El banquete se celebró al salir las estrellas. Familias notables y humildes se reunieron alrededor de Warnakind para rendir homenaje a alguna divinidad que santificaría los frutos de sus tierras. La familia del herrero Eisenbrandt también estaba allí, Angus pudo contar a sus tres hijas y tres hijos. Magatha no se había presentado, posiblemente para satisfacer a su madre. Sin embargo, la vio entrar en la sala más tarde, cuando los cuernos rebosaban y las leyendas de los dioses paganos volvían a contarse.
Angus había insistido aquella mañana en que debería asistir al banquete. Se inmiscuyó en las costumbres de aquellas gentes, incitándola a buscar su libertad y a sentir el amor de los demás en aquella especie de misa bárbara, y confió en la posición ambigua que le otorgaba ser el educador del hijo del duque sajón.
Casi le pareció escuchar el golpe y percibió el grito de dolor como en su propia boca. En medio de aquella confusión no tuvo importancia. Pero las mujeres se apartaron, y Angus pudo ver a la joven Magatha con las manos en la cara. Su boca chorreaba sangre cuando Angus se acercó. Y su madre gritaba como poseída por el diablo. Algo había hecho mal, al parecer. Pero la madre había bebido y en la aldea se sabía lo que eso significaba. Esta vez no supo qué había pasado, pero perdió los estribos y su ira escapó como un caballo que rompe las riendas. Quizá fue culpa de aquel asado, porque su cobardía era la propia de los hombres entregados a la fe, como dicen los que empuñan el acero glorioso y sanguinario que domina este mundo; ese asado de los bárbaros sajones es rociado mil veces con bebidas fermentadas de las que nublan la razón, y él había comido con inquieto apetito, a la espera de la llegada de Magatha. Se acercó y escuchó los gritos de aquella mala madre.
—¿Qué me has dicho? ¿Qué me has dicho esta vez? ¿Cómo has podido mentir así a tus hermanos?
Los gritos estaban llenos de una violencia con la que ni siquiera los animales deberían ser tratados; la fuerza de aquellas palabras se desplomaba sobre Magatha como el torrente de un arroyo caudaloso que la ahogaría. Vio los ojos encendidos de aquella mujer, ¡cuánto poder envilecido había en aquellos aros verdes que arrojaban una mirada de diabólica serpiente! Las mujeres asistían con curiosidad a la riña, pero ninguna se atrevía a interponerse. Había golpeado a su hija con una vasija en los dientes, y el golpe había producido un efecto inmediato que tiñó de roja amargura el llanto y la alegría del atrevimiento de la muchacha. Los hombres no reparaban en lo que sucedía, pero le pareció advertir, entre los cuerpos de las mujeres que se arremolinaban alrededor, la mirada seria del marido, que no miraba a su hija ni a su mujer… sino a Angus.
Pues sin saberlo, y guiado por la justa voluntad de Dios, en ese momento su brazo se había alzado, y su mano había apresado la nervuda muñeca de la matriarca antes de que volviese a golpear a su hija en un arrebato de demencia. Sus ojos lo atravesaron, envenenados, el torrente de sus ofensas se detuvo. Las mejillas se encendieron de cólera.
Había estado a punto de volver a pegar a su hija, cuando la mano de Angus la detuvo con firmeza. Y aquella acción se reveló un instante después, a pesar de lo largo que hubiese parecido ese instante sacrílego. Ella lo sabía, lo comprendió más tarde, no podía consentir que un momento tan ignominioso se prolongase, estaba poniendo en duda su autoridad.
La mujer lo increpó.
—¿Golpeas a la mujer de un herrero de los wigaldingios? —gritó con astucia, para llamar la atención.
Los llantos de su hija y la sangre que se desparramaba por su barbilla saliendo de sus encías y dientes rotos no amedrentaron a la autora del crimen.
—¡Cállate de una vez! —el grito demonizó a su autor: pues era la voz de aquellas bebidas, que habían alterado su buen juicio de monje devoto. Entonces la empujó, y cayó ella hacia atrás en brazos de otras mujeres—. ¡Apártate, pestífero demonio! ¡Bestiola del Infierno!
Los hombres se detuvieron. Warnakind, su señor y el señor de todas aquellas gentes bárbaras, pareció más sorprendido que enojado.
La mujer fue más rápida que él, se recobró y lo golpeó con gran fuerza, de tal modo que logró arañarle la mejilla derecha, igual que un gato salvaje. Sintió un agudo dolor en la cabeza, y deseó por vez primera en su vida ser un guerrero y tener la impía indiferencia con la que se siega una cabeza, pues aquella mujer era una criatura del infierno.
Los hombres se rieron, ella se abalanzó sobre él con la misma destreza con la que lo hacía cuando pegaba a su marido.
Pero no bastó, y no olvidó el cristiano su indignación, quizás alentado por los humores de aquellas bebidas: se enderezó bajo la lluvia de golpes y, con la mano abierta, abofeteó aquel rostro iracundo y temible; la mujer, arrastrada por el certero golpe, giró hacia la derecha con un suspiro de dolor, que en realidad era propiciado por la vergüenza. Dolor en su orgullo era lo que sentía, dolor de su afán de dominio, puesto en duda de la manera más sorprendente por el hombre más indigno de la aldea, un extranjero encapuchado, un hombre de las sombras, un esclavo de Warnakind, la niñera de un noble.
Angus se creyó hombre muerto. Lo que acababa de hacer transgredía los límites de aquellos hombres sombríos. El, un emisario de Remigio, venido del sur, había golpeado a una matriarca de la aldea, madre de siete hijos y esposa de un sagrado herrero. Warnakind se aproximó. Se creó un gran silencio expectante. Los rodeaban. El marido lo miraba, enfurecido; la mujer estaba tan fuera de sí, que tuvo que ser sujetada por varios hombres, entre ellos Hellbrandt.
—¡Mi marido exige justicia! —gritó la perturbada mujer.
—No puede exigir justicia el que no es capaz de hacerla —se defendió Angus, asustado, pero dispuesto a hablar antes de morir si era el caso. Sintió verdadero miedo, temblaba, y no podía dejar de mirar a todos aquellos hombres—. Y yo no he oído que pida justicia —añadió, pues verdaderamente el marido no había dicho palabra alguna, ni siquiera se había atrevido a inmiscuirse en la reyerta.
El herrero respiraba entrecortadamente.
—Esta mujer golpea a sus hijos como si fuesen animales… muchos lo sabéis; esta misma noche he visto cómo rompía la boca de ésa la que es su cuarta hija… —habló en voz alta—. ¿Qué justicia viene ahora a exigir ese herrero? ¿Qué clase de padre sajón teme tanto a su propia esposa? —preguntó con astucia—. ¿No es acaso un cobarde? ¿He de venir yo, un despreciable educador de niños, a educar a su esposa?
La mujer siguió rabiando y lo insultó y lo increpó, pero el marido estaba paralizado por la acusación, quizá gracias a la presencia de las pruebas. Magatha seguía en el suelo, con el rostro cubierto por las manos, sangrando y sollozando. Era ajena a lo que sucedía a su alrededor, su sueño había sido despedazado una vez más y, cuando eso sucedía, perdía la noción de la realidad.
Si el herrero le hubiese dado muerte a Angus en ese momento, no habría pasado nada. Pero era un cobarde, mucho más cobarde que el sacerdote cristiano. Todos lo sabían. Y lo que es peor, todos sabían que cuanto Angus decía era cierto.
Eisenbrandt miró con desprecio a su hija, con el más grande de los desprecios con los que un padre pueda mirar a su propia hija; tomó a su mujer con ayuda de sus hijos y la arrastró fuera del banquete.
—¡Que no vuelva a mi casa! ¡Esa hija no es mía! ¡Es una loca!
Angus sintió cómo la amargura atravesaba su garganta; trató de arreglar sus hábitos. El herrero gritaba así cuando estaba suficientemente lejos, para aplacar la furia de su mujer, sólo para satisfacerla y evitar su ira en el hogar. Muchos se rieron de él.
La joven lloraba de un modo tan amargo que es imposible describirlo. Su rostro, que siempre parecía tan ajeno, salvo cuando sonreía mostrando algunos de sus torcidos dientes tan francamente, estaba deformado por el dolor. Algo dentro de ella se había roto. No era el golpe que acababa de recibir. No era su boca, ni los dientes arrancados por el castigo injustificado de su madre. Era un dolor mucho más profundo, una punta de acero clavada lentamente durante larguísimos años hasta el fondo de su ser, con la que había aprendido a convivir, hasta que aquella noche se había movido, lacerando su alma. Su corazón estaba roto.
Angus sintió cómo sus entrañas se encogían. Qué poco amor había sido concedido a aquella criatura… que sin embargo parecía ser capaz de percibir el verdadero y gran Amor que está presente en el mundo gracias al hálito del Altísimo durante los días de la Creación, pensaba él. Sólo desprecio, ignominia, escarnio, y el sacerdote sabía que el enorme desprecio de toda su familia la hería profundamente, un desprecio que procedía de quienes debían haberla querido, y a los que, a pesar de todo, había tratado de satisfacer día tras día siguiendo las locas, brutales exigencias de la madre… «Mundo cruel, mundo de sombras en el que vagamos, perdidos hasta el último de los días, esperando ser agraciados con una sola caricia de la divina mano de la Providencia». Pero no fue capaz de inclinarse a socorrerla, simplemente presenció el desolador espectáculo, volviendo en sí rápidamente.
Entonces se encontró con los ojos de Warnakind. Sonreía de un modo enigmático. El corazón de Angus latía como el de los ciervos acosados por aquel temible cazador que había conocido en los páramos del norte de Engiria, a la busca del oso. No sabía si lo atravesaría con su langsax o si lo abrazaría fraternalmente, ni siquiera cuando apoyó su gruesa mano en su endeble hombro.
—Un hombre… —murmuró, sorprendido—. Éste es un hombre.
Tragó saliva, la muerte parecía alejarse de él con una torva sonrisa, sin quitarle ojo.
Otros guerreros lo miraban con indolente curiosidad y reticente aprecio. No parecían comprender nada de lo que había pasado. El estaba seguro de que los guerreros bárbaros carecían de alma, como le habían explicado antes de emprender la misión.
—Tendrás que casarte con ella —dijo su señor.
Se convirtió en piedra como bajo el ensalmo de un encantamiento. Ése era un sacrilegio que iba en contra de su fe, él velaba secretamente por su alma y seguía el camino marcado como discípulo de Dios, él mismo lo había elegido y abrazado con fuerza.
—Oh, gran señor de estas tierras… —le suplicó—. No puedo casarme con ella… —susurró.
—¿Por qué no? —bramó su señor, iracundo—. ¿Qué crees que será de ella? Ha sido repudiada por su familia y por su padre, nadie puede acogerla en su hogar… Ese herrero no me ha pedido justicia contra ti —sonrió— y no sólo porque es un cobarde, sino porque sabe que posiblemente no se la habría concedido. No te habría matado por detener la mano de esa bruja de Loki… pero la hija ha sido repudiada. ¿Quién crees que querrá casarse con ella? Nadie… La despreciarán… de modo que si deseas ayudarla deberás casarte con ella. Yo celebraré el banquete en tu honor, en mi casa, y a partir de ese momento será tu mujer, y podrás protegerla y yacer con ella, pues eso es, al parecer, lo que tanto deseas.
—Sí… —dijo Angus confusamente—. No yacer…, deseo protegerla.
Warnakind estalló en una risa atronadora.
—Está bien… ¡Te casarás con ella!
Al día siguiente, fue escoltado por el propio Warnakind hasta los aposentos del herrero. La madre de Magatha no quiso verlos. Ya se habían enterado por otras lenguas más rápidas de lo que sucedía. Angus fue a recoger las pertenencias de la joven, siguiendo el ritual de aquel pueblo. Le entregaron su cubo completamente lleno de excrementos de caballo y cerdo. Allí, mezclados con la porquería, iban algunos harapos despreciables. Gente enferma, pensó el sacerdote. Deseaba acabar cuanto antes. Warnakind se quedó mirando el cubo y después lo miró a él. Angus iba a tomarlo por el asa, cuando la pierna de su señor se extendió rápidamente y apartó el cubo de una patada, desparramando su contenido entre las piedras del umbral de aquella casa maldita.
—Tu hija se casa con este hombre al que yo protejo bajo mi casa.
Eisenbrandt lo miró con desprecio, fijamente.
—Puede casarse —dijo, avergonzado y lleno de miedo.
Eso fue todo.
La boda se celebró y recibieron algunos presentes. Widukind regaló a Magatha un ramo de flores silvestres. Parecía extasiada por aquel acontecimiento. Era evidente que no terminaba de dar crédito a cuanto sucedía; pero su recuperación sería lenta. La joven se trasladó a sus humildes aposentos. Angus repartió aquel espacio y preparó otro camastro con paja limpia para ella. Sería justo con aquella que se había convertido en su esposa, pero le dejó claro que no compartirían el lecho, algo que en el fondo debía resultarle agradable. No tendría que soportar en modo alguno la presencia de un hombre que se había convertido en su marido sin siquiera pedirle permiso.
Respetó su mutismo, e intentó dejarla sola cuando quiso llorar en aquella habitación, donde permaneció durante varios días sin salir a ver la luz del día. Angus pidió que le llevasen comida y procuró que contase con lo indispensable para vivir tan dignamente como él lo hacía. Tuvo la esperanza de que la lejanía de su madre pronto produjera algún alivio en la joven.