III

Widukind desconocía el verdadero motivo del viaje de Yngvar. Tampoco entendía por qué sus parientes vikingos habían venido a caballo, en lugar de ascender por el río, como se había anunciado que sucedería, a lomos de una de sus «serpientes de agua»,[12] cantando canciones de guerra. Hacía años que no veían un langskip[13] o un knörr en el curso bajo del Hunte, al norte, y la mayor parte de los habitantes de la aldea había fantaseado con la llegada de Yngvar, saltando entre los remos de una de sus largas naves. Aparentemente, se trataba de una sencilla visita a su hermana, aunque éste era sin duda un hecho poco común. Los hermanos no visitaban a sus hermanas una vez casadas. Era verdad que la relación entre el duque sajón Warnakind y la familia de su esposa, una noble danesa, había sido excelente a pesar de la mucha distancia que separaba a ambas estirpes, pero además Warnakind había pasado parte de su infancia en los Túmulos de Yng, lejos, en el norte de Gotland, donde había seducido y desposado a la hermana de Yngvar, Gunilda. Todo eso era lo que se había dicho, pero se hablaba poco de los planes futuros, y lo que ambos jarls hubiesen pactado tiempo atrás en secreto, eso nadie lo sabría hasta el momento definitivo, aunque Angus, como educador atento, empezaba a vislumbrar aquella intención manifiesta de mantener unidas las familias en el futuro. Y empezaba a escuchar un nombre que se pronunciaba con gran respeto y solemnidad: Goimo, el padre de Gunilda, en realidad era ahora el Rey de los Daneses.

Pocos días después, volvieron de una gran cacería por los alrededores y el Camino Verde se llenó de antorchas al caer la noche. Una franja violácea destronó el último resplandor de un sol gélido, y las tinieblas crecieron. Aires de brujería soplaron contra las encinas. Después, se festejó junto al fuego sagrado en la gran sala de Warnakind. Todos los habitantes de Wigaldinghus pudieron tomar parte en el banquete. Los daneses bebieron y gritaron, cantaron los sajones, la noche envejeció. Angus se quedó en un rincón, cerca de los muchachos, atento y, a la vez, tan perdido como siempre. No la vio tampoco en aquella ocasión; aquella joven, la única que parecía reparar en su existencia. Vivía en la aldea, se había cruzado con sus ojos grises en algunas ocasiones, pero todavía desconocía su nombre, quién era su padre o su madre, sus hermanos. Se interrogaba acerca del destino de los hombres, cuando oyó sus palabras.

Vigi, el hechicero danés, se inclinó junto a Widukind y le interrogó con sus ojos amarillos.

—Ya sé en qué estás pensando —dijo sin pestañear, quizá consciente de su hipnótica mirada.

—¿Cómo puedes saberlo? —apostó el niño, que se había familiarizado con aquel sacerdote de las tinieblas cuya sola visión imponía un silencio de muerte en el alma del cristiano Angus.

El hechicero se pasó la mano arrugada y áspera por la calva surcada de regueros venosos, cuyas formas parecían palpitar levemente por debajo de la piel al ritmo de sus palabras.

—Ellos me cuentan muchos secretos. —Sus ojos se movieron rápidamente en un rapto fugaz hacia lo alto. Angus, como la mayor parte de los muchachos por los que velaba secretamente junto a Widukind, persiguió aquel movimiento en busca de un misterio oculto en las sombras.

—¿Quiénes son ellos? —inquirió Gilbrandt.

—Los hombres de las sombras. Y él.

—¿Él? —preguntó Widukind. Angus temió un nuevo cuento de terror. Los hombres de las sombras eran las criaturas más temidas de la infancia sajona, ya había oído hablar de ellos.

—El viento —siguió Vigi. Puso su mano en la oreja izquierda, como si prestase atención a un lejano rugido—. Tiene voz y me revela muchos secretos —Vigi se sentó junto al chico después de lanzar una temible mirada a Angus—. Habla de los hijos de los reyes y de los hijos de los campesinos. Habla de cobardes y de valientes, habla de espadas teñidas bajo un sol fiero y habla de gigantes en un reino helado, y de hombres de fuego que habitan muy lejos, en el sur, en una tierra donde se esconde el sol cuando huye del cielo.

Widukind permaneció serio y enhiesto, pensativo. Gilbrandt se acarició instintivamente la nariz.

—No hagas promesas al viento, niño Widu —el rostro del hechicero vikingo se contrajo, amenazador—. El que hace promesas en silencio deja que el viento se las lleve.

Ingelbert, el otro compañero inseparable de Widukind, parecía petrificado junto al alumno de Angus.

—¿Por eso los hechiceros las escuchan?

El brujo no pareció prestarle atención, y ahora miraba sin pestañear al cristiano. Angus trató de ocultarse bajo la capucha, pero era imposible zafarse de los ojos amarillos de Vigi, ahora oscuros gracias al resplandor de las llamas y la escasa luz. No supo si lo que dijo a continuación se refería concretamente a él o si hablaba en un sentido general, pero sus palabras lo tocaron y le hicieron pensar.

—El que hace promesas al viento deja que las runas vuelen. Las palabras y dichos se alejan, el espíritu del viento se lleva la promesa. Parece que es una promesa sin valor alguno, porque nadie la ha oído, salvo un espíritu que huye en busca de ninguna parte, libre e ingobernable… pero al cabo de mucho tiempo, el viento llega al fin del mundo y allí da la vuelta sin darse cuenta, da la vuelta y retorna, vuelve sobre sus huellas invisibles y encuentra al que hizo la promesa y le exige que la cumpla.

Widukind parecía embelesado por aquellas revelaciones, que en el ideario de la infancia crecían de un modo incomprensible, abarcando misterios de una realidad que era inexplicable.

—Son las sombras del viento, niño Widu, las que espían el corazón de los hombres cuando caminan solos, cuando hablan consigo mismos, cuando recuerdan sus faltas y sus logros —insistió el vikingo. Al mover ligeramente la cabeza calva, el anillo de oro que pendía de su oreja derecha emitió un ligero resplandor triangular, descubierto por el fuego de una antorcha pasajera, que pasaba empuñada por un joven.

—Nunca oí hablar de ellas.

—¡Claro que sí! Están ahí, y ellas sí que oyeron hablar de ti.

Vigi atrajo la atención de los muchachos y los reunió. Algunos se sentaron en corro a su alrededor, como atraídos por un oráculo.

—¿Ni siquiera en los cuentos que te contaba tu abuela, la buena madre de Gunilda y noble esposa de Goimo Manoslargas, Goimo el Despiadado, en el crudo invierno danés, te hablaron de ellos? —preguntó a Widukind. Angus escuchaba atentamente. Se sentía como iniciado por la fuerza en un ritual sacrílego para sus verdaderas creencias.

Alguien echó unos troncos al fuego que palpitaba no muy lejos. Se había organizado una hoguera en el extremo opuesto de la morada, y allí se cantaba. Los muros de piedra estaban resecos a causa de la sempiterna presencia de aquel aire caliente.

—Hogueras ancestrales que parecéis no haber sido apagadas en los últimos mil años, en el sagrado y poderoso hogar de los ancestros de Warnakind… ¡os invoco! —recitó el hechicero, acariciando el aire con sus manos, como si pasase las yemas de sus dedos por el lomo de un caballo invisible, al que animaba a correr desbocadamente. Se puso en pie y se acercó a la hoguera, arrojó algo al fuego sin que nadie pudiera explicarse de dónde lo había sacado—. ¡Trepad, llamas, tatuando vuestros brazos con sombras ágiles y asustadizas! ¡Fuegos, elevad un resplandor de sangre y oro! —Los rostros de los muchachos, sentados en círculo, se iluminaron—, ¡acudid hechizados a la danzarina presencia de los sirvientes de Loki![14]

El viento soplaba afuera, y los vozarrones de los vikingos ululaban en la cámara más grande. Ragnar se había acercado de nuevo a los muchachos, tras robar un gran pedazo de carne que empezó a cortar con su gran cuchillo, repartiéndolo; luego, con un trozo de carne en una mano, hacía girar con la otra el cuerpo de un jabato ensartado en un espetón de hierro, que chorreaba su grasa sobre las brasas. Widukind no podía apartar la mirada de aquel joven silencioso y hercúleo. Había oído hablar a sus tíos y a sus padres de la portentosa fuerza del ynglingo, pero desde que lo había visto no podía creerlo. No sabía por qué, pero deseaba hacerse su amigo. Sin embargo, algo en el comportamiento de Ragnar lo hacía casi inaccesible. En primer lugar, su orgullo era grande. Rara vez miraba a los ojos a los demás, y cuando lo hacía sólo parecía pensar en partirles la cabeza. Sin embargo, no era ni tan simple ni tan bruto como se mostraba. Parecía disponer del don de saber en quién podía confiar y en quién no. Le gustaba elegir.

—¡Jovenzuelos de las praderas! ¡Echad rodomiel en el cuerno de Vigi! ¡Hinchad mi barriga de alegría hasta que salga vapor de estas orejas peludas…! Las valquirias vendrán a yacer con Vigi y las nornas querrán lamer el pendiente de su oreja antes de que él les enseñe el mástil de su drakkar…

Widukind se volvió hacia el barril, del que era custodio como hijo del anfitrión de la casa, y llenó con premura una cazoleta de bronce dispuesto a escanciar espeso medhu[15] en el cuerno del hechicero de los ynglingos. Una vez colmado su cuerno, Vigi bebió hasta vaciarlo, dejando que el jugoso caldo gotease por su rostro recién afeitado, ensuciando las ya mugrientas pieles que colgaban sobre su tenso pecho de nervio y tendón. Widukind se preguntó si el aspecto apelmazado de sus ropas se debía a aquel ritual de buen bebedor, después de haber decidido no cambiar de pantalones en los últimos diez o quince inviernos.

El viejo Helglum, sacerdote de los westfalios, alzó los brazos pronunciando un poderoso conjuro frente a la hoguera de los jarls. Arrojó alguna hierba reseca, que prendió de inmediato emitiendo una centelleante conflagración.

Vigi miró como si se hubiera sumido en una ensoñación que atravesaba las paredes. Ahora estaba lejos, raptado por el vapor de la bebida. La inspiración acudió al brujo, sus ojos amarillos fueron raptados por el horizonte del mundo.

—Veo sombras en las paredes, sombras que se arrastran en la vasta noche de los mundos, en busca de sus señores… —recitó—. Señores de sombras que vagan lejos de los túmulos de los reyes de nuestra tierra, y que nos persiguen… Reyes de hueso que agitan sus cabelleras al abandonar sus cuevas de sombra… Calaveras de ojos vacíos que castañean sus mandíbulas decrépitas tratando de pronunciar nuestros nombres…

Gilbrandt miró a Angus por encima del hombro, indeciso. La sola presencia del hechicero vikingo hacía que su nariz palpitase de dolor. Pero si había algo que temía todavía más que eso, era la mención de los «hombres de las sombras». La sala guardó silencio a pesar de la abundante bebida. Helglum señaló a Vigi, pidiendo atención a los que allí festejaban.

—¡Hombres de las sombras! —susurró Vigi de un modo terrorífico, como con lengua de víbora. De pronto abandonó la ensoñación, se puso en pie, ebrio, levantó los brazos y giró atrayendo su atención, lentamente, para escrutarlos a todos con una penetrante mirada, poseído por algún espíritu. Sus ojos adquirieron un tono anaranjado al resplandor de las llamas, que parecía capaz de embrujar a las mismas serpientes—. Deberíais saber que los fuegos mágicos de la noche, cuando las runas han sido pronunciadas, esos fuegos son capaces de convocarlos, pues las llamas solitarias en los campos, en medio del soplo de los cuatro, los atraen como el río a la nieve o el mar a los ríos… Sólo al amparo de los fuegos de Loki pueden ellos reencontrarse y danzar, danzar, ¡danzar como locos de venganza, en busca de promesas incumplidas…!

»Mucho tiempo atrás, en la tierra del sur de Gortaland, un joven quiso amar y amó a una joven que le correspondió. Ambos caminaron cogidos de la mano durante un verano, y las flores los vieron, y las abejas los vieron, y los árboles los vieron. Pasó el verano, y el joven tuvo que marcharse. Tomó su arco y grabó las runas, y prometió al viento por última vez, como le había prometido durante todos aquellos paseos, la promesa innombrable que cada hombre esconde en su interior, oculta bajo todas las máscaras de sus palabras, escondida para que nadie la vea, su promesa… Y entonces se marchó y partió lejos, y allí donde sus antepasados vivían, al otro lado de los fiordos altos de Thor, su padre le dijo que se casase con una rica muchacha y le prometió riquezas y anillas rojas y brazaletes amarillos, y una espada y muchos hombres que le obedecerían. Y así, quiso olvidar su promesa aquel joven. El viento volvió tras escuchar las trompas de su boda, y viajó lejos, y pasaron los años, y la sombra que en él se ocultaba navegó por mares fríos y trepó los hielos y las rocas negras del norte, y un día volvió, para encontrarse en aquel mismo lugar. Supo de la muerte de una joven, y las antorchas iluminaban su cuerpo. Acabó la marcha fúnebre y la sombra acarició con su fría e invisible mano el rostro todavía terso de ella, pero las flores de otro verano y las abejas y los árboles se lo contaron, le contaron todo lo que vieron cuando fue amada, y la promesa de su prometido enfureció a la sombra. Quiso que él y la nave de los suyos estuviese cruzando las aguas, en busca de las costas danesas, en busca de botín contra los buenos daneses. Allí donde los vientos se vuelven rabiosos, la promesa fue gritada por el hombre de las sombras, y todos los vientos que vagaban se enfurecieron contra el mástil, el casco y la vela. Los daneses vieron desde la costa cómo el barco iba a ser destrozado contra las fauces afiladas de un acantilado atormentado por olas gigantes. Nada hubo que pudieran hacer los remeros, parecían condenados, hasta que su jarl, aquel joven prometido, se dio cuenta de lo que pasaba y gritó el nombre de ella. Al hacerlo, los torbellinos se enfurecieron, las olas se rompieron unas contra otras, el rayo engarfió todo el horizonte. Entonces fue consciente de todo. Se encaramó a las olas y gritó el nombre de su primera amada, a la que había traicionado, y allí se echó al agua, donde desapareció entre las olas. Sólo en ese momento el langskip pudo cabalgar de vuelta a su costa, sabiendo que la costa danesa estaba vigilada por los vientos de las sombras. Por eso se dice que los daneses son todos hombres buenos y honrados, pues cuando salen a la mar deben enfrentarse a los vientos y a sus sombras, y sólo los hombres honrados podrán librarse de su presencia, pues de no ser así se tragarán los barcos y los harán pedazos antes de escupir sus astillas por las playas desiertas y remotas de Gortaland…

Aquella noche, Widukind se quedó desvelado, espiando el movimiento de las sombras, que reptaban por las paredes de aquella cámara a medida que las llamas languidecían. A veces creía reconocer el rastro horrible de una larga mano, que reptaba indecisa hacia él. Otras, la espantosa aparición de una capucha negra, de una capa, la tentación de un fugitivo abrazo que los perseguía, tratando de hurgar en los sueños de los que ya dormitaban acurrucados alrededor de las hogueras.

Ragnar tampoco dormía: estaba sentado sobre mantos de pieles, afilando lentamente los bordes relucientes de su hacha. Widukind apartó su cubierta de piel y se acercó al fuego moribundo. Ragnar se detuvo y miró penetrantemente a Widukind. No estaba muy seguro de que lo hubiese invitado, pero Widukind se sentó frente a él y clavó su mirada azul, diáfana, en el rostro del joven vikingo.

—Yo tampoco puedo dormir —dijo.

—¿Tienes miedo de los hombres de las sombras? —preguntó Ragnar inmediatamente. Era la primera vez que lo oía hablar.

—Creo que no. A mí no me harán nada —respondió Widukind—. Los he visto algunas veces y, en realidad, no me hacen nada.

—¿Los has visto? —preguntó Ragnar, mirándolo furtivamente.

—A veces. Son muy negros y se confunden con la noche. Pero si te quedas en el bosque puedes verlos porque les atrae el fuego. Los vi cuando fui de caza con mi padre… —explicó Widukind con absoluto convencimiento—. Se levantan y se arrastran entre las sombras, y nunca puedes distinguir claramente su cuerpo, porque no lo tienen. Creo que la gente que les tiene miedo es porque no puede verlos.

—Te lo estás inventando —añadió Ragnar, y sonrió por primera vez, mirando con franqueza los ojos de Widukind.

—¡Es verdad! —insistió—. Te juro por Loki que los he visto, y te los enseñaré cuando vayamos de caza.

—No deberías jurar por Loki…, puede traer infortunio.

—Mi abuelo Wildakind siempre juraba por Loki —repuso Widukind con franqueza.

Ragnar se quedó muy serio de pronto

—¿Me los enseñarás? Y… ¿si no los veo?

—Les diré que se acerquen a ti.

—No te hacen caso, no eres un hechicero… —Ragnar siguió afilando, tratando de ocultar su interés y su inquietud.

—Eso es cierto, a mí no me hacen caso, pero en realidad sé que me siguen, me ha pasado muchas veces. No sé por qué lo hacen.

—Vigi dice que son sombras de hombres que han muerto hace mucho tiempo, y que se han unido para vagar en busca de alguien; que algunos ya no recuerdan nada, pero que buscan algo o a alguien, y que cuando lo encuentran lo persiguen hasta que muere.

—Los hombres de las sombras… —murmuró Widukind pensativamente, clavando su mirada en las llamas; entre la fascinación y el miedo había espacio para la curiosidad.

—¿Ves esta marca? —Ragnar se señaló el hombro derecho, descubriéndoselo. Allí había tatuada la forma de un águila que apresaba con sus garras la runa de la victoria—. Me la hizo Vigi… me salvará en los combates.

—La conozco —asintió Widukind, pensativo.

—Vigi dice que seré un gran jarl entre los míos, y que viviré muchos años. ¿Y tú?

—No se lo he preguntado.

—Deberías hacerlo. El puede ver el futuro. Se entera de muchas cosas que nadie ha escuchado, excepto el viento.

—No puede saberlo todo… No puede saber lo que yo seré. Nadie puede saberlo. Eso depende de mí —dijo Widukind con repentino enojo. Se quedaron mirándose a los ojos, y poco después Widukind volvió a su lecho, aunque no logró dormir en toda la noche. ¿Sería Vigi capaz de leer su futuro? Y si lo hacía, ¿merecía la pena saberlo…?