La alianza entre aquellas familias se trazaba desde el pasado, con los ojos puestos en un futuro no muy distante. No muchos días después tuvo lugar una ceremonia en la que se hicieron mutuos regalos. Los herreros de Warnakind habían traído varios yelmos de bronce como presente de Goimo Manoslargas, el actual rey de los daneses. Ése era un gran honor que pocos hombres recibían, y desde luego ningún otro noble sajón.
En el momento en que su hermano obtenía los presentes de su marido, Gunilda se acercó a Widukind y rodeó el cuello de su hijo con cálido y persistente abrazo. La mano de Widukind, inconscientemente, buscó los dedos de su madre y los aferró con la serenidad de un niño confiado en su destino. Por un momento, su mirada se cruzó con los ojos de su primo. Angus, siempre presente, supuso que Ragnar, que había crecido sin el calor de una madre, se sintió incómodo ante aquella escena familiar. Sin embargo, el niño Ragnar era otra vez Ragnar el Impenetrable, y miraba fríamente la ceremonia que su padre celebraba para bien de un futuro común frente a enemigos comunes. Yngvar acarició las forjas de bronce y las hojas de los skramasax, regalados por Warnakind para todos los miembros de la familia de Goimo, reservando una magnífica y rica pieza para el propio rey danés, todas ellas realizadas con gran esmero por los herreros de Wigaldinghus. Yngvar se probó uno de los yelmos de factura germánica. Yngvar, a su vez, obsequió a su hermana y a otras esposas de guerreros de la región con varios brazaletes de oro rojo, la más preciada de todas las variedades de este codiciado metal, la cual, según se decía, sólo se encontraba en el lecho de algunos ríos, al norte de Gotland, en los que Loki había nadado en forma de salmón.
—Me prestarás a uno de tus herreros… —comentó el danés, recorriendo con los dedos las complicadas filigranas estampadas en el yelmo.
—Siempre que quieras, ¡los herreros de Wigaldinghus te seguirán hasta Dinamarca!
—Algún día enviarás a tu hijo con nosotros, para que le enseñemos a manejar las hachas danesas que parten hombres y caballos de un solo tajo —aventuró Yngvar.
—Y Ragnar se quedará ahora, para aprender el manejo de la noble y larga espada de nuestros antepasados —repuso Warnakind.
Widukind sintió cómo la mano de su madre, instintivamente, apretó su cuello al escuchar aquello. Nada en su rostro podía haber revelado lo que pensaba, pero Widukind sintió en su corazón que su madre no le dejaría partir así como así, al menos no mientras fuese tan joven.
—Llegará el momento en que Widukind aprenda a manejar las hachas danesas —añadió su padre, poniendo una mirada de orgullo en la figura hierática y los ojos serenos, y el antifaz blanquecino que los rodeaba, de su hijo—. El pequeño Widukind algún día será grande. Tal vez no tanto como Ragnar…, pero será grande.
Ragnar, sin embargo, no parecía tan descontento con la idea de separarse de su severo padre. Habían visto en varias ocasiones cómo el muchacho despreciaba la espada. Le parecía un arma que requería demasiada habilidad. Para manejar el sax y después la larga espada germánica era necesaria mucha agilidad, como si se danzase controlando el movimiento de la hoja, impulsándola como un péndulo, y sirviéndose de su peso para proyectar su letal aguijón. Los daneses no eran diestros con la espada, preferían las hachas, y en eso Ragnar era como todos los de su pueblo. Pero su padre estaba seguro de que un noble descendiente de Goimo debía tomar lecciones en el arte de la espada, en torno al cual se había creado una gran leyenda local entre los sajones que había trascendido sus fronteras.
Así, daneses y sajones compartían la educación de sus hijos. Se intercambiaban primogénitos como quien intercambia rehenes. Lo hacían por amor, en realidad, una causa muy diferente a la que podría esperarse en un intercambio de esas características, pero resultaba efectivo para mantener vivos los lazos de unión entre sus pueblos y, sobre todo, para preservar una ancestral confianza ante enemigos comunes. Fomentaban matrimonios, fuertes amistades desde la infancia, y eso por fuerza debía mantener vivas las alianzas de honor entre pueblos que, por naturaleza e historia, eran extremadamente belicosos. Quizá los sabios de aquel mundo tuvieron claro que la única forma de que los daneses y los sajones viviesen en armonía era mantener buenas relaciones familiares, de lo contrario, ¿quién podría haber imaginado una amistad entre un sajón y un vikingo, si se hubiesen encontrado por casualidad en medio de una invasión? La guerra, la más cruenta de las guerras es lo que habría tenido lugar entre aquellos pueblos de haberse encontrado por primera vez en una frontera, sin una tradición de siglos como aliados frente a la amenaza creciente de los pueblos del sur; primero ante el pueblo de los emperadores romanos, después ante la creciente fuerza de los francos merovingios, y más tarde los francos carolingios, los mayordomos de Austrasia. Angus iba comprendiendo aquel mundo, y la trascendencia de su enseñanza sobre los hijos de los jarls sajones que rodeaban al primogénito de Warnakind.
Pocos días después, Yngvar partió. Nadie vio la despedida, pero Ragnar se quedó solo en la tierra de su tía Gunilda, condenado a aprender el manejo de la espada y a compartir aquellos tiempos con Widukind, con quien, afortunadamente para los fines de ambas familias, parecía estar formándose una amistad sincera.
Cuántas veces recordarían el suspiro de aquellos alisos junto a las aguas del Hunte, cuántas, no sabrían decirlo, el canto de los alerces y de los tejos milenarios, acariciados por el viento que barría aquella tierra fronteriza, marcada con piedras, estacas musgosas y zanjas olvidadas, durante las batallas con armas de madera y las lluvias de piedras. La tierra de Wigaldinghus era un campo de juegos y de cacerías. Para aquellos niños, nunca había suficientes horas con las que disfrutar de las muchas aventuras que ofrecía el paisaje de los páramos, ya fuera invierno o verano, tanto si llovía o nevaba, como si salía el sol. En medio de aquella incipiente educación guerrera, a Angus le resultó difícil instruir a Widukind en materias intelectuales; la presencia de su primo Ragnar produjo un cambio terrible en él. Rara vez era posible separarlos, y se limitaba a seguirlos y a vigilarlos, como una niñera, no como un maestro. Aun así, logró inculcarle los rudimentos del latín. Constató que su capacidad era mayor en el comercio de las cifras que en el de las letras, y atendía a cuestiones relacionadas con las estrellas con mayor atención que a sus cuentos cristianos.
No mucho tiempo después de la partida de su padre, Ragnar tuvo que integrarse en las tareas de la aldea. Warnakind se sentía impresionado por la destreza del muchacho en el arte de la caza, y comentaba a menudo a Widukind lo mucho que tenía que aprender de su primo. Su pupilo se esforzaba, convirtiendo la amistad en un reto, tratando de igualar en todo al inigualable Ragnar. Angus se sentía a menudo defraudado. Si en algún momento había constatado que Widukind mostró cierta inclinación hacia la reflexión duradera, todas sus esperanzas se vinieron abajo debido a la presencia de su primo. Widukind se enfurecía cuando algo no le salía bien, luchaba hasta el desfallecimiento, trepaba árboles, daba de comer a aquellas jaurías de perros guardianes, mitad lobos, que vigilaban la aldea y los rebaños; también se metía continuamente en peleas y era vehemente. Esa tendencia de su carácter, cercana a la más horrible de las frustraciones cuando no obtenía lo que esperaba como compensación a cualquier esfuerzo, se acentuó con el paso del tiempo, hasta que comenzó a destacar en el manejo de la espada corta, que al principio era sólo el langsax, nombre de la versión más larga de cuchillería entre los guerreros sajones. Esos ejercicios eran practicados hasta la saciedad durante mañanas enteras, tiempo durante el cual competían con réplicas de madera. Las contusiones, los cardenales, las cicatrices y las suturas con aguja candente eran habituales en estas circunstancias, y en más de una ocasión Angus debió llevarse a algún chiquillo desfallecido del improvisado campo de batalla, bajo una lluvia de piedras entre bandos rivales, para que Helglum lo tratase con alguna de sus curanderías milagrosas.
Si era cierto que los herreros de Yngvar eran toscos en el manejo de la espada, también su hijo Ragnar tenía que aplicarse en las fraguas de Wigaldinghus. Algo que no hacía ninguna gracia al chico, como el propio Widukind pudo comprobar. El arte de los herreros era sagrado entre los pueblos del norte. Se consideraba un oficio noble, el más noble de todos, y misterioso. El hechicero de la aldea visitaba a menudo a los herreros, bendecía sus lares y fraguas, recitaba palabras de oscuro significado. Los hijos de los nobles debían sudar en presencia del fuego. Se les enseñaba a martillar y a atenazar, se les obligaba a comprender los misterios del acero, aunque rara vez esto sucedía.
El taller de Guldwyn, el herrero que instruía a Widukind, a Gilbrandt y a Ragnar, entre otros chicos de la aldea, parecía haber sido abrasado por el fuego de un dragón que hubiese caído del cielo como una alada e infernal maldición: hasta tal punto estaban ya ahumadas sus paredes de fresno, ennegrecido el corpus de sus vigas y aparejos y herrumbrosos los clavos que las sujetaban. Su techumbre, destartalada y cubierta de pieles goteantes, parecía el pellejo de una bestia inmunda abandonada a su suerte en el páramo, al oeste de la aldea. Un arroyo fluía arrastrando el lodo rojizo del que se alimentaban las altísimas matas de centella, hierba y estramonio.
—Eso es sangre querusca —canturreó la grave voz de Guldwyn por encima del hombro de Ragnar, que miraba absorto un remanso del arroyo.
El joven miró con su característico mutismo al herrero.
—¿No sabes qué es un querusco? No me extraña, tienes cara de ser uno de esos asnos venidos del norte… —Guldwyn se arremangó e introdujo un odre en la corriente, esperando que se llenase. Sus manos eran gruesas como mitones. Aparentemente calcinadas y llenas de marcas, que se confundían como un tatuaje con el dibujo de sus arrugas naturales. Su rostro era bien parecido, con la salvedad de que por encima del nacimiento de una poblada barba castaña sus ojos claros contrastaban con los numerosos pliegues de sus párpados y de su frente, en la que aparecía un permanente gesto de desconfianza.
Ragnar se mantuvo impertérrito ante el despectivo comentario del herrero. Lo había entendido, pero se sometía estoicamente a los sarcasmos de sus instructores.
—¿Y tú, Widukind? ¿No me dirás que no sabes qué es un querusco? —inquirió de nuevo el herrero. Tomó el odre lleno y se puso en marcha hacia la fragua.
—El barro está rojo porque hubo una batalla —respondió Widukind, tratando de pisar una a una las huellas que dejaba el sajón en la espesa hierba, como si se tratase de un juego para matar aquel aburrimiento que los invadía durante las horas en las que estaban fuera de sus improvisados campos de batalla.
—Hubo muchas guerras —le corrigió el vozarrón del herrero—. Por eso estas tierras están rojas por dentro, y hay que darse baños de barro en verano, para que la sangre de los antepasados nos cure de los malos espíritus.
—Fueron los queruscos —siguió Widukind. Al menos en eso también era superior a Ragnar. Sabía algo que él no sabía. Ragnar caminaba detrás, aparentemente sin prestar demasiada atención.
—Eso es, Widukind —murmuró el herrero, que ya extendía la mano para abrir la puerta de la fragua. Se oyó el chirrido de los goznes. Widukind pudo ver por el rabillo del ojo cómo varias ratas emprendían la huida hacia los rincones, abandonando un gran pedazo de queso. Guldwyn avanzó entre los trastos de diversa índole que aparecían esparcidos por dondequiera que mirasen—. ¿Lo entiendes, Ragnar? Los queruscos son los abuelos de tu amigo Widukind, y ellos lucharon tanto que dejaron la tierra en la que vivían tan roja como su sangre, ¡así es como se defendieron de los invasores! —El herrero se acercó a la mesa, cortó un pedazo de queso y empezó a comer.
Algo en el entusiasmo con el que Guldwyn relataba esas gestas satisfacía sobremanera al protegido de Angus.
—Cuentos de abuelas —dijo al fin Ragnar. Guldwyn se volvió lentamente. Widukind estaba seguro de que si Ragnar hubiese estado al alcance del herrero, habría recibido una fuerte bofetada.
—Humm… bien —siguió Guldwyn. Volcó el contenido del odre en una olla de metal recubierta de costras metálicas y escoria—. Así que el joven Ragnar no soporta las leyendas sajonas… será porque está celoso.
—Está celoso —corroboró Widukind, triunfante.
—Veremos si Ragnar es capaz de hacer algo útil, o si deja en entredicho el buen nombre de su padre.
—El nombre de mi padre es sagrado —protestó el danés, repentinamente muy serio.
El herrero se rió en sus narices con malicia.
—Por eso nos gustaría que fueses capaz de seguir su consejo como buen hijo: en lugar de llamarnos mentirosos, demuéstranos si eres capaz de preparar un escudo que no se haga añicos al primer golpe de una doncella.
Guldwyn los apremió.
—Para empezar ve limando cobre hasta que tengamos polvo, no virutas, sino polvo, polvo tan fino que, cada vez que te inclines, tosas como un enfermo a punto de echar el hígado por la boca.
Se volvió hacia Widukind.
—Tú prepara estas pieles, no tienes cuerpo para limar hierro todavía; da vueltas al caldero y no dejes que el fuego se vuelva ambicioso, ¿podrás hacerlo?
Después miró con desdén a Angus.
—Y tú, bueno, no sé si serás capaz de hacer algo útil, pero no holgazanearás en mi fragua, de modo que trae leña… ¡haz algo!
Angus puso manos a la tarea y asistió al proceso de creación de escudos después de recoger la leña, que amontonó debidamente en el lugar que el herrero le señaló. La mayor parte de los escudos de los sajones eran, a diferencia del pesado armamento de los francos, de madera, y en su honor alababan la madera de tilo por su dureza y por ser mucho más ligera que el acero. Una vez listos los tableros, se preparaba un engrudo de pieles cocidas en un caldero, que Widukind se encargó de remover. El engrudo se aplicaba sobre las superficies de madera, capa tras capa, dejándolas endurecer con parsimonia; después, se untaban con una pasta caliente a base de óxido de cobre en polvo que Ragnar se encargaba de preparar con gran esfuerzo. El resultado era duro, impermeable y, sobre todo, ligero.
Fue gracias a esa clase de tareas que Angus la vio otra vez. Otro herrero de Wigaldinghus, muchísimo más rico, habitaba en el extremo opuesto de la aldea, rodeado de tierras que también eran suyas y en las que poseía cinco granjas y algunos esclavos. Había conocido a su familia, pero nunca supo que aquella joven misteriosa les pertenecía, hasta que la vio durante una visita de Ragnar y Widukind al taller de Guldwyn.
—¿Por qué no está casi nunca en la aldea? —preguntó Angus a Guldwyn, quien lo miró largamente antes de responder:
—No sabría decirte…, se cuentan muchas cosas sobre ella, pero no sé ninguna a ciencia cierta. Sé que sus padres la dejan ver poco.
—Tanto la aman…
—¡Al contrario! —la respuesta sorprendió al secreto discípulo del Dios Verdadero—. No es por amor, sino por otras razones bien diferentes.
Tras decir eso, el herrero ignoró a Angus y empezó a martillar. Angus se dio cuenta de que no lograría averiguar nada más. Para un extranjero, Guldwyn era, como todos los habitantes de Wigaldinghus, impenetrable como las piedras.
Se fijó en ella, pero se marchó rápido de vuelta a la casa de sus padres, de la que al parecer casi nunca salía. Había dejado algo de parte de su padre para Guldwyn. Vio su rostro como quien ve la aparición de una curiosa y bella alimaña a la entrada de una caverna, furtivamente, en un rincón del bosque. Logró retener su mirada, vio sus grandes ojos azules, casi grises, apagados, el extraño gesto que recorría su rostro, en el que leyó amargura.
En sucesivas visitas al herrero, Angus aprendió junto a los zagales a hervir cáscaras de nuez para teñir la lana, a enrollar la cera de los panales para hacer velas y a obtener musgo para limpiarse; ésa era una de las tareas a las que más tiempo dedicaban. Durante el otoño, los enviaban a los bosques del sureste, para recolectar toda clase de plantas, hongos y remedios. Gracias a esa clase de incursiones, Angus aprendió a distinguir la oreja de Loki del pie de trasgo, dos setas que se parecían mucho y que, sin embargo, deparaban una suerte muy diferente a quien se atrevía a comerlas. Pero el tiempo pasó y Angus no volvió a verla. No sabía por qué, pero quería saber quién era esa joven en realidad.