Volvieron con los trofeos de la caza. La carne había bendecido el carro, donde la capucha negra de Angus, siempre echada sobre su rostro, se destacaba por encima de la carga. Las presas seguían a los cazadores conformando un cortejo sagrado y fiero. Garras de oso, su cabeza y su gran piel, enormes cuartos traseros, afilados colmillos, cornamentas de ciervo, patos ensartados por flechas y aguijones. Sangre y muerte a sus espaldas.
El estandarte de Warnakind era un paño rojo teñido de almagre con un caballo negro encabritado en el centro, marcado por los herreros gracias a una muesca forjada muchos años atrás, que calentaban al blanco rusiente antes de aplicar sobre la piel curtida cosida con agujas de bronce. Alguien lo mantenía erguido al frente de la compañía de cazadores. Widukind se preguntaba dónde encontraría un caballo como aquél, para montarlo cuando fuese mayor, un caballo salvaje que rompiese el viento, como le había dicho Helglum.
Su padre era el gran señor de una tierra marcada por accidentes naturales y antiguas rocas de los templos teutones: una tierra de héroes, según le habían dicho desde que estuvo en la cuna de madera, mecido por la bondadosa mano de su madre. Tenía que existir un caballo adecuado para él en algún lugar. Lo compraría a cualquier precio, se decía. Al volver, Wigaldinghus apareció en el regazo de las tierras bajas, un hogar junto al río, y lo descubrió con diferentes ojos.
No podía ser un caballo cualquiera, ni más pequeño ni menos fuerte de lo que había deseado. Sus sueños volaban entre leyendas paganas, es cierto, ardían incendiados por el fuego de la superstición.
Angus no habría podido dar fe, en su calidad de maestro, de la variedad de ideas y leyendas que eran arrojadas en la mente de los niños, como siniestros conjuros. Los vio crecer en medio de un mundo en el que hasta la más fina brizna de hierba parecía gozar de una vida ultraterrena, de una divinidad tutelar que podía habitar en el lecho de una fuente perdida, entre las sombras de una barba de musgo, en las gotas que tamborileaban en la oscuridad de una caverna. La naturaleza estaba viva, viva y libre, no sometida a fuerza superior alguna: ella era la fuerza superior, el orden y el caos, Dios. El hombre caminaba libre en medio de un mundo de fuerzas que se recreaban unas en otras, sin orden ni concierto, salvo el capricho de la fuerza de los dioses, personificaciones inferiores en comparación con su idea de Dios. No llegó a olvidarse de Él, practicaba sus votos en la oscuridad, pero se dio cuenta de que su fe fallaba y tuvo que darse por vencido y convivir con el influjo de aquellas creencias paganas, que cada vez comprendía mejor, muy a su pesar como cristiano.
En el corazón de las sombras, se abrían nuevos misterios de una profundidad inaccesible, misterios que escapaban a lo que había concebido como maldad y ferocidad. En cualquier caso, Widukind crecía con ellos. El elegido de Remigio se volvía más grande, más valiente, más violento de lo que su instructor espiritual pudo imaginar, cuando lo vio por primera vez, cogido de la mano de su madre.
Tal vez no era un muchacho especialmente robusto, pero su fuerza podía intimidar rápidamente. Tenía la capacidad de gobernar a otros niños si eran capaces de prestarle atención. No obstante, los niños jugaban como pequeños animales, libres… no se escuchaban demasiado unos a otros y en aquellos tiempos la fuerza de los brazos y piernas de Widukind no bastaba para convertirle en el líder. Eso causaba desazón en él. Ragnar era el auténtico líder del grupo. Sin embargo, a menudo advertía cómo la palabra del muchacho sajón era capaz de reunirlos a todos, cómo él asumía el mando de un modo eficaz y autoritario, y eso sólo ocurría cuando era necesario comprender algo para abordarlo. Las cosas cambiarían, claro, cuando se hiciese más mayor.
La niñez se acababa. La sangre manaba de sus heridas, dibujando cicatrices que los marcarían de por vida. Las severas enseñanzas del acero cambiaban a los muchachos, haciéndolos fieros, convirtiéndolos en guerreros. Pero Widukind seguía asegurando estar en contacto con aquellos caminantes de las sombras, y el miedo sobrecogía a sus compañeros cuando hablaba de ellos.