesias que se elevaban por la Aquitania. Pero resultaba de una ambición inusitada que fuese construido en piedra y según los modos antiguos y desconocidos para los sajones.
Los grandes pilares ya habían crecido hasta aquella altura donde los arcos debían empezar a obrar el prodigio de la curvatura. Las cuerdas elevaban en vilo pesadas rocas que recortaban arduamente. La capilla tenía ocho costados, y sólo uno de ellos, el que se oponía a la entrada, albergaba una luz. El suelo estaba cubierto de losas cuadrangulares que se buscaban unas a otras, y al fijarse en ellas Angus pensó que trazaban algún dibujo complicado, como una espiral de caracola que desaparecía en el centro, extinguiéndose en sí misma. Pero había demasiadas herramientas tiradas, bancos de madera, cuerdas y aparejos que dificultaban su visión.
Al salir contempló la presencia solitaria del templo, y se santiguó sin miedo alguno. Las hiladas de piedra se sucedían en la oscuridad del bosque. Los picapedreros de los duques benefactores venían desde varias de las aldeas de los alrededores. Al parecer, Remigio los instruía con sus propias manos, pues ése era un arte arduo y poco conocido entre los germanos, tan acostumbrados normalmente al trabajo de la madera.
Se decía que Warnakind elevaba un gran templo para los dioses. Angus, sin embargo, sabía que Remigio deseaba elevar un templo para Dios, para su Dios todopoderoso, fuera cual fuese su nombre; estaba absolutamente convencido de la nueva Orden segregada, a pesar de la condena a la herejía, necesitaba un espacio de piedra que impresionase a los señores sajones. Si Dios deseaba un brazo armado en la tierra, ello requería una Orden más poderosa, capaz de llegar a seducir el espíritu de los bárbaros, atrayendo y uniendo sus fuerzas.
Warnakind reconoció en la cruz sólo la inversión de la espada.
Ése era el Misterio de la Orden. Angus pudo leerlo y releerlo entre las notas de Remigio, tiempo después. A través de esa visión, la barbarie encontraba un nexo con sus divinidades, y el sufrimiento de Cristo manifestaba un nuevo significado. Pero todo era en vano. Él seguía fiel a sus convicciones y, a medida que pasaban los años y se amoldaba a su vida exterior, en su interior se convencía más y más de que aquella herejía no tendría buen fin.
Para los bárbaros, el misticismo había sobrevenido al entender que la cruz era en verdad una espada clavada en la faz de la tierra, una espada ensangrentada con el quebranto de un hombre, Cristo, castigado por la severa fuerza de un dios vengativo e inapelable. Esa interpretación había convencido a su espíritu. Cristo y Odín se sacrificaban para alcanzar un poder sobrehumano, a través del quebranto se justificaba la magia del poder, de un poder que era la usurpación hacia el poder superior, y Dios, el grande, era una providencia temible y opresora. Cristo y Odín eran el ejemplo del hombre terreno dispuesto a enfrentarse y a usurpar, incluso, el poder superior cósmico que carecía de rostro aunque era poseedor de miles de manos hacedoras, el precursor del destino que oprimía los destinos humanos: la omnipotencia frente a la limitación del libre albedrío del hombre y de la mujer.
Como muchos otros grandes señores sajones, eran conscientes de la conversión al cristianismo, siglos atrás, de los merovingios, y de la fuerza, auge y declive de sus estirpes.
Los poderosos señores de la antigua Germania seguían fieles a sus dioses, pero no habían permanecido indiferentes a los sacros misterios de la Santa Cruz. Las espadas sangrantes y los misterios de oro que goteaban el crúor de un profundo poder habían tocado su imaginación, y la Misión de la Espada había prosperado gracias a la capacidad de Remigio de proyectar sobre ellos aquella herética visión. Sólo había necesitado a un jarl suficientemente ambicioso e inteligente entre los westfalios para encontrar el apoyo necesario, y ése había sido Warnakind, y su antepasado, el ya fallecido Wildakind.
Remigio se quedó a solas en la soledad del templo inconcluso. Warnakind y su hijo esperaban no muy lejos, en la entrada de las cavernas. Los trabajadores se habían marchado, los guardianes desaparecieron. Remigio se subió a un banco de madera y extendió los brazos. A Angus le pareció, al mirar hacia lo alto, que los muros de la capilla continuaban subiendo en forma de árboles, y que la intrincada trama de sus ramas era la bóveda que sostendría el misterio de aquella orden. Por un momento, pensó que el ensayo de la piedra era una ordenada imitación de una bóveda natural que existía por encima, más allá de sus intenciones.
—La enseñanza de Dios es profunda. Sus designios no pueden ser escrutados —dijo Remigio—. ¿Conoces la palabra del dios tenebroso, cuando fue sacrificado por su propia voluntad?
—No… no la conozco.
Su voz recitó las siguientes palabras:
Sé que colgué en un árbol mecido por el viento nueve largas noches herido con una lanza y dedicado a Odín, yo ofrecido a mí mismo, en aquel árbol del cual nadie conoce el origen de sus raíces.
No me dieron pan, ni de beber de un cuerno, miré hacia lo hondo, tomé las runas, las tomé entre gritos, luego me desplomé sobre la tierra.
Conoce las runas y aprende los signos, los caracteres de gran poder, que tiñó el tulr supremo, que los altos poderes hicieron y el señor de los dioses grabó.
—Un árbol del cual nadie conocía el origen de las raíces. Tan hondas son…
Angus se quedó callado. Remigio era consciente de la lucha interior que lo dominaba. También se daba cuenta de que no deseaba dar su brazo a torcer, no quería dar por muertos los principios de su fe.
—Una Orden no puede promover una guerra vengativa en el nombre de Dios —dijo Angus.
—Eso es lo que llevan los francos haciendo desde hace siglos.
Descendió del improvisado púlpito y lo miró como sólo él era capaz de mirar.
—Los francos recibieron el apoyo de Dios cuando se sometieron a sus leyes, hace siglos —repuso el joven.
—Sigue educando a Widukind —le pidió.
—Ya es hora de que me marche, Widukind es mayor, no me necesita, ya sabe lo que tiene que saber de mí, no hay nada más que pueda enseñarle. Quiero marcharme.
—No es el momento, querido Angus; Widukind te necesita ahora más que nunca. Espera algunos años más, después podrás irte y seguir tu camino. Es posible que Widukind haya aprendido muchas cosas, pero ahora eres tú el que tendrá que aprender otras.
Trató de oponerse, pero no lo hizo con toda la fuerza con la que habría sido capaz de hacerlo tiempo atrás: estaba ella, su mujer. No podía dejarla allí, no podía abandonarla. Se preguntó si lo seguiría en el caso de que quisiese marcharse, pero ¿qué haría con ella? Se dio cuenta de que no podía marcharse, y renunció a aquella idea una vez más con amargura.