Las alas de luz se desplegaron y un afilado haz sajó la negrura, dividiéndola y separándola con la misma fuerza con la que las aguas del mar Rojo se abrieron ante Moisés. Sus manos de fuego se abrieron desde el fondo del pecho como si extrajesen las entrañas de un sol: sobre las palmas encendidas, como una ofrenda que descendía desde lo más alto hasta un rincón del Abismo, estaba el corazón del ángel. Las manos temblorosas del penitente se alzaron, buscándolo; al tocarlo, sus ojos fueron cegados por una visión de terrible belleza. Era tal, que pronto se transfiguró en esplendor sin límites, en mancha blanquísima que colmó sus pensamientos, desbordándolos hasta las fronteras de la locura. La redención había besado su frente. Después, la voz pronunció su nuevo y verdadero nombre, lo pronunció con la misma claridad con la que un trueno retumbará al desatarse el primer sello del Apocalipsis:
PARZIVAL
Y se hizo la oscuridad, pues la luz alzó el vuelo con la celeridad de un rayo que, a la inversa y contra natura, abandona la Tierra en busca del Cielo.
Al abrir los ojos, nada le resultó familiar. Su cabeza, atormentada por pesados e invisibles martillos que se sirviesen de ella como yunque, reposaba en el barro. Sus extremidades, atadas, inmovilizaban su cuerpo. Sus ojos clarísimos, de un azul casi gris, parpadearon. Nadie estaba allí para recordarle quién era, salvo el recuerdo de la voz del ángel. Había sido un ángel de luz. Ésa era la inspiración, estaba seguro, que debía animarle a sobrevivir a cualquier precio. Había deseado morir, en su debilidad, flaqueando a los designios de la fe y la voluntad de Dios, que era inescrutable, pero la señal se le había aparecido casi al fondo del oscuro Abismo. Volvía de la ausencia de tiempo al cieno de la tierra y a las bestias de la tierra. Pero la visión del ángel había coronado sus esfuerzos, recompensando con un hálito de esperanza la más dura de las penitencias. Los recuerdos giraban desordenados en su mente. La presencia de aquel demonio… ahora se le revelaba sin atisbo de duda. Remigio estaba poseído por Satanás, sólo eso podía explicar el poder insoportable de sus palabras y la cadencia diabólica de su voz. El hereje era un siervo de la Gran Oscuridad que se abría paso con garras de bestia por los confines de la tierra, avanzando vorazmente hacia los dominios donde la fe pugnaba por librar de la tentación a los hombres y mujeres del rebaño de Dios. Girárd, su mentor y castigador, su redentor, había sido asesinado por la bestia y sus espías. También había una mujer. Ella había estado presente durante toda la expedición, el gusano que había hurgado en el cesto de manzanas, la víbora agazapada entre la fruta, al acecho para dar su mordisco. Todo estaba claro, el plan diabólico, desenmascarado. Pero su entendimiento era incapaz de percibir todo aquello. No: era la visión del ángel la que le mostraba el camino. Él había tocado su corazón, y ésa era la bendición, la redención final, la santísima señal.
Las voces de los paganos se aproximaron a su espalda. Sin poder girar sobre sí mismo, los escuchó. Esperó la muerte entre confusos rezos. Entonces lo alzaron del barro. Dos de ellos entraron en su campo de visión, y Parzival se sacudió, como loco, aterrorizado ante lo que veía. Demonios con lengua de serpiente y rostro de quelonio, ratas enormes de garras afiladas que se reían a su alrededor, danzando y haciendo burlas simiescas mientras sacudían sus colas celebrando al Diablo. No podía entender su lengua, pues era la del Infierno. Las bestias le mostraron sus dientes afilados y vio fuego en el interior de sus ojos y lujuria en sus lenguas. Parzival se contorsionó como un muñeco, al límite de sus fuerzas. Un saco cayó sobre su cabeza, cubriéndola, y dejó de verlos. Lo arrastraron y lo voltearon, quizás atado a alguna clase de bestia horrible que los alquimistas llaman catoblepas, y lo transportaron durante algún tiempo. Después lo dejaron caer. Allí, de rodillas en un terreno blando, cortaron las riendas que ataban sus pies y sus manos y después las voces se desvanecieron. Parzival se quedó inmóvil durante mucho tiempo. Poco a poco, sus rodillas se clavaban en el blando terreno, como si fuese a alimentar la tierra con su propio cuerpo. Entonces alzó las manos, lentamente, se las llevó a la cabeza y desanudó el cordal que apresaba la capucha. Lo retiró y abrió los ojos.
Matas achaparradas lo rodeaban hasta donde podía ver. El viento lloraba al soplar sobre la ciénaga. Ahora estaba sumergido casi hasta la cintura. Trató de mover las piernas, pero al hacerlo el barro le pareció duro y pegajoso como la lengua de un gato gigante. Echó las manos con desesperación hacia las ramas de un matorral y las apresó con fuerza. Tiró de su propio cuerpo hasta arrancarlo del cieno y se arrastró hasta el terreno firme en el que habitaban aquellas plantas. Se volvió al cielo, y sólo vio nubes tormentosas que vagaban en admirable procesión, quizás ordenadas por el Altísimo para cumplir un castigo ejemplar al otro lado del mundo.
Como alimentándose de aquella luz, el recuerdo del ángel volvió a vibrar en su imaginación. Ahora lo entendía todo. Al tocar su corazón un terrible don había sido depositado en sus manos. Podría discernir entre el Bien y el Mal con la rectitud de una regla. Había escuchado a los demonios, en lugar de dejarse asustar por sus máscaras humanas. El horror ya no sería invisible para él. Toda su vida había sido iluminada por aquel preciso instante. Y los actos de maldad que él mismo había cometido… ¿acaso los había cometido Él? Sí, había sido él, aquella voz… Ahora lo entendía todo. Todo. Durante muchos años, se había sentido atormentado por una voz interior, insaciable, que lo había empujado a cometer horrendos actos de los que se había arrepentido hasta desear su propia muerte. Era su arrepentimiento lo que le había salvado de un ajusticiamiento severo, para permitírsele caminar como penitente tras las huellas de su redentor Girárd. Al final del camino, la sagrada luz de la aparición había desgarrado las tinieblas de su vida: Asmodeo. Sí, ése era el nombre de la bestia inmunda, ése había sido el verdadero culpable, el instigador de todos los crímenes. Lo había poseído y tentado, lo había utilizado para satisfacer su execrable apetito de destrucción, de lujuria, de sangre… Se había infiltrado en su mente hasta torturarla y torcerla, se había servido de sus manos para raptar y de sus pies para huir. Había escuchado ese nombre en demasiadas ocasiones, perdido junto a una sibilante voz en las sombras de su imaginación, detrás, lejos, siempre lejos. Pero ahora lo entendía, Asmodeo, ése era el nombre del demonio que lo había incitado a cometer sus horribles pecados. Jamás quedaría libre de culpa. Pero la visión le encomendaba un poder, y tal vez una misión elevada en la Tierra, como penitencia.
El aire frío deslizó sus uñas por todo su cuerpo, empapado de cieno. Titiritó. Se puso a cuatro patas, trató de levantarse. Buscó una rama y la partió y se sirvió de ella para tantear el terreno antes de pisarlo. Estaba perdido en el laberinto de su vida. Eso era la ciénaga… el final de un laberinto inexplicable. Pero la visión lo sacaría de allí. Ahora sabía la verdad sobre sí mismo. Había sido redimido.
Parzival comenzó a rodear los arbustos con la parsimonia de un perro herido. Poco a poco, erró en círculos cada vez más amplios, hasta que se alejó de aquel lugar, que no volvería a ver en muchos años.