Nunca olvidaría el día en que los vio por primera vez. No es que fuesen diferentes de los demás hombres, pero su fama ya trascendía las fronteras de Austrasia. Se había hablado durante días, semanas, quizá meses, de su llegada, y entonces aquel niño (que en tantas cosas era el pupilo de Angus y en tantas otras sería su maestro) los vio y corrió por aquella frontera del gaude[8] Wigaldinghus, una frontera marcada con zanjas, piedras y algunos árboles centenarios, no muy lejos de la serpiente gris que se retorcía por el paisaje del mar de hierba, el río al que llamaban Hunte. Los niños compitieron por llegar. Algunos de sus amigos tropezaron y rodaron por la hierba en la loca carrera, pero él fue de los pocos afortunados que atravesó la pradera mojada, como un potro desbocado, hasta llegar jadeante a la linde del camino.
Soplaba un fuerte viento en el terraplén y la seca gelidez de los páramos cortaba su rostro. El aire barrió sus ojos al abrirlos, arrancándole unas lágrimas que corrieron por sus mejillas impremeditadamente. Fue entonces cuando vio las cejas de aquel gigante barbado que se dejaba llevar por una bestia de ancha y altísima cruz.
Quedó paralizado por la mirada hosca y fija de aquel hombre. Su mejor amigo llegó junto a él, y se quedó como pasmado ante el paso del caballo.
—¡Widu! ¿Tú qué crees? ¿Será ese tu primo Ragnar…?
Widukind no logró apartar sus ojos azules de la figura. El hacha de dos hojas que colgaba a lomos de la cabalgadura, los fardos forrados con piel de nutria, la barba trenzada, casi amarilla, aquel yelmo como salido de un cuento, semejante a una máscara de cobre mal bruñida, no dejaban lugar a dudas. Allí los tenían. Habían estado escuchando historias sobre ellos durante todo el invierno, año tras año, y, si alguien le hubiese interrogado al respecto, Widukind habría asegurado que, desde que estaba en la cuna, sólo había oído cuentos que hablaban de sus sagas y aventuras, de sus herreros enanos, moradores de las grietas de la tierra, de sus dragones con tripas de fuego, de sus héroes inolvidables. Creía incluso haber visto relampaguear sus famosas hachas en combates en los que nunca estuvo. Gracias a su imaginación, había navegado a lomos de sus barcos invasores por los mares del norte hasta un reino de gigantes eternamente cubierto de blanco… ¿Vikingos? Concretamente, daneses.
—¡Widu!
El codazo de su amigo lo sacó de sus reflexiones con una amarga punzada de dolor en los riñones. Widukind se encogió sobre su vientre y se hizo un ovillo, momentáneamente sin respiración. Su querido compañero de juegos reía a su lado. Otro muchacho, más delgado que Widukind aunque espigado y de gran nervio, se reía señalando su rostro.
—¿Tanto miedo te dan que ya estás llorando?
Widukind se dio cuenta de que el aire frío le había arrancado algunas lágrimas y, todavía digiriendo el golpe, retrocedió con gran agilidad para clavar su codo en la cara del traidor.
Posiblemente si no hubiese sido su mejor amigo no habría hecho algo así. La confianza en los juegos llevaba a esa clase de manifestaciones. De todos modos, nadie sino Gilbrandt se hubiese atrevido a propinarle tal codazo en los riñones sin recibir a cambio una buena paliza, de modo que su merecida respuesta muy bien habría podido considerarse dentro de las buenas formas, al menos entre los sajones.
Gilbrandt se cubrió la cara mientras manaba profusa sangre de su nariz. Rompió a llorar, asustado, y se sintió demasiado consternado como para dar continuidad al combate a causa del rojo que tatuaba sus manos.
El propio Widukind se alarmó. De haber podido, habría escogido un codazo en el estómago, pues Gilbrandt era ancho de vientre y, aunque sus brazos eran los más fuertes de la horda, un buen codazo después de comer lo dejaba fuera de combate. La culpa la había tenido el comentario de Ingelbert… eso le recordó algo importante. Se olvidó inmediatamente de los gimoteos sangrientos de Gilbrandt y se restregó el rostro con cierta ansiedad, esperando hacer desaparecer inmediatamente las lágrimas que tanto mal podían causar a su joven virilidad, y más aún teniendo en cuenta que estaban ante una comitiva de daneses, a punto de encontrarse con su tío y con su primo.
En ese preciso momento, se volvió, encontrándose cara a cara con el rostro de un hombre calvo no demasiado mayor, pero de extraño aspecto. Sus ojos miraban de tal modo que, como las gemas del ligurio, parecían esconder constelaciones de hialinos cristales amarillos que creaban un extraño efecto en su mirada. La luz de la mañana entraba en ellos bajo unas cejas cerradas y poco hospitalarias. Su mandíbula se movía lentamente, masticando con delectación alguna pastosa raíz que dejaba un rastro en la comisura de sus labios, resecos y morados a causa del frío. Una sucia y gran capa de pieles de zorrillo blanco descansaba sobre su hombros, acorazados con placas de cuero.
—¿Quieres matarlo? —escupió su boca con desprecio.
Uno de los jinetes se detuvo. Era bastante alto, o al menos a Widukind, que no contaba con más de ocho veranos desde el día en que vino al mundo, así se lo parecía. Su cabalgadura era más nerviosa y esbelta que las otras, y pateaba inquieta, tirando del cordón de otra todavía más impetuosa, de cascos y orejas pequeños, que sin lugar a dudas era el caballo de refresco.
Se quedó mirando a Widukind, con tal curiosidad, como si hubiese algo en él que le resultase familiar.
El hombre del abrigo de zorrillo blanco ya inspeccionaba el rostro lloroso de Gilbrandt. Widukind se dio cuenta de que su amigo había dejado de gimotear. Estaba seguro de que tenía más miedo de las manos de aquel hechicero vikingo que de todos los males que pudiera haberle causado el golpe.
—Dime una cosa, niño, ¿crees que a las mujeres de por aquí les gustan los hombres gordos con la nariz torcida?
Gilbrandt se encogió de hombros imperceptiblemente. Las manos rugosas del calvo, cargadas de pesados anillos de oro, aferraban la cabeza del muchacho como si se tratase de una calabaza que quisiera hacer estallar.
—¿Quieres decir con ese gesto… que no?
Otros dos daneses se detuvieron a observar el espectáculo, impertérritos.
—Como no puede hablar él mismo, por derecho debería hablar su buen amigo.
Los ojos del hechicero calvo se volvieron y se clavaron en Widukind, quien se mantenía firme en medio del trance. El chico advirtió los pendientes de oro, cargados de runas, que colgaban de los lóbulos de sus orejas; el calvo parecía verdaderamente peligroso.
—¿Tú qué crees? —le preguntó—. ¿Quieres que se le quede la nariz torcida para siempre y que le crezca como una verdura?
Widukind respondió con decisión y nerviosismo, como si fuese una orden, sin serlo.
—¡Claro que no!
—¿Y qué opina ese hombre de las sombras, el que viste de negro con una capa de topo? —Entonces lo miró. Sus hábitos negros y su costumbre de permanecer encapuchado, algo que Angus asumía para poder evitar ver su propia cabellera (que trasquilaba una vez al mes, dado que los sajones no le permitieron la tonsura), le habían hecho injusto merecedor de aquel apelativo en muchas ocasiones: «hombre de las sombras», «hombre-sombra» o simplemente «sombra», o más bien la «Sombra de Widukind», con todos esos sobrenombres lo habían rebautizado en Wigaldinghus, donde a casi nadie parecía interesarle su verdadero nombre. El hechicero escrutó su capucha negra, siempre en busca de los ojos. Angus había llegado resollando tras la carrera de aquellos chiquillos endiablados, y ahora trataba de mantenerse al margen, aunque siempre atento.
—No…, claro que no —respondió Angus—. No sería bueno que su nariz quedase torcida.
La premura de la respuesta causó cierta gracia en el auditorio, que crecía a medida que nuevos viajeros se acercaban y se detenían a su alrededor.
—Ya lo has oído, cachorro de cerda, te haré un favor…
Las manos se cerraron con ensañamiento, los pulgares del hechicero apresaron sin piedad la nariz, la sangre corrió por las manos del danés como si de un asesino de niños se tratase y Widukind, aterrorizado, escuchó el grito atroz de su amigo a la vez que descubría un símbolo triangular en el aro dorado que colgaba de la oreja izquierda de aquel hombre brutal; todo eso sucedió en un mismo instante, y, un instante después, Gilbrandt gimoteaba y lloraba tan amargamente como sólo puede hacerlo un niño al que, en pocos minutos, han partido la nariz y vuelto a colocársela en su sitio, ambas acciones por la fuerza, y ambas sin un miserable trago de ardiente hidromiel que pudiese aliviarlas, o una correa que morder entre los dientes.
—Arreglaré cuentas con tu padre, me debe un favor… al menos un brazalete de oro —dijo el hechicero con una extraña sonrisa, buscando un paño con el que limpiarse la sangre. Los crueles daneses rieron—. ¡Gracias a mí, algún día, cuando seas mayor y mire tu cara, tu padre podrá decir: «me veo reflejado en el rostro de mi hijo», porque de lo contrario tendría que decir, al verte: «¿de qué mala madre es hijo este feo cerdo? ¿Con quién se acostó mi mujer para engendrarlo?»! Sí, tu padre me debe un buen favor…
—¡Siempre puedes arreglar cuentas con su madre, y que el favor te lo haga ella…! —las risas estallaron alrededor de Widukind cuando otro guerrero rubio hizo aquel comentario. Los niños no lo entendieron.
—¡Basta de chanzas! —rugió el señor de todos ellos.
El hechicero miró con desprecio al sacerdote de negro, al parecer ya consciente, con sólo haberle echado un vistazo, de que se trataba de un cristiano.
—No suelo aceptar favores de puercas, pero quién sabe… a lo mejor me gusta. Ahora podríamos hacer lo mismo con tu nariz, ¿no muchacho? —preguntó el hechicero a Widukind, aproximándose a él peligrosamente.
—No es necesario… su nariz está bien —murmuró Angus tímidamente—. El hechicero se quedó mirándolo con intensidad. Su cabeza lisa, que, aunque vagamente, le recordaba a la de Remigio el Piadoso, las hiladas amarillas y sucias que le colgaban del collar y la profusión de pliegues y nervios que surcaban su fuerte cuello, junto a aquel gran pendiente amarillo, lo intimidaron.
Entonces se rieron de él, de un modo tan ofensivo como amargo pudiera haberle resultado a un valiente sajón. Angus se dio cuenta de que su defensa de la nariz de Widukind había sido inútil y absurda, pues sólo se había tratado de una broma del hechicero, una broma que hasta Widukind había comprendido antes que nadie.
—¿Quién de vosotros es mi primo Ragnar? —preguntó el niño, sin apartar la mirada de aquel rubio altísimo. A Angus le sorprendió el hecho de que Widukind no se hubiese dejado intimidar por el hechicero.
—Ragnar… ¿te refieres a ese osezno? —inquirió el rubio señalando hacia atrás.
—¡Ahí lo tienes! —gritó el hechicero danés.
Había escuchado muchas historias sobre su primo, pero la realidad era diferente y sencilla a simple vista. Como debían ser todos los milagros, pensaba Angus. Ragnar era enorme para su edad. Si no tenía más de doce inviernos, entonces había crecido desproporcionadamente. Su mirada era tan desconfiada como la de cualquier otro adulto, y parecía, a diferencia de los demás, dueño de un rostro impenetrable, rudo y violento para tratarse de un hombre tan joven. Era el orgullo de la Casa de Yng,[9] el más admirado de los hijos de Yngvar y de los nietos del rey Goimo, honorable patriarca de la nobleza vikinga danesa. Era la promesa del pueblo danés.
Widukind vio a un muchacho de cabellos rojizos y oscuros ojos azules, con anchas espaldas sobre las que colgaba, para mayor pompa de aquellos paganos, una capa de piel de oso cuyos dogales con esquirlas de bronce se cerraban por debajo de su cuello. Parecía algo grueso, robusto como un tronco, llevaba brazaletes de oro y cargaba con un hacha de menor factura que aquellas llevadas por sus compañeros adultos, pero sin lugar a dudas no mucho menos peligrosa en sus manos. Era un hombre en casi todo, excepto en el llamativo detalle de que carecía de barba, algo que agradó a Widukind. Eso ya habría sido demasiado denigrante para la autoestima de los demás muchachos.
El caballo de Ragnar se detuvo. Detrás venía otra cabalgadura más grande y robusta, sin lugar a dudas montada por el mismísimo Yngvar.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos por aquí? ¿Sois la guardia de mi hermana? ¿Con qué clase de sajón se casó, que envía a unos críos a vigilar sus fronteras junto a los vados del Hunte?
Yngvar era grande, aunque no tanto como cabría deducir después de ver a su precoz hijo, que casi ya era tan alto como él. Llevaba un apretado peto de cuero negro, en el que destacaban ocho hermosas muescas de bronce labrado, por debajo de las cuales aparecía la soberbia fíbula de oro propia de un gran señor germano. Sus brazos parecían muy anchos en comparación con su tronco; sus cabellos eran abundantes, desordenados y tan rojizos como los de su hijo, y entre sus fardos cargaba con una máscara de guerra bañada en oro cuyas filigranas atrajeron inmediatamente la atención de los muchachos.
—Soy Widukind, el hijo de Warnakind.
—¡Ahí tienes a tu primo, Ragnar! —exclamó Yngvar—. ¿Quién lo diría? Has crecido mucho en los últimos años… Recuerdo cuando mi hermana te parió, eras pequeño como un gatito llorón…
Widukind se sintió ofendido al escuchar aquello. No le resultaba agradable que lo comparasen con un gatito llorón en presencia de su primo Ragnar, que al parecer había nacido con la robustez de un jabalí recién cebado.
Widukind metió los pulgares en el cinto y después acarició instintivamente la empuñadura de un pequeño sax[10] que le había regalado su padre por su cumpleaños.
Nadie reparó en el detalle, por supuesto, salvo aquel calvo de las manos ensangrentadas, el hechicero del pendiente. Observó el gesto con atención escrutadora, y Angus se dio cuenta. Cruzaron una mirada, y entonces éste empezó a lamerse la sangre de los dedos, algo que impresionó sobremanera a Gilbrandt, quien retrocedió, intimidado.
Widukind se mantuvo frente a él, aquellos ojos luminosos y serenos que le caracterizaban permanecieron abiertos, como si quisiesen atrapar el mundo entero, sin pestañear.
—Tenemos hambre, y hoy no podemos comer niños aunque me guste el sabor de su sangre, ¡dejadnos llegar sanos y salvos, antes de que nos cortéis la cabeza con esos temibles cuchillos! —bromeó el hechicero, terminando de relamerse los dedos—. O antes de que el regusto de esta sabrosa… hum… sangre, me obligue a dar un bocado a tu nariz…
Gilbrandt se volvió y echó a correr como alma que ve al diablo. Cuando estuvo suficientemente lejos, oyeron cómo empezaba a burlarse de ellos. Widukind e Ingelbert se rieron y empezaron a parlotear como aves, con gran entusiasmo, compitiendo por guiar a los daneses y encabezar su llegada a Wigaldinghus. La compañía se puso en marcha. Yngvar se quedó mirando a Widukind.
—Me recuerdas tanto a mi hermana… Tienes sus mismos ojos. La misma serpiente se oculta en ellos… ¡Adelante! Llévame a tu casa. Estamos hartos de matorrales, musgo y fuegos solitarios… necesito un lugar en el que descansar y beberme un festín. ¡Ya no soy tan joven y detesto los viajes largos a caballo!