V

Amaneció, y una trompa emitió su llamada no muy lejos.

Aquel sonido bastó para que los ojos de Widukind se abriesen encendidos. Apenas había logrado conciliar el sueño, pensando en la partida. Se cubrió con la capa, y caminó temeroso del frío que mordía sus pies desnudos en las baldosas de piedra. Retiró el postigo de su estrecha cámara y miró los campos.

El sol rojeaba en sus soñolientas pupilas de hielo. La vastedad azulada se veía amenazada por la presencia de aquella franja violácea que, por momentos, se tornaba rojiza en los yunques sobre los que, según los bárbaros, martillaban gigantes en los confines del mundo. Soplaba una brisa fría; Widukind estaba seguro de que procedía de aquellos fuelles inmensos que los dioses empuñaban más allá de las montañas y de los páramos.

Se desperezó y corrió a vestirse. Se ató los tendones de gamo con los que los sajones fijaban las lengüetas de los mocasines y los pantalones de piel. Colgó el pequeño skramasax[16] que había afilado hasta altas horas de la madrugada, mientras esperaba el gran día.

Abandonó la sala sigilosamente y se encontró con su madre, que lo observó con atención. Widukind apenas saludó, y se llenó las palmas de agua en un bacín de bronce. El agua gélida sonrojó sus mejillas lozanas, dejó escapar un vigoroso resoplido. El espejo de bronce bruñido se empañó.

—Deja de hacer eso, sabes que a tu padre no le gusta.

A Widukind, sin embargo, le gustaba, y daba igual que su madre se lo repitiese todos los días, él volvía a hacerlo.

Se llenó las palmas de agua y resopló, esta vez haciendo más ruido aún. Su madre sonrió y se acercó a él. Lo rodeó con sus brazos y Widukind se resistió enérgicamente, entre risas. Después, la mujer apresó su tupida cabellera y tiró de ella con fuerza y cariño.

—¿Llevarás cuidado? —susurró junto a su oído.

—¡No!

—¿Has cogido tu gran arma? —insistió ella. Tiró más fuerte de sus cabellos y él se rió de un modo salvaje.

—¡Claro!

—¿Cuál?

—La que tú me regalaste, ¡la que tiene tu nombre escrito en la hoja!

El chico logró pagar su tributo con un beso que ella le robó, la mano liberó sus cabellos. Widukind corrió hacia la puerta, entusiasmado.

El aire helado se mezclaba con espirales de bruma, suspendidas entre las casas; estaba cargado de olores magníficos que aquella mañana le pareció no haber respirado jamás. No conocía los nombres de aquellas hierbas, pero todas parecían exhalar algún aroma concreto que se mezclaba en la niebla.

Varios hombres arreaban unos bueyes, otros se reunían frente a las puertas de roble del thing. Los tilos eran como celosos guardianes que inclinaban sus ramas sobre la morada del duque. Ragnar y Gilbrandt comparaban sus armas, sosteniendo una discusión en susurros. Ingelbert enfundaba y desenfundaba su sax, como si se marchase a una batalla decisiva. Hildebrandt, el maestro de armas de Warnakind, voceó a los muchachos. Los hijos del herrero Guldwyn, dos jóvenes gemelos fuertes como robles, revisaban las cabalgaduras. Los hombres se reunían para ponerse en marcha.

—No juguéis con esos cuchillos —advirtió Warnakind a los jóvenes—. No me detendré a coser la frente de niños malcriados…, ¡así que dejaos de juegos!

La partida se puso en marcha hacia las colinas con el tronido de una trompa. Atravesaron el páramo de hierba ondulante cuando el sol asomaba por el horizonte. La serpiente del Hunte se arrastraba sinuosamente hacia el norte, evitando las crestas del terreno, vigías solitarios poblados de bosquecillos ignotos en los que podía oírse el gorjeo matinal de los pájaros. Las nubes se arrastraron en busca de aquel sol brumoso, tratando de atraparlo, y, cuando lo consiguieron el cielo se volvió gris. Un resplandor velado creció al este del mar de hierba, pero las nubes se suspendieron sobre sus cabezas, murmurando palabras de tormenta.

La cacería del oso era la más importante del año, y no tenía lugar todas las primaveras. Si los hechiceros precisaban algo valioso, tenían que buscar a los osos en los bosques del norte. Helglum, el hechicero, había pedido garras, colmillos, pieles y grasa. Necesitaba importantes ingredientes sin los cuales no era posible mantener los rituales bárbaros con los que investían de poder ciertas armas. El hechicero iba junto a Angus, meditabundo y rezagado. El cristiano lo observaba. A medida que el mundo se volvía más agreste, recordó el tiempo en que fue introducido en el reino de las sombras, y echó de menos el consejo y las palabras de Alfredo de Durham, a pesar de todo lo ocurrido.

Se había preguntado en muchas ocasiones dónde estaría. Tarde o temprano, Remigio reclamaría su presencia, pero ahora entendía cómo servía Alfredo al Piadoso: Alfredo era los ojos de Remigio en el reino de los carolingios, un espía de Dios en el reino de Dios. Tarde o temprano, reclamaría también sus servicios. Supuso que su tarea era adecuada, y se amparaba en lo inocuo de su intervención: había sido elegido para ser el maestro de un niño bárbaro. Había escuchado y leído historias semejantes sobre los antiguos romanos. Desde tiempos inmemoriales, siglos atrás, cuando las legiones se enfrentaron a la sombría barbarie que cubre la tierra más allá de los grandes ríos nórdicos, habían sido los romanos quienes raptaron con mejor o peor consentimiento a los hijos de los líderes tribales para aleccionarlos con el fin de alejar de sus espíritus la necesidad de sedición. Sin embargo, Angus estaba siendo testigo de lo contrario, pues él, discípulo de Dios con vocación evangelizadora, había sido raptado por las sombras para aleccionar en su propio territorio al hijo de un señor. ¿Con qué fin? El tiempo lo diría, pero lo cierto era que su educación no interfería en las tareas rituales de aquel pueblo. Widukind se revelaba contra sus enseñanzas, o hacía caso omiso, hasta que su padre lo obligaba severamente a atender las lecciones de latín y las historias de lugares lejanos. Sólo en ese momento Angus apreciaba cómo el muchacho terminaba por atender, interrogándolo con certera y a la vez fatal inocencia sobre asuntos a los que él mismo, un sencillo evangelizador y no un escolástico, carecía de respuestas. Los progresos del latín se habían interrumpido con la presencia de Ragnar, que se oponía a ser educado. Su padre había ordenado explícitamente, aconsejado por Vigi, que el joven no aprendería nada cristiano, pues lo consideraban despreciable y malsano para sus almas. La espada, la herrería y la caza eran las tres actividades básicas que debían formar a aquellos rapaces, pero a pesar de todo Angus pugnaba por aleccionar a Widukind, tal como se le había encargado, desvelándole con disimulo las incógnitas y verdades que señalaban hacia el Salvador, a quien debía mencionar como Wotan, o como Odín y, con gran atrevimiento, también como Jesús, pero muy insistentemente como Crucificado.

Los equiparó como visiones de un mismo objeto, y procuró dejarlas convivir en paz. Su padre mostraba gran interés en estos progresos, y obligaba al muchacho a atender al sombrío monje por las noches, cuando quedaba algún espacio libre en su existencia. Aun así, en esos breves momentos se producían confrontaciones: cansado por las exigentes tareas del día, sus juegos de guerra, sus muros de escudos y sus apedreamientos, Widukind se oponía enérgicamente a sus ejercicios de Quadrivium, donde destacaba en astronomía y geometría, aburriéndole la aritmética, y, sólo gracias a la presencia de su madre, que se sentaba no muy lejos de ellos en compañía de alguna de sus sirvientas, lograba el maestro mantener el pulso de sus enseñanzas en relativa constancia. El Trivium le importaba, si eso era posible, todavía menos que el Quadrivium, aunque pronto fue capaz de dominar la gramática latina y demostró ser brillante en retórica, recurriendo a toda clase de argumentos para combatir las ideas de su maestro. Angus, consciente de los gustos del niño, le propuso librar batallas en las que debía ser capaz de herirlo, sin usar ni un palo ni una piedra. Al principio fue difícil, pero pronto Widukind resultó ser un hábil contrincante, aunque no era rara la ocasión en la que el joven, de colérico temperamento y enfurecido por la habilidad de su maestro, lo amenazaba con alguna de sus armas.

El viaje en busca de los osos continuó durante varios días. Al principio, todo se parecía a su mundo, pero pronto los hombres y mujeres con los que se cruzaban empezaban a hablar de un modo extraño, y aunque la lengua se parecía mucho a la que hablaban, algo cambiaba en la pronunciación, de tal modo que ya era muy diferente en el norte de Engería. Hacia el norte y hacia el este, allí estaban las imprecisas fronteras con las estirpes vecinas. La línea de la discordia, no obstante, parecía ser un gran bosque, cuya propiedad era compartida con numerosas y feroces bestias capaces de acallar los dominantes impulsos de los señores de aquellas tierras, enfrentados desde tiempos remotos en la disputa. A Widukind le pareció, a medida que avanzaban y a medida que el tiempo empeoraba, que el mundo también se transformaba y que entraban en un territorio salvaje fuera de todo lo que había conocido. La hierba que tapizaba las colinas se volvió más oscura, los árboles se inclinaban en la amplia hondonada a través de la cual avanzaban. Luego vieron rocas dispersas que se elevaban como castillos naturales en el alto de las lomas, rodeados por espesos cinturones de alerces y castaños y altas coníferas negras que albergaban ruidosas bandadas de cuervos. Las aves echaban a volar de manera repentina al acercarse a sus árboles, y trazaban extrañas figuras al sobrevolar el camino, que Helglum quería interpretar como runas y símbolos escritos por las divinidades para advertencia de los cazadores del oso. Si aquellos pináculos roqueros habían sido habitados por gigantes o no, nadie pudo asegurarlo, pero el hechicero advirtió que fueron abandonados tiempo atrás.

—¿Y las cuevas? —inquirió Ragnar, ocultando cierto temor.

Helglum se volvió sin demasiado interés.

—Quién sabe… son numerosos los agujeros que perforan esas colinas. Algunas sirven como refugio, otras son peligrosas. Ya veremos, joven danés, te enviaremos a ti primero para que las inspecciones hasta el fondo y, si sales vivo, será buena señal, pero si no vuelves, sabremos que nadie más debe entrar… —se burló Helglum.