Angus volvió a verla después de aquella cacería. De nuevo por casualidad, en una ocasión inesperada. Como un fantasma que sólo él parecía ser capaz de distinguir en la vida del pueblo. Tal vez ése era otro de los rasgos que le atrajeron de aquella mujer; no la mujer en sí. El cristiano se identificó en algunos aspectos con ella. Ambos eran en aquel mundo como dos intrusos a los que la realidad cotidiana no prestaba atención, a los que nadie les dirigía la palabra. Estaban al margen de la vida pagana, y él se preguntaba por qué ella permanecía tan apartada de un mundo que era el suyo.
El hombre de negro interrogó de nuevo a Guldwyn, y se sorprendió, al enterarse del trato que la madre dispensaba a todas sus hijas. Era una mujer violenta y extraña. Cuando supo de quién se trataba, en las contadas ocasiones en las que podía verla, se fijó con especial interés. Se ocupó de algunos asuntos del herrero Guldwyn, y gracias a ello pudo entrar en contacto con el herrero Eisenbrandt, el segundo gran artesano de Wigaldinghus. Eisenbrandt era habilísimo, pero no parecía en absoluto interesado en las ceremonias o los misterios y se dedicaba a los útiles más cotidianos. Junto a sus hijos, producía cubos, herraduras, guantes de cuero, algunas cotas de malla. Angus aprovechó las pocas oportunidades que tuvo para hablar con él, pero era un hombre hosco que siempre se mostraba desconfiado con el extranjero. Le resultó más fácil entrar en contacto con su mujer. No le gustaba su mirada al hablar. Escuchó cuentos locales, y se enteró de que algunas noches huía desnuda de su hogar y corría por los alrededores. Después parecía completamente serena, y seguía ejerciendo su gran poder matriarcal. Su marido era un hombre inteligente, uno de los más hábiles que la región había conocido, pero no parecía gozar de ascendente alguno sobre su esposa.
Angus pedía perdón a Dios por la terrible afirmación, pero resultaba evidente que ella estaba loca. Lo comprendió al ver la forma en que trataba a sus hijos.
Tiempo después, habló con algunos lugareños que confiaron en él. Se enteró de que la extraña mujer había deseado en su juventud tener sólo tres hijos, pero quedó embarazada por cuarta vez. La hija nació con graves dificultades. Le aseguraron que la mujer trató de evitar el embarazo, de librarse del cuarto nacimiento. Odió a la criatura desde que estuvo en el vientre, iluminada por la gracia que todo lo ilumina incluso en las más hondas tinieblas. Finalmente dio a luz. La niña era aquella joven en la que se había fijado. No parecía pertenecer a la misma familia. Sus ojos, no obstante, eran grises como los del herrero, que la despreciaba igual que su madre. El poder de la madre era tal, que había conseguido dominar por completo a su entorno; odiaba a su cuarta hija, a pesar de que después había dado a luz a dos niños más y a otra niña. Pero aquélla, la cuarta en nacer, era la que había roto alguna idea de esas que se vuelven fuertes como cadenas en las mentes de los que se extravían dentro de sí mismos. Era una loca, lejos de la cordura y del amor, pero en su locura era capaz de dominar con tal efectividad, que pocos hombres se habrían atrevido a interponerse en su camino.
El se fijaba en la joven de los ojos grises: trabajaba diligentemente, realizaba algunas de las tareas más duras, y rara vez la veía con sus hermanos. Los mayores parecían sentirse superiores al resto de la prole. El punto de vista de la matriarca había sido sembrado en sus espíritus, ninguno de ellos era consciente de su propia identidad, como criaturas únicas creadas por Dios, sino que se comportaban cual marionetas en esos teatrillos que los juglares son capaces de montar en las cortes de los reyes, sólo para satisfacerlos hasta que, ahítos de vino y asado, se duermen distraídamente en los brazos de la peor de las concubinas. No eran sólo los sentimientos que ella despertaba en Angus los que obligaban al cristiano a pensar en tal desigualdad, pero la injusticia existe, lo saben todos los seres que han caminado por la tierra, y aquella joven había sido torturada por su madre desde antes de nacer. Cuando tuvo conocimiento de todo eso, su inclinación hacia ella sufrió un cambio decisivo, y fue la piedad lo que lo llevó a sentir algo indescriptible y nuevo hacia ella.
Dormía a menudo en el establo; la veía salir muy temprano, cuando él se dirigía hacia los aposentos del señor Warnakind. Debía instruir al hijo de otro hombre, y estaba condenado a ser testigo del maltrato que recibía aquella joven… en algunos momentos quiso cambiarlo todo y renunciar a su fe; unirse a ella y rescatarla, y no educar al hijo de otro, sino al suyo. Pero eso tampoco era lo que verdaderamente deseaba; sólo era una parte más del sufrimiento en su pasivo cautiverio, como después comprendería.
Empezó a hablar con ella, como quien se acerca a un animal herido. Se fijó en él inmediatamente, con una extraña mirada en sus ojos grises. Lo exploraba con atención, como quien se adentra en una sombra. No se retiraba la capucha, y la brisa desplazaba los pliegues de su traje andrajoso y movía sus deslucidos cabellos castaños, el oleaje de su espesa cabellera.
—Magatha —respondió ella. No se había dado cuenta de que le había preguntado su nombre, porque su memoria no recordaba más que su imagen y la forma en que lo miraba, quizá sorprendida hasta lo más profundo de que alguien reparase en ella. Una viva luz brillaba, algo extraviada, en sus pupilas.
—Tú eres la sombra de Widu —dijo ella con una sonrisa que habría desarmado a un ejército.
—¿Cómo lo sabes?
—Todo el mundo lo sabe —le sorprendió su respuesta, porque Angus estaba convencido de que nadie le prestaba atención alguna, lo que agradecía.
—Quienes me conocen de verdad me llaman Angus —aclaró. Deseaba que ella lo conociese a él, no a la sombra detrás de la cual se había acostumbrado a esconderse.
Lo miró con una sonrisa tan franca como extraña, y sus ojos se abrieron como pozos que tocaban un agua muy profunda. ¿Cómo podía esconder tanta alegría un ser tan maltratado por la injusticia de este mundo? Pero las aguas profundas nunca están quietas.
Después de aquel encuentro, procuró encontrarse con ella todas las mañanas, pues conocía su itinerario. Sus frases, pronunciadas con inocencia y de la manera más sorpresiva, llegaban al alma del cristiano. Es cierto que se había acostumbrado al contacto entre los hombres y mujeres, como todo hombre que había conocido la lección de los primeros moradores del mundo, Adán y Eva. Pero Angus no sintió inclinación hacia la carne desde el despertar de sus fuerzas. Cuando dejó de ser un niño, encontró en la inspiración de la fe todo el sustento que se llega a necesitar para poder alimentar un alma como la suya. Quizá fue de ese modo por haber sido un niño huérfano, criado entre los oscuros muros de un monasterio, al amparo de hombres sencillos que nunca fueron como madres, no lo dudaba, pero que hacían lo que podían por enderezar a las criaturas que llegaban a sus manos por una suerte que muchos tendrían que agradecer durante su corta o larga vida a la infinita bondad del Altísimo. Angus había aprendido de sus hermanos a ser uno más, a trabajar con sus manos, a rezar en voz baja, a meditar sobre lo que le preocupaba. Conoció el torbellino de la guerra. Era consciente de los atroces males que los hombres son capaces de causarse unos a otros sin el menor escrúpulo, y de los siglos enteros de luchas fronterizas entre francos y sajones. Pero a pesar de todo, había recibido el don de conocer la bondad, algo que escapa al conocimiento de la mayor parte de los seres que caminan en busca de sus intereses, bajo el aliento cotidiano de sus necesidades más elementales.
Su inclinación hacia ella era diferente a lo que la mayor parte de los hombres considerarían natural, y posiblemente se tratase de una rareza que lo condujo, una vez más, a experiencias inusitadas. La compasión guió sus pasos, y la vivía con la mayor humildad. No deseaba poseer su cuerpo, no experimentaba ninguno de los apetitos que dominan a los hombres; y desconocía si era un hombre iluminado o un hombre enfermo, eso lo dejaba al juicio de Dios.
Ella le inspiraba una compasión sin límites. Quería redimirla. Se vería obligado a enfrentarse a su familia por esa razón, y más tarde a ella misma. La idea de apartarla del maltrato al que su familia, y especialmente su madre, la sometía, comenzó a dominar sus pensamientos, y vio en ello una luz, una misión elevada de su estancia en aquella tierra, fuera cual fuese el resultado de la educación que le dedicaba a Widukind.
Ella pronunciaba la palabra amor con tanta frecuencia… sería difícil explicar lo que Angus sentía al escucharla: ella parecía apreciar el verdadero y elevado sentido del amor. Sentía amor hacia el aire que respiraba porque la hacía sentir libre de sus males; sentía amor hacia la tierra que removía con sus manos, hacia las personas que desconocía, hacia muchas de las que conocía, y Angus se dio cuenta de que amaba a su familia, y ahí, precisamente ahí, radicaba su tragedia. No hay pecado más cruel que el desprecio del débil y la violencia sobre los que aman y son incapaces de odiar con la efectividad con que las bestias son capaces de pelear por la supervivencia. Pero los hombres y las mujeres suelen comportarse como bestias cuando abandonan sus hogares, e incluso en sus propios hogares así lo hacen. Se le rompía el corazón día a día, y su cobardía le hizo sentirse inútil, como la sombra del viajero extraviado. Una mañana, le preguntó qué era para ella el amor del que hablaba tan frecuentemente, y al que aludía con la alegría de un niño inocente que ha descubierto una nueva palabra de la que ha quedado prendado; Magatha contestó sin dudarlo:
—Amor es lo que siento cuando alguien toca mi alma. No supo qué responder, y ella lo miró con gran franqueza y su extraña sonrisa y le preguntó:
—¿Sabes por qué me siento tan sola? No es porque eche de menos a los demás…, es porque no estoy yo.
Se inclinó a llenar el odre.
—No estoy yo… —Miraba de un modo extraño su propio reflejo en el agua del estanque. ¿Qué buscaba allí? ¿A quién? Angus creyó entenderla, se buscaba sencillamente a sí misma, como él se buscaba cada día rezando en silencio, pidiendo piedad por todo lo que le había pasado, y por la culpa con que cargaba por cuanto había sido obligado a presenciar.
En otra ocasión, se quedó mirándola y no pudo decirle nada, porque deseaba decirle tantas cosas sobre Dios. Pero era inútil; todo aquello no tenía sentido. Vio las marcas de los golpes en su rostro. Zonas moradas cuya hinchazón ya había desaparecido; ella estaba triste y, a pesar de todo, sonreía como si pensase en alguna de todas aquellas bellas cosas en las que pensaba para apartarse de la verdad de su vida, de aquel cruel castigo que no se merecía. Algo se agitó en el interior de Angus, y sintió por primera vez el germen de ese terrible pecado que es la ira, y se hizo un gran daño, pues la ira, para ser soportada en este mundo, requiere cualidades que él no poseía. De nuevo era inducido al pecado. Aquel día, ella se marchó con premura y Angus no quiso discutir con su alumno. Se empeñaba en practicar con un nuevo presente de su padre. Widukind seguía jugando con su skramasax de madera… Angus se quedó mirando los golpes que partían el viento. Tal vez sería él quien diese el mortal mandoble de la justicia, que requiere fuerza sobre la tierra.
¿Y la espada de Dios? ¿Por qué no podía ser también él una espada de Dios? Qué gran dolor lo inundó en aquel momento, al verla tan frágil y a la vez tan fuerte, tan condenada a continuar luchando por su amor, que era el verdadero amor y que muy pocos son capaces de percibir, a pesar de estar rodeados de él en todas las criaturas que Dios legó a los moradores del mundo.
Angus se quedó donde estaba. La joven caminaba linealmente hacia el arroyo e inclinó el cubo hasta la corriente. Widu había desaparecido persiguiendo a alguno de aquellos endiablados niños. Se quedó mirándola. No parecía verlo. Nunca lo hacía. Se dejó llevar por la compasión, pero decidió dar media vuelta y se marchó sin decirle nada. Sabía que ella se sentía culpable, pues su madre insistía en señalar sus defectos, con los que justificaba golpes y desprecios. El mayor de todos, haber nacido. Quiso abrirle los ojos y desvelarle la verdad: que ella no había hecho nada malo, que los seres son llamados a nacer por la gracia y no por el deseo de los progenitores, meros instrumentos de la Divina Providencia, que nada le debía a su madre y que Dios había querido que ella naciese porque era parte de su Amor Universal, que lo había hecho por encima de los deseos de su madre, nadie merecía ser tratado de ese modo sin razón alguna… Pero decidió dar media vuelta y marcharse sin decirle nada. Y Angus lloró amargamente aquella noche.
Pronto se convirtió en una costumbre censurable el observar a la joven en sus tareas cotidianas, aunque sabía que no era el atractivo de la lascivia lo que empujaba sus ojos, sino la comprensión que alcanzó a tener de sus circunstancias. No era difícil oír gritar a la madre si uno se acercaba a la casa del herrero Eisenbrandt. Un día, se dio cuenta de que la golpeaba. Magatha huyó de la casa y se escondió en el establo, pero la madre la persiguió acusándola con infamias, tras lo cual ésta volvió a huir y Angus no volvió a verla durante varios días.
Supo que había vuelto al poblado traída de la mano de una de las hermanas de su padre. Le sorprendió la actitud del herrero. Temía tanto a su mujer, al igual que sus hijos, que prefería seguir sus mandatos a oponerse a ella. Aunque a Angus pronto le quedó claro que él también despreciaba a su hija.
—Guldwyn… ¿no hay nada que se pueda hacer? —preguntó al instructor de Widukind, el hombre que afilaba las espadas de los señores de aquella tierra.
—Ah… ya me he dado cuenta de que no puedes quitarle el ojo de encima.
—No… no del modo que crees —respondió, confuso—. Pero no merece ese trato, no debería ser golpeada de ese modo… No es justo.
Guldwyn dejó de martillar y le miró fijamente.
—No eres el único que lo piensa, pero son pocos los que conocen la verdad. Sólo hay una forma de librarla de su situación, pero ningún joven se acerca a ella, y ella tampoco hace nada por conquistarlos.
—Ya…
No dijo nada, pues había entendido la dura prueba a la que sería sometido si deseaba la paz de aquel ser maltratado por el destino. Dios volvía a situarlo en la encrucijada de los actos que parecen ser decididos por uno mismo.
Extraños sueños lo poseyeron, demonios que vagaban en busca del quebranto, y el remordimiento fue más fuerte de lo que había sentido jamás. Se quedaba allí, quieto, una sombra que se encogía sin participar de la vida.
Al día siguiente volvió a verla caminando hacia el arroyo. Lo hacía con la misma diligencia de siempre, con sus ojos grises desmesuradamente abiertos. No parecía estar allí, y por supuesto no pareció advertir la presencia de Angus. Pero algo en su paso le hablaba de lo que había pasado. Había recibido muchos golpes. Una herida en su cara daba fe de la dureza del castigo. No podía distinguirla con claridad e, indignado, se acercó a ella. Elevó el cubo de agua con energía. No podía describir con precisión la inmensa tristeza de aquel rostro: nunca había visto tanta abnegación en una criatura de Dios como la vio Angus en ella. Se apiadó de su alma y, secretamente, se santiguó al verla. Miró su gesto, pero no dijo nada. Ella no pedía nada. No ambicionaba nada, no trataba de escapar de su situación, porque, se dio cuenta de ello, la habían convencido de que se lo merecía.
Una ignominia que iba en contra de los designios de Dios.
Volvió a ver a la madre y oyó de nuevo su voz dura e impía, la de un tirano sin alma. Algunos moradores de la aldea se alejaban. La herrería se inundaba de golpes. Todo parecía normal y aquella normalidad envolvía a la joven como si nada hubiese pasado. Aquella madre estaba absolutamente enloquecida, y, sin embargo, nadie se atrevía a hacer nada por la víctima. El poder de su posición familiar, unido a la preponderancia que había alcanzado sobre su marido, de quien todos los hombres se reían secretamente a pesar de la riqueza que atesoraba como hábil herrero, protegían a la madre. Angus se sentía cada vez más perturbado ante aquella injusticia, y una noche sucedió algo de lo que quizás algún día se arrepentiría.