VI

La tarde empeoró, y el Camino Verde torció ampliamente por el borde de un terraplén para descender en una nueva hondonada. Las colinas se elevaban rocosas tras ellas, y el bosque era más denso que antes. Sus copas apenas eran visibles en aquella repentina bruma que se arrastraba sinuosamente por el gran valle. Los trazos blancos, desgarrados por la presencia de una suave brisa, se suspendían entre las formas de las coníferas, sofocando la respiración de aquel ente viviente, expectante, cuyo corazón, tapizado de musgo, era tenebroso y a la vez profundo.

La partida de caza abandonó el camino y una senda poco transitada se introdujo en los árboles; sólo la presencia periódica de unos monolitos desgastados por el tiempo indicaba a los guías que seguían la dirección adecuada. Empezó a llover; el agua goteó entre las ramas con molesta persistencia. La cubierta vegetal se hizo más espesa y oscura a medida que la tarde caía. La bruma ocultó el cielo. Angus miraba los largos trazos con que los troncos arrastraban miríadas de ramas combadas por el viento, como manos alargadas que los atrapaban en un túnel bajo los penachos blancos en tránsito hacia el Otro Mundo. Angus recordó las palabras de los curanderos francos, su veneración por los bosques. Ahora se sentía atrapado por aquella fantasmagoría, como si el sendero fuese una antecámara maldita hacia la puerta descabezada que separaba la cristiandad del extravío y la sombra.

Los ojos inquisitivos de Widukind perseguían aquellos ruidos que, sorpresivamente, les asaltaban desde el sotobosque. En el fondo del valle, fluía un río espumoso sobre un lecho de piedras resbaladizas. Los rostros de las nubes se tornaron más hoscos cuando un relámpago mudo azotó el horizonte. Un resplandor momentáneo tocó la bruma. Poco después, la lluvia se hizo mucho más intensa y los guías los apremiaron.

Uno de ellos, aquel viejo hechicero, señaló un rincón entre los árboles, y los cazadores asintieron. No muy lejos, el monte ascendía abruptamente y la maleza les cortaba el paso. Con gran dificultad, llegaron hasta el pie de unas rocas altas, en cuyas entrañas se abría la estrecha boca de una caverna.

—Deberíamos refugiarnos en esta cueva. Se acerca una gran tormenta —advirtió Helglum.

Warnakind miró al hechicero y lanzó una mirada desconfiada a lo alto.

—¿Y los osos? —preguntó Warnakind. Esa pregunta había cruzado por el pensamiento de la mayor parte de los presentes.

—Debe de estar abandonada —aseguró Helglum. Su rostro anguloso se inclinó, como husmeando las tinieblas—. No es fácil encontrarse con el rey de estos bosques.

Warnakind empuñó la espada e hizo una señal a varios de sus cazadores. Penetraron en la oscuridad ante la mirada atenta del resto. Helglum avanzó y se dispuso a encender una antorcha. Los guerreros habían desaparecido ya en el interior de la gruta, cuando la luz ardió entre los dedos del hechicero, quien inició su propia expedición siguiendo las huellas del líder.

Poco después, salió uno de los guerreros. Nadie había escuchado rugidos espantosos. Hizo una señal, y los demás se dispusieron a entrar en la caverna.

—Si Thor se acerca, hay que ponerse a cubierto —dijo Erzgarn—. Hildebrandt, reúne a todos, que no quede nadie fuera, por hoy no iremos más lejos.

Angus avanzó junto a los muchachos, que se dirigieron al portal de sombra como quien camina hacia el altar de una catedral.

A pesar de que la entrada de la cueva era estrecha y alta, escondía un salón cuyo cuerpo se abría generosamente. La hierba crecía en la entrada, y pudieron acomodarse en el suelo. Los caballos fueron conducidos a una zona algo más profunda y alejada, para evitar que se espantasen bajo los truenos, en caso de que un rayo estallase demasiado cerca.

Widukind, Ragnar, Gilbrandt e Ingelbert buscaron leña por los alrededores, hasta que oyeron el grito de Warnakind, que les ordenaba volver. Acumularon sus hallazgos en un círculo de piedra y dejaron que la hornija prendiese fuego. Costó que la llama creciese, pero cuando lo hizo Widukind sintió algo extraordinario: la luz trepó y se extendió ávidamente, iluminando una altísima bóveda de misterio por encima de sus cabezas, en la que dormitaba una gran comunidad de murciélagos. Algunos de ellos se movían de un lado a otro, inquietos por su presencia. Poco a poco, el humo los incitaba a abandonar aquella zona, volando hacia las tinieblas del fondo.

El fuego se volvió más poderoso gracias a las piedras de carbón que depositaron entre los ardientes troncos. Widukind se sentó frente al fuego, apoyó el mentón en las rodillas y pensó en lo lejos que estaban de su hogar. Era una sensación magnífica, estar perdido con su padre y sus amigos en una tierra desconocida, mientras los dioses visitaban el mundo en medio de una tormenta. Angus se fijó en su alumno, y por un momento se dio cuenta de que tenía algo extraordinario que no tenían los demás niños, algo que le empujaba a amarlo como se ama a un hermano o a un familiar.

Alguien habló de comida, y los espetones, a falta de presas sangrientas, ensartaron pedazos de carne algo seca que se calentaban sobre un lecho de brasas.

—Los dioses viven cerca de nuestra tierra —aseveró el joven Ragnar.

—Los dioses están en todas partes —le corrigió el hechicero con severo semblante—. ¿Por qué tendrían que estar cerca de la Casa de Yng y no en los bosques de Sajonia?

—Los ases viven en el norte —insistió el joven sin mirar al hechicero.

—¡Háblanos de Asgard, padre Helglum! —pidió una voz entusiasta.

—Eso, tal vez así aplaques la furia de Thor y pase de largo sobre nuestras cabezas… —añadió otro cazador.

—Si este joven sigue diciendo todo lo que pasa por su mollera, lo más probable es que Thor arroje un rayo contra esta montaña, derrumbe las piedras, y selle para siempre la entrada de esta gruta, de tal modo que quedaremos encerrados en las tinieblas… para siempre jamás.

—Cállate, Ragnar —ordenó Warnakind al joven cuando éste ya tenía la boca abierta, dispuesto a rectificar una vez más al hechicero.

Helglum cogió un pedazo de carne y lo mordisqueó con sus dientes cariados. Cuando todos guardaron silencio, empezó a hablar.

—Asgard brilla y es una fortaleza poderosa en la que habitan todos los ases bien avenidos con el Padre de la Guerra; es el Castillo de Oro que se levanta por encima de las nubes y en cuyos muros arde el sol sin pausa, el Salón de la Victoria cuya techumbre está revestida de escudos victoriosos. Allí un árbol sagrado, cultivado por la Bella, da manzanas de oro que otorgan eterna juventud a los ases. El árbol brilla en un jardín a cuyas laderas acuden las nubes de lluvia, siempre cargadas de agua. ¡Veo rayos que estallan en los confines…! ¡Son las valquirias, las hijas favoritas del Padre de la Guerra, que cabalgan desde los campos de batalla para reunirse en el festín del Terrible!

—¿Y dónde está Asgard?

—¿Quién puede decirlo? Al norte del norte, en el cielo, lejos, Ragnar —respondió el hechicero, algo molesto. Widukind propinó un codazo poco disimulado a Ragnar. Éste le lanzó una mirada asesina.

Se oyó el retumbar de un enjambre de truenos. Los caballos relincharon inquietos, y alguien fue a tranquilizarlos.

—¿Lo ves? Estás enojando a Thor… —recriminó Gilbrandt al danés.

La tierra tembló y todos miraron a su alrededor, temerosos. Angus reunió las palmas de sus manos disimuladamente por debajo de los pliegues de su capa. Se echó la capucha negra sobre el rostro y rezó en voz tan baja que nadie pudo oírlo.

Warnakind soltó una carcajada.

—Vamos… ¡No es la primera tormenta que nos sorprende en el Camino Verde!

—No es la primera —añadió Hellbrandt—, pero sí de las más violentas.

Warnakind tomó un espetón con alegría y empezó a sacar los pedazos de carne, que repartió entre las manos menos acobardadas.

—¿Ya os habéis olvidado? Hace no muchos años, cuando Widu era como un gatito salvaje y llorón. —Widukind miró con desaprobación a su padre. No le gustaba que le hablasen de los tiempos en los que había sido pequeño y vulnerable. Tenía que volverse tan grande como Ragnar en el menor tiempo posible… y todo el mundo no hacía más que recordarle que había sido llorón y enfermizo al nacer—. Tenéis que recordarlo. Fue una cacería en el este. Estábamos de visita en las tierras de Liudolf, ese barbudo hijo de mala madre que arroja lanzas afiladas como navajas…

—¡Lo recuerdo! —corroboró Hellbrandt—. El cielo parecía caerse a pedazos.

—¡Yo vi caer un trozo en el horizonte! —aseguró Erzgarn.

La risa de Warnakind estalló como otro trueno. Angus se fijó en Widukind. Con el corazón asustado a causa de la tempestad, miraba a su padre con una admiración sobrenatural, y se dio cuenta de que era precisamente en esos momentos cuando su vínculo se volvía más fuerte. Era hermoso constatar la reciprocidad entre el padre y el hijo. Sin darse cuenta, sin apenas ser consciente de ello, con aquella actitud ante el peligro Warnakind enseñaba a su primogénito secretos que ningún instructor sería capaz de inculcar en el alma de un niño.

—Fue terrible, realmente terrible —siguió el señor de Wigaldinghus con entusiasmo—. Me parecía poder coger los rayos con las manos, tan cerca caían, y lo más sorprendente fue que ninguno de ellos quiso alcanzarnos. Vi caer los árboles con estruendo, y, cuando los truenos rompían la tierra, los caballos se espantaron. Muchos los abandonaron a su suerte y huyeron… ¡Recuerdo a Hegi, ese danés! Hegi lo soltó y desapareció, se quedó sin cabalgadura y tuvo que seguir durante todo el viaje a pie… ¡Fue gracioso, por las barbas de Loki…!

—¿Y dónde está el Niflheim? —inquirió Ingelbert.

Helglum se chupó los dedos, en busca de una grasa que escaseaba en aquella carne seca pasada por las brasas.

—Más allá de Asgard está el Niflheim, la tierra de hielo que cubre montañas enteras, donde ningún lobo se atreve a aullar…

La voz de Helglum pronunció la siguiente frase con misterioso aplomo, y el contenido resonó en el corazón de los niños:

—El Reino de los Gigantes.

El hechicero sonrió maliciosamente.

Hizo una pausa, que para el monje cristiano era propia de la mejor retórica adiestrada en los monasterios de Aquisgrán. Los hechiceros sajones, pudo comprobarlo casi a diario durante aquellos años, eran grandes maestros de la narración oral. Ésa había sido la base de su sabiduría durante generaciones, pues carecían del libro.

—Allí, en los confines de la tierra, en el este —pronunció la palabra con un sonido diferente y extendió el brazo ante sus miradas, abriendo la palma de la mano, como si mostrase un enorme paisaje ante sus ojos, un paisaje invisible que, de pronto, todos podían ver en su propia imaginación—, se extiende un mundo de hielo poblado por terribles gigantes. Algunos de ellos se escapan e invaden los valles del Castillo de Oro, y los dioses abandonan el Asgard para expulsar a los invasores.

—¿Y dónde están los guerreros daneses? —preguntó Ragnar con impaciencia.

—En medio de los mundos se encuentra Midgard, allí donde viven los hombres mortales, los elfos de todas las razas y las criaturas que moran en las grietas de la tierra, los enanos. ¡En Midgard están los daneses y los sajones, pues ellos son los señores de la tierra!

Midgard. La madre tierra. Para un cristiano como Angus, ése era el Valle de Lágrimas. Sin embargo, aquellos pueblos no lo entendían así. No nacían dispuestos al sacrificio; pequeños señores diseminados por un territorio libre y salvaje, que no conocían el poder de la cristiandad ni la influencia de los carolingios, salvo como una forma de amenaza que habían sabido mantener a raya en la frontera de Austrasia. Pero ¿hasta cuándo sería así?

Al día siguiente, la caverna se había convertido en el campamento de los cazadores; el silencioso cortejo que acosaría a las más terribles bestias penetró en el bosque. Era temprano. Los helechos se apartaban como cortinas en la espesa selva, y los velos de niebla se suspendían ante ellos.

Angus recordó, por una extraña razón que le resultaba incomprensible, las figuras de aquellas viejas Hilanderas del Destino. Tal vez fueron las hebras de niebla, quizás el entramado de las finas ramas de los helechos… Pero era más siniestro que todo eso… Eran ellas. Estaban allí, las hilanderas a las puertas de la Oscuridad, velando por el paso a otro mundo que siempre amenazaba a los hombres. Ahora volvía a acercarse al corazón de lo ominoso; volvía a atravesar la niebla, como durante aquel viaje del extravío que precedió a su encuentro con Remigio el Piadoso, atravesar la niebla era apartar una cortina espesa, una cortina que ocultaba, en su deformidad a la deriva, el cuerpo de una vieja hilandera que susurraba en la quietud de la mañana, entenebreciendo el mundo. Las tejedoras del siniestro destino, las tejedoras sin rostro, sin boca, sin ojos, permanentemente inclinadas sobre la nada, que desenvolvían sin pausa ante los ojos de los hombres el ovillo de la Providencia, haciéndolos ignorantes, volviéndolos débiles, mancillando su esperanza y su fe.

Se adentraba en aquel mundo del extravío. Otra vez.

Los hombres de aquel grupo se convertían en seres desconocidos; alguna clase de elemental porción anterior al alma humana despertaba en los cazadores cuando respiraban aquel aire, cuando percibían aquel sonido… estaban más cerca del sentido embriagador, oscuro, de la muerte. Iban a dar muerte, y ése era el contradictorio sentido de la vida. La capacidad para dar muerte era a la vez un sacrilegio usurpador en la conciencia de lo divino, pensó Angus. Harían lo mismo con sus enemigos, habían sido creados para ello.

Se oyó un grito aterrador. Después, el silencio. Angus se acercó a Widukind, pero al poner la mano sobre el hombro el niño éste le devolvió una mirada terrible, desconocida, una mirada que se quedó clavada en su recuerdo, grabada a fuego. Algo se movió a sus espaldas, la furente bestia se aproximaba al tiempo que el grito de los hombres que la delataban hacía trizas aquella calma expectante después de la señal. Angus se quedó inmóvil. El sonido creció y no supo qué hacer… hasta que apareció destrozando, tumbando las ramas, corriendo hacia ellos. Sus colmillos pasaron cortando sus hábitos, y sintió un frío de hielo en la pantorrilla, después de que Widukind, aquel al que debía proteger, le propinase un fuerte empujón que, como entendió más tarde, le había salvado de ser embestido de lleno por aquel furioso jabalí herido.

El estruendo sanguinario se alejó y escuchó maldiciones y gritos de triunfo. Lanzas como navajas acosaron al que lo había herido, que cayó moribundo no muy lejos, en la emboscada de Hellbrandt. Angus trató de moverse, pero esta vez era su propia sangre la que manchaba sus hábitos. Y de nuevo el extraño paralelismo cruzó por su mente. Sangre otra vez. Una violencia que emanaba del silencio, cuando percibía aquella oscuridad expectante y abominable. No desfalleció, pero al ver el corte profundo y la carne abierta sintió un mareo dulce y embriagador que estaba por encima del dolor.

—No morirás, hombre de las sombras —dijo Warnakind, que apresó la herida con un paño y la ató, al tiempo que Helglum, riendo como un demonio, se inclinaba y manoseaba su carne como si se tratase de un animal recién cazado. No sabría el extraviado monje cómo describir la sabia indiferencia con la que el hechicero abrió los pliegues desgarrados producidos por el navajazo de aquel colmillo blanco. Vio la aguja de bronce, el fuego que la abrasaba, los hilos gruesos y duros.

—Bigotes de gato salvaje para coser las heridas profundas, hombre oscuro —musitó Helglum.

Estaba aterrorizado, pero nadie prestaba atención, salvo los muchachos, que parecían más curiosos que espantados. Sintió el paso de la aguja y cómo limpiaban la herida. Manó mucha sangre, pero le pusieron en pie. La cacería no se detenía por un suceso tan insignificante, al contrario, eso era lo que la hacía más atractiva. Cojeando, siguió el rastro de los cazadores en busca de los osos durante buena parte del día, pero sólo mataron más jabalíes. Al caer la tarde siguieron el rastro de un oso, pero sus huellas se perdían en un arroyo. Por fin volvieron al campamento y, allí, pudo descansar.

Helglum tomó la palabra cuando se repartió parte del sangriento y sabroso botín, a la luz de las llamas. El canto de los lobos entraba en la caverna desde la lejanía.

Sceadugengan, así los llamaban en las lejanas islas. Los caminantes de las sombras que se mueven en silencio, semiocultos por la tierra, pueden cambiar de forma, poseer animales y volar alto en medio de la noche.

—No son entonces como los espíritus del viento de los que habla Vigi —dijo Ragnar.

—¡No! —protestó Widu, como si fuese él mismo una autoridad en el trato con aquellas criaturas fantásticas—. No… los caminantes de las sombras son… hombres hechos de sombra.

—¿Podrías explicarnos eso un poco mejor? —pidió Angus a Widukind.

—Pues están hechos de sombra, son negros, no tienen un cuerpo y se mueven de noche. Están aquí.

Helglum se burló del cristiano:

—Casi, casi como tú, Angus, sólo que debajo de esos ropajes negros tienes carne que los jabalíes pueden desgarrar a su antojo, mientras te quedas mirándolos cuando salen en tu busca…

Hubo risas y chanzas, pero Angus pensaba en otros asuntos.

No pudo dejar de sentir cierto escalofrío. Descubría aspectos desconocidos de aquella pequeña persona que crecía junto a él como si fuese un hermano menor. Se dio cuenta de que disfrutaba asustando a su auditorio, algo que le sorprendió en un niño. Recurría con sagacidad a todos los recursos de los que disponía para dominar su entorno, y el miedo se le revelaba muy útil. Ragnar se sentía inquieto, a pesar de su fuerza. La mirada de Widukind, con los ojos tan abiertos, tan impertérritos, los sedujo una vez más:

—Ellos están aquí y nos ven, yo a veces los he visto acercarse hasta nosotros, muy cerca. Son negros, más negros que todo lo que hay a nuestro alrededor, y los ves moverse cuando la luz del fuego baila contra las ramas.

—¿Es cierto que los has visto…? —empezó Helglum.

—He hablado con ellos —lo interrumpió Widu. Su atrevimiento les hizo pensar. Si mentía, lo hacía con una convicción absoluta. ¡Al fin había encontrado un punto en el que podía ser más fuerte que Ragnar…!

—Has hablado con ellos, y ahora, ¿te atreverías a ir hacia la oscuridad, a entrar en ella para hablar con los hombres de las sombras? —lo desafió Angus bajo la mirada atenta de Helglum; y lo que sucedió los dejó todavía más sorprendidos. Mientras los corazones de los demás muchachos permanecían encogidos ante la posibilidad de alejarse unos de otros, Widukind, sin pestañear, se puso en pie y miró misteriosa y fijamente las tinieblas de la caverna. Angus se sorprendió más incluso que los demás. Widukind miró fijamente un punto y caminó hacia él. Miraron hacia allí y no vieron nada, pero era como si él estuviese contemplando algo terrible y hechizado.

—Están cerca —susurró sin vacilar.

Esa actitud estaba convirtiéndolo en el más valiente del grupo. Ragnar deseaba ponerse en pie y blandir su hacha… pero aquel enemigo era superior a sus fuerzas. No era un animal cuyas huellas pudiese rastrear, no era una criatura salvaje a la que pudiera enfrentarse sin piedad… Era el miedo, la profunda grieta del miedo que se abre en el centro del pecho, por donde entra una garra que apresa el alma, se cierra e inmoviliza el espíritu. Widukind parecía carecer de ese miedo a lo sobrenatural, o, todavía peor, ser capaz de estar por encima de ese miedo, o incluso haber aprendido a familiarizarse con los poderes de las tinieblas. Angus se hizo cien preguntas acerca del muchacho, cien preguntas que carecían de respuesta.

Cuando quiso darse cuenta, Widukind había caminado hacia las sombras y había desaparecido en ellas. Ni siquiera Ragnar se atrevió a seguirlo. Pasó un rato en el que nadie habló. Después volvió hacia ellos y ya nadie entre los jóvenes quiso seguir hablando de los hombres de las sombras. Widukind les había dado una lección sobre el miedo que muchos jamás lograrían aprender.

La cacería continuó, y algunos días después ya habían logrado abatir con sus artes a un gran oso. Su cuerpo era como el cuerpo de un dios. Helglum lo asperjó con aceites de simonía, le arrancó los dientes, miró en sus ojos muertos, tratando de leer los designios de las estirpes guerreras de Wigaldinghus. Pasó el crepúsculo y cayó la oscuridad sobre un calvero en el bosque, elegido como campamento.

Los muchachos se durmieron contemplando el gran bulto del oso muerto. El fuego del campamento se debilitaba. Los hombres ya dormían. Pero Widukind no lograba pegar ojo. Allí estaban otra vez. No eran zarpas sobre hojas secas, ni pájaros escabullándose entre las ramas. No eran tejones ni zorros, ni ratones huidizos. Los animales no se acercaban al campamento de los cazadores, salvo los lobos, y eso sólo en el caso de que estuviesen hambrientos, en invierno, cuando el frío y la escasez de presas los volvía ocasionalmente más audaces de lo habitual.

Estaban de nuevo a su alrededor. El joven se dio cuenta de que lo habían estado siguiendo desde la hora del crepúsculo.

Los caminantes de las sombras.

Reptaban en la oscuridad, se convertían en cualquier cosa que tocaban a su paso. Daba igual que fuera un manto de hojas, una raíz musgosa, un tronco retorcido por la muerte o el agua de un arroyo que fluyese en su camino. Podían poseer cualquier elemento, tierra, agua, aire o fuego, se envolvían en él y continuaban avanzando.

Widukind era el único que los había visto.

La primera vez que los vio fue siendo mucho más pequeño, quizá en la primera ocasión que durmió al raso en el campo, durante un viaje hacia el este en la frontera con Ostfalia. Había escuchado muchos cuentos sobre su existencia, pero no los había visto. En aquella ocasión, se dio cuenta de que lo esperaban, de que estaban allí, aguardándolo en las tinieblas.

Ahora, mucho tiempo después, se aferró al puñal y vio cómo las llamas moribundas luchaban por mantener enhiestas sus tímidas lengüitas de fuego, hasta que una de las sombras pareció avanzar con la debilidad del resplandor, se aproximó al círculo de piedra, arrinconó la luz y sopló gélidamente sobre las brasas.

Sólo quedó una rojez débil y tenebrosa.

Las sombras se movieron, y los ojos inquisitivos de Widukind vieron cómo se acercaban. Ya estaban allí otra vez. Los sceadungengan, los espíritus de las tinieblas, los caminantes de las sombras.

Uno de ellos se hizo más grande y se deslizó entre los árboles. Los demás se agazaparon alrededor y aguardaron sin moverse. Los rodearon y murmuraron entre ellos. Se dio cuenta de que discutían. ¿A quién matarían? Parecían inseguros. No era la hora de llevarse a nadie. El viento se arrastraba entre las ramas.

El hombre de las sombras se inclinó ante las brasas y éstas murieron al contacto de sus manos informes, que se superpusieron a la luz, absorbiéndola.

Widukind sintió frío debajo de las espesas mantas.

El suelo se volvió negro cuando el hombre de las sombras reptó por la tierra. Había perdido otra vez la forma, pero Widukind creyó descubrir una extraña mano con muchos dedos largos que se acercaba para acariciarlo. A pesar del terror que sentía, se daba cuenta de que no deseaban hacerle daño, no al menos de la forma en que una persona puede ser herida.

¿Qué podía temer de un hombre de las sombras?

Nadie hablaba de ello. Sólo se asustaban ante su presencia, porque quizá desconocían sus designios inescrutables.

No supo cuánto tiempo había pasado. Tuvo la sensación de que había comprendido muchas cosas que no podían ser transmitidas mediante palabras. En ese momento creyó despertar, y un resplandor de hueso atravesó la bóveda de misterio que cubría con sus ramas el claro del campamento. A la luz de la luna la sombra se había retirado, triste y solitaria, y el canto de un lobo despertó completamente al niño.

Los cazadores se enroscaban bajo sus mantas. Sus amigos roncaban. Su padre estaba allí, al lado. Dormían.

Todo había sido un sueño… ¿o no?

Entonces le habló.

—No debes temerme… —le dijo Angus.

Quizás Angus era el hombre de las sombras elegido para proteger al elegido de Yng. Quizás ésa era la significación de su insignificante presencia. Quizás Angus era una sombra, sólo una sombra en un mundo de tinieblas, la sombra de Widukind.