II

Widukind.

Un niño que no parecía tener nada especial a simple vista. No habría sido elegido entre otros por sus ojos azules, casi grises, que parecían recubiertos de un esmalte ceniciento; tampoco por sus cabellos castaños, que en verano se volvían más claros, como la hierba quemada de aquel mar que rodeaba Wigaldinghus; tampoco por una fuerza fuera de lo común en un niño, como era el caso de su primo Ragnar. Era el hijo de un jarl sajón y de una noble danesa, una de las hijas del rey de Dinamarca. Era un futuro señor de la tierra, un futuro hertug[11] del oeste, en Westfalia. Ésa era la razón por la que Remigio había elegido a Angus como su preceptor en asuntos que le protegerían de su mayor enemigo: los francos.

Sin embargo, alrededor de sus ojos se acentuaba un rasgo poco común, que algunos quisieron considerar una señal de los tenebrosos dioses germanos. Parecía llevar un antifaz: sus ojeras, hasta el promontorio de los pómulos, mostraban un color más claro, claro como los pétalos de una flor cuyo corazón es azul, enmarcando ojos de pupilas brillantes como zafiros cortados. No aparecían jamás en él las señales propias de la fatiga o el insomnio. Sólo aquel antifaz blanco y natural, o la rojez propia del vigor y la energía que cubren la faz de quien se esfuerza bajo el sol. Una señal de los dioses, decían los sajones, como siempre que uno de los suyos mostraba algún rasgo distintivo y extraño en su apariencia.

Aquel rasgo le daba un aspecto cándido y a la vez terrible, según fuera su repentino y cambiante estado de ánimo durante un juego, una persecución, una correría de chiquillos. Angus creía que el hechicero danés se quedó mirando a Widukind de ese modo porque había percibido aquello que él mismo vio desde el primer día como instructor: la mano de la Divina Providencia, que lo señalaba con secretos e inescrutables designios.

Yngvar era el nombre del padre de Ragnar, y un señor de gran fama en las costas de los daneses y más allá, entre los suecos hermanados por la ley de Gamla Uppsala, en una tierra que en verano era tan verde y floreada como blanca e inhóspita en invierno. Primogénito de su estirpe, había heredado en la propiedad de su nombre la raíz de los de su clan: los hijos de la Casa de Yng. Se suponían familiares emparentados directamente con el dios de las tinieblas. Si Yng había sido o no su fundador, eso nadie habría podido demostrarlo, y si tenía la barba roja o amarilla, según se discutía, era discusión en boca de necios, porque nadie podría recordar, ni siquiera los más viejos, cuál había sido el aspecto de Yng, si Yng había sido primo de los vanes, o si Yng bebía cerveza con Thor cuando el dios del trueno atormentaba aquellas colinas.

Leyendas paganas aparte, Yngvar era un severo jarl, con gran sentido del orden, de temperamento violento y risa atronadora; la mano derecha de su padre, Goimo de Dinamarca, trataba a sus numerosos hijos por igual, a pesar de que Ragnar era, con ventaja, el más fuerte de toda su descendencia, por encima de los primogénitos de Alfwir, que había sido el nombre de su primera esposa. Sólo de broma y cuando él no podía oírlo, se decía que Yngvar había hecho un viaje al norte de Gotland, donde, no contento con las mujeres que conocía a su paso, decidió seducir a una giganta, y que ella había sido la madre de Ragnar. Eso era, sin lugar a dudas, una leyenda, pero la verdad es que Ragnar había venido casi recién nacido con su padre al finalizar el largo viaje, y nadie conocía a su madre. Desde entonces, Yngvar había yacido con cientos de mujeres, pero no había contraído matrimonio con ninguna. Eso alimentó las leyendas sobre aquella giganta y cierta maldición, según la cual el hijo de aquella unión sería uno de los guerreros más fuertes del mundo, siempre y cuando Yngvar no se casase con otra mujer, en cuyo caso Ragnar caería fulminado y muerto. Mientras tanto, Ragnar crecía desproporcionadamente para su edad y maduraba como un prematuro guerrero, hasta el extremo de que había acompañado a su padre en el último desembarco en busca de saqueos en el norte de Engeland, en el mar del oeste.

Wigaldinghus apareció al poco tiempo ante sus ojos. Las chimeneas de piedra humeaban detrás de un montículo herboso pelado de árboles, que desde hacía siglos se consideraba la última morada de un antiguo kuninc querusco. La serpiente gris que era el Hunte ondulaba por las tierras bajas alrededor de la aldea, trazando un gran semicírculo que evitaba el promontorio. El sendero descendía ribeteado por cercas musgosas, y los perros venían ladrando al encuentro de los intrusos. Widukind y sus amigos los disuadían acercándose a ellos, pero éstos no dejaban de ladrar, alarmando a todo el mundo, convencidos de la insensatez de sus amos al dejar que los daneses entrasen en sus casas. Los intrusos fueron saludados al cruzar el anillo de piedra al pie de la loma y finalmente llegaron hasta el centro de la aldea sin librar batalla alguna hasta que se detuvieron frente a una construcción que se alzaba por encima de todas las demás. Musgo, hierba y líquenes tatuaban sillares oscurecidos por la lluvia. Las puertas de roble estaban entreabiertas, y varios de los hombres de Warnakind recibieron a los viajeros con los honores de la tradición y los bacines de oro y de cobre donde debían lavarse las manos antes de entrar en el hogar. Conscientes de su llegada, uno de los hermanos de Warnakind avisó a Gunilda, quien vino en compañía de varias mujeres, colmó uno de los cuernos con hidromiel y se lo extendió al jarl de los recién llegados, que era en realidad también su propio hermano, e Yngvar, apresando el cuerno, respondió:

—He llegado a la casa de mi hermana y de su esposo.

Helglum, el hechicero de Wigaldinghus, se acercó apoyándose en su largo cayado de fresno, árbol al que los paganos veneraban. Tocó la frente de los caballos con la punta del cayado, al que se le atribuía un poder protector y del que colgaba un ramillete de hierbas. Murmuraba extrañas palabras que nadie llegaba a entender.

—Eres bienvenido —añadió ella con una sonrisa.

—En tal caso, os entregamos nuestras hachas —dijo Yngvar resueltamente, como si tuviese prisa por acabar con la ceremonia, y diciendo aquello se retiró el tahalí del que colgaba, enfundado, el mango de su arma. Lo mismo hicieron la veintena de hombres que le acompañaba, excepto Vigi, el hechicero del pendiente, que entregó un largo y ancho cuchillo ceremonial de puño enjoyado, el cual puso encima de todas las armas. Los hombres desmontaron y los caballos empezaron a ser conducidos hacia los establos. Los perros, a regañadientes, fueron apartados de los invasores.

—Mi esposo salió de caza —dijo Gunilda—. Si hubiese sabido que mi hermano llegaría hoy, se habría quedado, pero sabes que os esperamos desde hace varios días.

—¡Déjalo cazar! —rió Yngvar—. La caza es buena en estos alrededores. Prefiero que sirva una presa recién muerta a que me agasaje con aburridas palabras. Largo es el camino desde los túmulos de Yng, hermana; nos entretuvimos en el país de las colinas verdes, cerca de Heithabyr.

—¡Venid todos al thing, hermano, es un día de alegría para mí!

Gunilda los acompañó, guiando a su hijo Widukind por la nuca, quien no podía quitarle ojo a su primo.

Se hicieron los honores, y Angus perdió de vista el cortejo de los daneses. Aunque invitado a pasar en la sala, no aprovechó la ocasión para acercarse al fuego y salió al aire libre. Miró las nubes y creyó ver el rastro del viento escrito en ellas. Se acordó de Él ¿Cómo había vivido Remigio en aquel mundo? Centrado en un oráculo, en el corazón de una orden, oculto y a la vez activo. Como el rayo en la tiniebla de la tormenta, invisible para el mundo, mas su trueno… ¿no invade colinas y bosques y recorre la tierra hasta sus confines cuando, infalible y determinada, estalla su hora definitiva? Tenía que aprender a salvaguardar su fe en medio de las tinieblas, y así, mientras meditaba, se hizo la noche y el frío mordió sus mejillas.

«Un hombre que se quiere tan poco a sí mismo no debe alcanzar poder alguno, pues se convertirá en un tirano». Angus recordaba aquella frase, una de las últimas que había oído en boca de su maestro Bernardo de Mortrand antes de asumir su cometido, y partir con la expedición. ¿A quién podría referirse…? Pero fue pronunciada en el contexto de la humildad. Como si la humildad fuese maldad, maldad oculta en el corazón, el gusano de su manzana. La humildad como una forma de supervivencia entre formas de vida más poderosas. Los sajones, como estaba observando, no practicaban la humildad en absoluto. Eran arrogantes, competitivos, violentos. Amaban el combate, la caza, todo lo que pudiese llevarse a cabo al aire libre y les sirviese para enorgullecerse de sí mismos. Incluso los granjeros y los artesanos, hombres libres todos ellos, tenían derecho a poseer y usar armas de guerra. Quizá por eso él era invisible para ellos y para ellas. Pasaba desapercibido con gran facilidad, y pudo centrarse en su verdadera ocupación: la formación de aquel joven que crecía rápidamente y la salvaguarda de sus sacramentos, así como la redacción de sus lecturas, a las que daba forma sobre malos pergaminos de los que se servía para entrenar su mano y la de su alumno.

Mientras la luz evanescente se marchaba a otra parte, los pasos meditabundos del sacerdote cristiano en tierras paganas recordaban el último encuentro con Remigio. No había sido hacía tanto tiempo, y, sin embargo, sus palabras volvieron a calar en su alma como el frío que llega hasta los huesos de un viajero extraviado lejos de su mundo. Remigio el Piadoso era como una montaña, pero la verticalidad de sus laderas estaba llena de misterio. Inaccesible, el maestro habitaba en su cumbre, en la cumbre de sí mismo, más allá del hombre y del tiempo… pero esa cumbre, salvaguardada por aquella inaccesibilidad, era un misterio para todos. Nadie conocía de verdad a Remigio.

Águilas y serpientes eran criaturas que a menudo visitaban sus breves discursos. Leones, lobos, osos… Hablaba a los lugareños con historias sobre animales, a los que personificaba a la perfección mediante diálogos alegóricos, como sucede en las fábulas de los paganos. Pero Angus no pudo asistir a una alocución completa. Esa clase de fábulas estaba reservada para los hombres poderosos que lo seguían. La Orden de la Espada parecía ser una Orden de los Elegidos. Se proponían entre ellos, algunos eran expulsados, la mayoría rechazados durante años, pero quienes pasaban a formar parte del grupo participaban de las enseñanzas de Remigio después de reuniones y cacerías. Remigio recorría la tierra y predicaba su extraviado Evangelio, recorriendo las aldeas de los señores de Westfalia, hablando en sus asambleas con palabras que no todos debían escuchar. La naturaleza de sus rituales, no obstante, por aquel entonces era un negro enigma para Angus, aunque de algo estaba seguro: la espada adquiría una condición mística, un mensaje que había sido capaz de penetrar en el corazón de aquel pueblo.

Durante los siguientes días, Angus tuvo que familiarizarse con las costumbres danesas. Y mientras se entregaba a la educación de Widukind, no supo nada más de Remigio, pues permaneció alejado de su templo durante mucho tiempo. Se dio cuenta de que, en realidad, iba a ser aleccionado por su entorno, y eso parecía estar en los planes del heresiarca. A pesar de todo, realizó un gran esfuerzo desde las raíces de su alma, que según algunos estudiosos se agarran con fuerza a los huesos y flotan en la sangre, dispersas, y trató de no renunciar en momento alguno a su fe.

¡Los evangelizaría, pensó, los evangelizaría a todos ellos, desde los jarls, hasta al propio Remigio! Trataría de alumbrarlos con la verdadera luz, no perdería su fe y llegaría hasta sus corazones… Cada noche anhelaba tales sueños, y así al fin lograba conciliar el descanso, sin renunciar a su verdadera fe.