A la luz de las antorchas, dos de los monjes custodios de la reliquia se encargaron de abrir los cerrojos que atrancaban la puerta. Los cimientos del monasterio de Colonia habían protegido aquel misterio desde que Carlos el Martillo lo recuperase y dejase en manos de la orden benedictina, que velaba por ella con gran secreto. Sólo cinco hermanos disponían de las llaves para acceder a la cripta subterránea, y entre los cinco sólo uno disponía de la llave que, una vez dentro, era capaz de abrir el cofre sagrado. El último cerrojo se abrió. Empujaron, y la luz de la antorcha se perdió en un espacio negro. Un extraño olor brotó de la impenetrable tiniebla.

Los hermanos custodios parecían amedrentados, y el que guiaba a Arnauld de Goth cogido del brazo sollozaba, lloroso a causa de su gran culpa. Pero el anciano al que en todo Austrasia conocían como el Ciego de Montsalvat, el visionario del Santo Grial, el fundador del monasterio en el que se custodiaba la reliquia cuya imagen había cegado sus ojos como un don divino con el fin de engrandecer su capacidad para entender los mensajes de Dios, no conocía el miedo a la oscuridad. Al contrario, al percibir la indecisión de los guías, inició el paso hacia el interior.

Una sucesión de anchos peldaños descendía en las tinieblas. Después, la Cripta de la Lanza.

Era un espacio bajo y opresor, alanceado por pilares y cerrado en su perímetro por una larga sucesión de arcos, entre cuyos brazos se abrían nichos de los que brotaba un horror irrespirable. Ni eso ni la humedad del lugar amedrentaron al anciano, que se cubrió la boca con el pliegue de su capucha. Lo guiaron hasta el centro, en el que había una mesa de polvoriento mármol blanco. Sobre ésta, descansaba el cofre octogonal. Así, Arnauld quedó a solas con los guardianes del misterio y con el mismo misterio. Entonces uno de ellos sacó una bolsa de piel que desató cuidadosamente. Extrajo la llave dorada y la introdujo en la cerradura que vedaba el acceso al cofre. Ejecutó cierto movimiento antes de dar un último impulso. Se escuchó un crujido seco. Después empuñó con ambas manos el asa de bronce de la tapa y descubrió el cofre.

La antorcha iluminó un hueco tapizado como con múrice. En el fondo, una vez más, el guardián constató la forma que el peso de aquel sagrado objeto había dejado allí impresa en la tela, después de siglos de espera.

—Disputado por tantos señores, había pasado por muchos tesoros, pero siempre en este cofre —comentó el guardián, consternado.

Arnauld de Goth extendió la mano como si de la celosa garra de un águila se tratase, que inspeccionase su nido en busca del preciado huevo robado por alguna alimaña.

—Aquí es donde debería estar… y no está.

El guardián se echó las manos a la cara, y sollozó, tratando de contener su pena, que amenazaba por desbordar su pecho cargado de dolor desde hacía años.

—No lloréis, hermano —dijo el ciego con bondad, y puso su mano de níveos dedos en el hombro derecho del monje—. El Maligno actúa con segundas intenciones, y nunca se sabe dónde está escondida su larga garra ni su pérfida lengua. Ya sabía de su desaparición, como bien hicisteis en confesarme años atrás, pero era hora de que visitase el lugar.

—Remigio era el único que tenía acceso a la cripta, y puedo recordar el día en que comimos juntos, como años atrás, y su devota palabra, y cómo me habló de su iluminación y de lo importante que era para él meditar en este lugar… Oh, hermano… Suplico piedad al cielo por cuanto he hecho, por mi gran culpa, por este pecado… Le presté la llave…

—Tranquilizaos, tranquilizaos… Contadme qué mas pasó —pidió Arnauld con la suavidad de un padre que habla con un niño arrepentido.

—Como os decía, Remigio había sido honrado con el don de la guardia de la sagrada reliquia muchos años atrás. Ninguno de nosotros, y siempre somos cinco, podía imaginar que Remigio cometería acto tan sacrílego con sus propias manos… Pero fue al volver de Cannstatt, tiempo después de Cannstatt. ¡Robó con sus propias manos la hoja con la que Jesucristo fue atravesado…!

—Hay que estar muy envilecido ya, hermano, para cometer semejante acto sin sentir fuego en las manos, pero la naturaleza de la reliquia es ambigua, así lo sabemos. La Lanza de Longinos es hierro romano, hierro traidor, hierro pagano que venera a Marte, y fue empuñada por un romano para cerciorarse de la muerte del Inmortal. Pero ese hierro fue bendecido al atravesar el cuerpo del encarnado, al bañarse en su carne recibió un baño de sangre y de agua, pues ambos líquidos manaron a partes iguales del Cuerpo, representando el misterio de la eucaristía y el del bautismo. La Lanza de José de Arimatea es sagrada, pero, a diferencia del Santo Grial, cuya bondad selecciona a quienes se acercan a él, pues sólo quiere iluminarlos, el Misterio de la Lanza se arraiga en el hierro pagano y vengativo con el que el Cuerpo fue herido. Es impío, y así su poder no conoce señor salvo la mano que lo empuña.

Se hizo un largo silencio.

—Remigio, ¿se habrá atrevido a invocar la Lanza?

—La Lanza del Destino, como sabéis, tiene muchos poderes benignos, pero entre ellos se encuentra el poder de otorgar la victoria a quien la posee y la gobierna… Cualquiera no podría hacerlo, pero Remigio… Remigio poseía la fuerza excepcional para gobernarla, y ahora está en manos de sus designios, al servicio de su herética palabra. Cuando la misión partió hacia las sombras, en busca del loco y apartado retiro de Remigio, le pedí a Girárd de Montsalvat que volviese con la Lanza. Mi elegido fue vencido por el enemigo. La misión entera, dispersada como una bandada de palomas bajo el soplo de una galerna. Después se hizo un largo silencio y hablé con los pocos que sobrevivieron, pero sólo supieron hablar de la clemencia de Remigio el Piadoso, quien les permitió volver al Reino, con un mensaje amenazador para el Concilio. Se han silenciado sus palabras, todas ellas obscenas, pero es necesario actuar… Mucho tiempo tras este hecho, empecé a escuchar los relatos sobre aquel penitente, al que mi elegido, Girárd, había bautizado con el nombre de Parzival. Por ser un «puro loco», un endiablado que debía someterse a la más estricta penitencia, recibió ese nombre bondadosamente. ¡Cuánto acierto en su decisión, pues Parzival se convirtió en el único miembro de esa misión que presenció los oscuros acontecimientos que acabaron con la vida de mi buen Girárd! Sabía que Girárd se hospedaba en este monasterio de Colonia, y os pedí que no lo perdieseis de vista, porque su don es el de haber sido elegido, pero nunca fui capaz de dar crédito a esos relatos, hasta que me hablasteis de las visitaciones…

—Aquí, precisamente, es donde han tenido lugar esas visitaciones —explicó otro de los monjes—, en los pasillos que descienden a la sagrada cripta.

—Llevadme a ese preciso lugar —pidió Arnauld.

—Venid, hermano, venid… —suplicó, nervioso, el guardián de su derecha.

Ascendieron los peldaños que abandonaban aquel agujero. Empujaron la pesada puerta que sellaba la cámara y la abandonaron. Mientras dos de los guardianes cerraban de nuevo los cerrojos a sus espaldas, Arnauld era guiado por el laberinto subterráneo. Como no había antorchas que colgasen de aquellas lúgubres paredes, la luz de las teas que empuñaban proyectaba sombras por los desiertos espacios. El eco de sus voces los perseguía, deformado por el capricho de la arquitectura, como si de los pasos del Maligno se tratase, que los espiase desde las cambiantes sombras. Arnauld de Goth, indiferente a las tinieblas, infundía en ellos una seguridad inusitada. Por fin uno esperó al frente.

—La visión tuvo lugar en este preciso lugar, hermano Arnauld.

Los monjes se detuvieron, indecisos, y se santiguaron.

Arnauld se quedó inmóvil, el rostro ligeramente vuelto hacia lo alto, como si sus ojos, dotados con aquel don divino, fuesen capaces de mirar por encima toda aquella piedra que se interponía creando negrura entre ellos y el sol.

—¿Qué visteis, hermano?

El monje se inclinó, rememorando.

—Vi una luz, una luz intensa y blanca que de pronto se encendió frente a mí, cortándome el paso. Aquí…

Arnauld escuchaba. Su cabeza giró levemente, prestando su oído derecho al monje que hablaba.

—¿Os dijo algo?

—No, sólo se quedó ante mí, purísima, y después ardió. Yo caí de rodillas y uní mis manos devotamente, pero no pude apartar los ojos de lo que veía…

—Y… ¿qué veíais, hermano?

—La luz se abrió y creció como una columna y de la columna, con la fuerza de un carro de fuego, salió… salió el ángel. No me dejó ver su rostro, y confieso mi pecado pues deseaba verlo…

—¿Lo deseabas?

—Sí… al verlo, lo deseaba con toda mi alma, pues su luz… su luz era todo beatitud y todo placer divino. No vi su rostro… ¡Pero empuñaba una lanza!

Arnauld se movió rápidamente y se detuvo, como un águila que, desde lo alto del cielo, ha percibido el movimiento de su presa en lo más hondo del oscuro valle.

—Empuñaba una lanza de fuego, larga y ardiente, y entonces se produjo una gran luz como de rayo, y caí desmayado, pues al despertar estaba en el herbolario, tendido sobre la mesa del médico.

—Oh, hermanos… visitaciones y ángeles anuncian la hora… —musitó Arnauld.

—La misma visión es aquella de la que os hablé —siguió otro de los monjes— cuando Parzival entró en el comedor y docenas de hermanos vieron cómo tras él se alzaba una gran luz y todas las antorchas se extinguían ante el soplo de un imperioso látigo… Sólo que allí los hermanos aseguraban que detrás de Parzival la lanza de fuego era empuñada por una parte de la luz, y lo señalaba hasta tocarlo… Después, Parzival cayó como abatido por el rayo, y sufrió delirios y fiebres durante días y noches enteras.

—Parzival… —musitó el anciano—. No lo perdáis de vista, pedidle confesión siempre, estad atentos, pues algún día será nuestro elegido, y si Dios quiere y vivís, veréis cómo la Lanza vuelve a su lugar.

Los custodios se miraron.

—Alabado sea el Señor —y Arnauld extendió sus cansados brazos ligeramente—. Oh, los tiempos están cerca, los años de Gog y Magog vienen presurosos, y se prepara el Armagedón con el que la Bestia saldrá de la tierra y vendrá por las cuatro esquinas del mundo corriendo sobre patas de araña… Una oscuridad mayor que la noche se reserva para los traidores del Cordero… No desoigamos las señales que desde lo alto nos advierten de los peligros… ¡Atended, hermanos, atended antes de que la sombra sea demasiado larga…!