XIII

Lo que siguió a aquel momento extremo es un misterio para mi memoria. Creo que desfallecí, pues no conservo más recuerdos.

Sólo retuve aquella imagen, la proclamación de un poder infalible, los brazos alzados de Remigio, y me sumí en la sombra de la culpa.

Descendimos por las escaleras talladas en los huesos de la tierra con gran maestría. Ahora estábamos lejos de las aguas, en el interior de la selva. Después de despertar, Alfredo me había pedido que comiese algo, pero no pude y con pocas palabras me pidió que lo siguiese. Ya no quedaba nadie. Ni siquiera estaba ella, aquella joven… Observé los rostros pintados de los paganos. Vi las armas. Nos rodeaban. Nos habían guiado hasta aquel rincón, las antorchas ardían y la tierra del bosque, como removida por una gigantesca mano, daba lugar a un descenso que se abría hacia sus entrañas. Mientras la antorcha avanzaba me di cuenta de que las raíces colgaban a nuestro alrededor. Un gran espacio, por debajo del suelo del bosque, se abrió ante nosotros. Era un círculo de fuego. Detrás del círculo, todos aquellos guerreros empuñaban las espadas del mismo modo, de un modo singular que nunca antes había visto. Si algo los diferenciaba de los bárbaros sajones tal como los habíamos conocido, era su uniformidad y su silencio, el respeto que mostraban hacia el señor de aquel lugar. Según Remigio, el dios del odio y el dios del amor coincidían en un mismo punto, como líneas inevitables en el trazo de una bóveda, que repartían su carga en el cosmos ideado de un solo modo por Dios todopoderoso: la crucifixión, el sacrificio, la pasión de la identidad.

En el centro del círculo de fuego, estaba Remigio.

Los abetos eran negros, negros como la noche, y enormes. La selva crecía por encima de aquella excavación, cercando el cielo. Habíamos regresado a la noche y al mundo. Me di cuenta de que todos habían desaparecido, trasladados en balsas a otros lugares. Sólo Alfredo permanecía a mi lado.

—Remigio ha enviado a Ebo y a Ansgar hacia el sur; protegidos, los penitentes han sido liberados y enviados de vuelta. Llevan un nuevo mensaje para los francos, y una carta para Carlomagno. Un decreto de la Orden de la Espada.

No quise mirarle a los ojos.

—¿Por qué lo hicisteis? —pregunté.

Alfredo me miró con serenidad y tristeza.

—Sólo lo protegí, lo protegí del asesinato. ¿Por qué lo hizo él?

—Lo protegisteis dándole muerte…

—Ésa es mi culpa, no la vuestra, joven Angus. Cargaré con ella, como con el peso de mis decisiones, hasta el día en que me llamen y tenga que partir para rendir cuentas ante el Juez Supremo… pero hasta entonces, soy libre de pensar y de elegir, y de interpretar las Sagradas Escrituras.

—Sois otro hereje —le dije, confuso—. ¿También a mí me mataréis?

—¿Cuándo habéis tratado de matar a otro hombre sólo porque pensase de manera diferente?

Me quedé en silencio.

—Debo marcharme. Remigio ha escogido otro destino para Angus.

Mi corazón pareció querer abandonar mi pecho.

—¿No me dejará marchar?

—No. Ha escogido otro fin para Angus. Dice haber leído en vuestros ojos una gran fuerza, y os quedaréis; reserva una misión para un evangelizador, pues eso es lo que sois.

—Un evangelizador… ¿qué misión?

—Lo sabréis muy pronto —Alfredo retrocedió y me miró largamente. No quiso decir nada más. Después, se cubrió con la capucha y se marchó, volviendo por el camino por el que habíamos entrado. Me quedé solo, a un paso del círculo de fuego. Quise saber dónde estaba el cuerpo de Girárd, quise respuestas a muchas preguntas…

Otro destino… Consciente de mis dudas, nunca entendí su decisión. Quizá quiso demostrar con ello su capacidad visionaria.

—Angus, bienvenido a las raíces de mi templo —dijo Remigio, y giró sobre sí mismo, observando las paredes excavadas en el suelo del bosque—. Acercaos.

Le obedecí, pero me detuve cobardemente a unos pasos del círculo de fuego.

—No os abrasaréis al atravesarlo. Hacedlo.

Me tendió la mano y caminé hacia él. Vacilé. Las llamas no eran altas, mas no eran ellas las que me amedrentaban, sino su secreto significado. Aun así, di un paso al frente y entré en el círculo. Giré entonces sobre mí mismo, instintivamente. Después me encontré con los ojos de Remigio.

—Es necesario encontrarse en el centro del círculo de fuego para ser capaz de mirar dentro de uno mismo. Cuando alguien entra en él, se desconcierta. El horizonte desaparece. Ya no hay delante ni detrás, sólo un todo que gira eternamente.

—¿Qué es este lugar? —pregunté. Los rostros de aquellos guerreros nos vigilaban más allá de las llamas, y Remigio, con un gesto sutil les indicó que se retiraran; no me respondió hasta que nos quedamos a solas, encerrados en aquella habitación ígnea.

—Aquí está el fin de la tierra… y el principio de la piedra. Bajo nuestros pies está la gran madre de la piedra, por debajo de la turba que da sustento a la selva. Aquí deben ser clavados los pilares de un templo.

Miré a mi alrededor y comprendí.

—Desde aquí se elevará la iglesia, el templo de la Orden —siguió Remigio.

Las llamas decrecieron y, poco a poco, fueron apagándose, dejando puertas abiertas al tiempo que la luz decrecía.

—He escogido otro destino para ti, Angus. Duerme al amparo de estas llamas, en el centro del círculo, hasta que se extinga; envuélvete en esta capa de oso y no temas al frío. Mañana, al alba, comenzará para ti una nueva vida. No hagas preguntas —dijo mientras me entregaba su gran manto y se marchaba—. Sólo duerme, Angus, duerme para despertar.

Pasó la noche, y recé en silencio mientras las llamas se extinguían una a una a mi alrededor. No me dejaron enterrar el cuerpo de Girárd. Tampoco supe lo que hicieron con él, aunque probablemente su destino fue el cieno que se pudría en las márgenes más intrincadas del río, como suele ser costumbre en aquellas tribus perdidas en una edad remota de los años. A la mañana siguiente, me obligaron a desnudarme y desprenderme de mis hábitos; a cambio, me entregaron una holgada túnica negra, más abrigada, forrada por dentro con alguna piel salvaje que parecía impermeable. La capucha era más amplia y rígida. Eran los mismos hábitos que había visto en aquel jinete, andrajos de piel que me convertían en una sombra de la Orden. Me dieron una capa para el invierno, elásticos zapatos de piel curtida cosidos con tendones de gamo, y me permitieron conservar mi escapulario, mi rosario y mi cruz. Al caer la noche, me entregaron una yegua y me condujeron a otro alejado lugar. El suelo del bosque parecía más firme, y las hayas crecían tupidamente alrededor, como columnas en un infinito y verde salón. Después, llegamos a una cabaña. Vi el cielo nublado al caer la tarde. La cabaña estaba bien vigilada. Allí adentro, un cónclave de señores germanos esperaba.

—Warnakind, hijo de Wildakind, hijo de Wigalkind, descendiente y heredero de las runas y anillos de Wigalding, éste es Angus de Metz —habló uno de ellos en la lengua del norte, señalando al que me miraba, escéptico, en el centro.

Me estudió con la mirada. Era un poderoso guerrero germano, un sajón que encajaba a la perfección con las descripciones que me habían referido; muy alto, y en aquel día me dejó tal impresión como si fuese de talla más que humana, con ricos anillos de oro en los dedos anchos, un brazalete de púas, una coraza de cuero endurecido al fuego y un torque que invocaba el martillo del dios del trueno.

—Llévatelo. Es el pupilo de un buen hermano… Llévatelo a tus tierras, y no le dejes partir jamás. —Era la voz de Remigio. Estaba detrás de las llamas, rodeado de sus mudas sombras encapuchadas, y esta vez también él ocultaba su cráneo bajo el hábito. Desconocía su poder entre los sajones de Westfalia, pero parecía más profundamente arraigado entre los jarls de la región de lo que jamás sus enemigos francos habrían imaginado. Las sospechas de los altos cargos de Colonia no eran inciertas.

Warnakind me miró de nuevo, a los ojos. Observó mis hábitos. Después se alzó y puso su mano derecha en el hombro izquierdo de Remigio. No cruzaron palabra alguna, y Remigio se persignó.

No fue necesario que me colgasen cadenas o que atasen cuerdas en torno a mis manos. Me dieron las riendas de aquella yegua y monté a su grupa. Debía ser tan evidente que no tenía a donde huir, que pasé desapercibido entre la compañía de guerreros que rodeaba a la guardia personal de aquel duque sajón, pues era un hombre influyente entre los westfalios. Aquel escenario de locura en la selva quedó atrás. El hayal se nos tragó y desaparecimos. Remigio se convirtió de nuevo en una sombra entre las antorchas, y después en el recuerdo de una pesadilla. Sin decirme una sola palabra, sin adiestrarme, sin pedirme nada, sin exigirme cómo debía ser mi predicado, me había convertido en uno de los miembros de su Orden. Mi vida pendía de un hilo, pensé, pero no era la amenaza de la muerte lo que me ataba a mi nuevo destino, sino la incertidumbre, el desconocimiento casi absoluto de aquel devenir que me arrastraba hacia delante sin consultar mi vocación. Quizá, pensé una vez más, ésa era la voluntad de Dios.

De las muchas estirpes que allí dominaban la tierra y sus hombres, la de Warnakind era una de las más nobles. Sus compañeros lo festejaban y brindaban a su salud. Por lo demás, el líder no destacaba especialmente en nada, salvo en el celo con el que ordenaba sus asuntos, de un modo metódico que hasta ese momento no habría imaginado fuese propio de un guerrero pagano del norte, algo que me sorprendió grandemente.

Seguí los consejos de Alfredo, y asumí el precio de mi vida. Supliqué sin palabras, en mi fuero interno y, a veces, cuando estaba absolutamente seguro de que nadie me oía, rezaba en la oscuridad. No me sentí vigilado y estaba claro que nadie esperaba que huyese. Me enteré de que mi capa estaba confeccionada con piel de topo. El topo era un animal insignificante en la jerarquía de sus idearios bárbaros. No gozaba de divinidades mayores y no se le atribuían poderes valiosos entre los hombres de la casta guerrera, aunque sí entre sus sacerdotes. Se le consideraba curioso, entrometido y a la vez sabio por conocer todos los secretos de la huerta y sus habitantes, los sabios moradores del reino vegetal. Quizá por todo ello me hicieron entrega, sin parafernalia alguna, de aquella capa de pieles de topo que tuve que coser de nuevo en muchos de sus rincones. A pesar de lo que ellos pensasen, era una piel enemiga del agua, y me protegió de la nieve y del hielo a medida que el año envejecía. Siempre pude envolverme en ella cuando la gelidez arreciaba.

Acompañé a Warnakind durante aquel viaje hacia el este en busca de caza, encapuchado, solícito y observador, a la grupa de aquella resistente yegua, de cruz notablemente inferior a la de aquellos caballos de gran fuerza y brío que los jarls se reservaban para su propio uso.

Pero las cacerías acabaron y con ellas los encuentros con los ostfalios, y, al final del otoño, recorrimos un camino que iba hacia el noroeste. Llegamos a una patria marcada con grandes piedras erigidas por los ancestros de aquellos señores, y tras sus límites el viento soplaba con más fuerza, porque el mar se acercaba. Pero antes de llegar al océano existía otro mar, el mar de hierba. Wigaldinghus[7] apareció en el horizonte del mar de hierba, bajo una procelosa marea de tormentas que cabalgaba a lomos del viento desde el inefable norte. Las nubes parecieron congelarse. Vi las moradas de piedra, los tejados inclinados, las columnas de humo elevándose en medio del mar de hierba, el río Hunte, que serpenteaba en busca de los bosques. Mientras recorríamos el camino, las nubes galoparon a nuestra vera como en busca de guerra, hoscas, y la nieve comenzó a caer suavemente. Rodales de alerces y robles circundaban unas lomas ya blanqueadas cuando las trompas de los vigías y lugareños saludaban al señor de aquellos feudos herbosos, patria de caballos, osos y lobos. Podía oírse la canción del martillo en la casa de los herreros. Los niños corrían a nuestro encuentro, los perros saltaban de alegría entre las patas de aquellas cabalgaduras de batalla, impertérritas ante lo que habría sido una molestia para las bestias en otras ciudades del sur. Detrás de los vallados vi bueyes, esquivas gallinas, ruidosas piaras de cerdos. En lo alto de la colina se elevaba una fortaleza de piedra, argumentada con largas vigas de madera que se destacaban entre generosos y macizos paños de mampostería. La hiedra trepaba por algunos de sus lomos. Un hilo de humo se desvanecía en el viento helado al abandonar con recelo lo más alto del tejado. Ésa era la Casa de los Wigaldingios.

El tiempo se había detenido, como el cielo. Yo estaba ya demasiado lejos de mi mundo. En las proximidades de aquel gran thing que dominaba las praderas y páramos del mar de hierba, una casa más grande, guardada por perros que comenzaron a aullar, destacaba bajo dos tilos gigantescos que crecían en el patio interior. Era una bárbara construcción de piedra y no seguía orden alguno, a diferencia de los magnos edificios que había aprendido a admirar y querer gracias a la sugestión de la divina presencia de Dios a través de esos números perfectos que, a menudo y sabiamente, dominan el plan de una construcción abacial, catedralicia o monástica: aquél era un caserón de macizos muros, de hiladas cruzadas hasta la altura de dos hombres altos, sobre el que pesaba una espesa cubierta hábilmente tramada a base de madera, pieles y tierra, para proteger sus cámaras interiores de las lluvias y del ambicioso frío. Así pues, lo más destacable (aunque a aquellas alturas del viaje no me sorprendió) fue el hecho de que los pastos parecían trepar por encima del tejado y seguir por detrás hasta el techado de unos establos que eran propiedad común de la aldea. Supuse, al ver los fieros cánidos que me acosaban sin piedad, que se trataba en su mayoría de lobos adiestrados y acostumbrados a la compañía humana, al menos su aspecto así me lo sugería. A pesar de las órdenes de sus amos, alzaban y bajaban las orejas y me vigilaban, me olisqueaban como si mi olor fuera de otro mundo, desconfiando de mi presencia. Los sajones adoraban al lobo mucho más que al topo, desde luego.

Ése era el sagrado hogar de Warnakind, un duque westfalio. Al fin habíamos llegado. Remigio me había enviado a un sitio que desafiaba mi imaginación, tan alejado estaba de la mano de Dios. Remigio… ¿acaso un loco? ¿Qué se había propuesto? ¿No había mancillado mi alma suficientemente tras presenciar el asesinato de Girárd…? Me había escogido para una misión cuyo verdadero fin en realidad desconocía, y pasarían muchos años hasta que me diese cuenta del plan que subyacía en sus decisiones.

La bienvenida se celebró con una ceremonia propia de aquellas gentes paganas; asperjaron pócimas los ancianos, como para librarnos de malos espíritus, entregaron ramilletes de plantas que me eran desconocidas, sonaron las trompas y los cuernos de caza, y los hombres se saludaron; se hicieron reverencias y presentes, y los ancianos conversaron respetuosamente con Warnakind; finalmente vino el momento de contemplar mi destino, de mirarle a los ojos, pues los tenía, al mismo tiempo que un rostro y un nombre. Antes de que Warnakind entrase en su hogar, sus sirvientes trajeron un bacín de oro en el que éste se limpió las manos. Los demás lo hicimos en uno de cobre. Después accedimos por un oscuro aunque ameno pasillo hasta encontrarnos en lo que yo imaginé acertadamente era el corazón de la morada.

Yo me quedé a la izquierda de Warnakind, lejos, en el extremo de la cámara central. Traté de pasar desapercibido y no me quité la capucha. Tuve la sensación de que mi actitud reservada y meditabunda, siempre teñida de melancólica tristeza, no despertaba la simpatía de los sajones, pero sí su indiferencia y cierto respeto tolerante (como el que sentían hacia el topo), y eso me resultaba mucho más cómodo que haber sido, de un modo u otro, el centro de atención.

La mujer de Warnakind entró en la sala, seguida de lo que debía ser el séquito de sus sirvientes, compuesto por varias familias enteras. Era rubia. Sus cabellos habían sido trenzados con pulcra dedicación, posiblemente ésa había sido la razón de la tardanza en la celebración de la ceremonia, pues iba vestida con ricos atuendos: ataviada con gracia, de sonrisa inefable, con el pecho ceñido por un fino corpiño y la frente tocada con una diadema de crisólitos, ligurios y granates, erguía su cabeza con altivez sobre un cuello blanco como torre de marfil del que cayesen cascadas de perlas. Me sorprendió, más que cualquier otro rasgo, la gravedad de aquella mirada a pesar de la sonrisa, y no pude sino pensar en las representaciones de la Virgen María que los modernos, oponiéndose con fervor a los destructores iconoclastas de Oriente, habían esculpido en los talleres de Florencia y que nuestro abad había comprado para enaltecer la sala capitular del monasterio de Metz. Entonces y sólo entonces, cuando me aparté del rapto de aquella belleza, me fijé en lo que traía junto a ella, caminando con pasos cortos bajo su brazo con la mansedumbre de un cervatillo. Mi destino: un niño de no más de siete años, delgado, aunque bien proporcionado, de cabellos revueltos y rubios, de rostro impenetrable a pesar de su inocente edad. No sabría decir si miraba a su padre con miedo o con una porción de misteriosa idolatría, aderezada con esa prudente dosis de desconfianza que tienen los niños que no tratan demasiado a su padre. Pues sabido es que los niños aman a sus madres de un modo diferente que a sus padres, y que las niñas se sienten particularmente atraídas por el amor de su progenitor. Me fijé en sus ojos. Azules y brillantes como el esmalte de las bóvedas celestiales, muy abiertos, como dos lágrimas que hubiesen caído de los de su madre, igual que sus labios finos; su barbilla, no obstante, era como la de su padre, cuadrada y adornada con gracia con ese hoyuelo que se dice es rasgo de señores. Pero lo que más llamaba la atención, por ser lo que, de ese modo, enaltecía la armoniosa distribución de sus rasgos, se extendía alrededor de esos ojos tan luminosos, pues allí mostraba una especie de antifaz blanco, despigmentación de la piel sobre la que los paganos versaban ciertas leyendas y presagios. Esto era singular al ver su rostro. Allí donde otros habrían mostrado ojeras o sombras, su piel era más clara que el resto de su faz, la cual no era excesivamente albina aunque pálida como todos los habitantes de su tierra, y además algo pecosa, rasgo éste que me recordaba a los moradores de Hibernia.

—Widukind.

La voz del duque pronunció el nombre del niño, que inmediatamente y tras ser animado por una señal casi imperceptible de su madre, dio unos pasos hacia su padre. Entrelazó los dedos de sus manos y nos observó sin miedo, uno a uno.

—Mi hijo.

En ese momento, y por primera vez desde hacía mucho tiempo, Warnakind se acercó al niño y pasó su gran mano por la pueril cabellera, después se volvió y me atrapó con su mirada acerina. Extendió la mano y me hizo una señal. Los guerreros me miraron. Las familias de sirvientes escrutaron mi capucha, que ocultaba en gran parte mi rostro. Me incliné.

Por detrás, una mano asaz persuasiva me empujó levemente y supe que debía avanzar al encuentro del niño, quizá sin acercarme demasiado.

Me quedé parado, sin saber qué decir o hacer ante la mirada de todos aquéllos que me observaban. Estaba en otro mundo. No había nada que decir, pero me di cuenta de que los ojos de Widukind estaban llenos de sagaz curiosidad, algo que no había advertido cuando miraba a su padre. Me retiré la capucha piadosamente y dejé que me observasen. Algo debió haber en mi aspecto de novicio asustadizo y desaliñado que tranquilizó a la madre del niño. Me había crecido el pelo, y sin lugar a dudas apareció alborotado y sucio.

—Tú enseñarás a Widukind cuanto ha de saber, como Remigio te pidió.

Eso fue lo que Warnakind dijo. Asentí ante su dominante mirada. Después hice una reverencia a su hijo y otra a su mujer y retrocedí a mi lugar, con los ojos clavados en el suelo, como la habría hecho ante cualquier príncipe franco. Volví a echarme la capucha sobre el rostro.

Me abstraje y me remonté a los inicios, y me di cuenta de que aquello no estaba tan lejos de mis intenciones. Quizá Remigio y Alfredo, a su manera, habían sabido aprovechar mis propias convicciones mejor de lo que yo mismo habría sido capaz de imaginar. Estaba en el corazón de las sombras, dispuesto a predicar el Evangelio a una criatura llamada a ser poderosa entre los suyos: el hijo de un influyente duque sajón. Me había convertido en el maestro del hijo de un enemigo de Carlomagno, y por lo tanto del cristiano Concilio, pero una voz, aleccionada en mi interior con las impías experiencias que recientemente habían ocupado mi vida, me decía que no estaba allí para predicar el Evangelio a la manera del santísimo Suitverto, sino para prepararlos ante la creciente influencia de Carlomagno. Sin quererlo, como más tarde comprendí, era ya un miembro de la orden herética de Remigio, de la Orden de la Espada, y quizás una nueva espada del conocimiento que había abandonado el puño de Carlomagno para desaparecer en aquel mar de hierba, ya clavada en la fría tierra, en una aldea perdida en los confines del norte para aleccionar con su evangelio a los enemigos de la Cristiandad, esperando a ser desenterrada por un ángel oscuro llamado Widukind, y pido perdón por lo que hice, sin saber lo que hacía, y por lo que dije, sin saber lo que decía, pues de nada sirve saber lo que se dice si no se tiene en cuenta que las palabras, como vivos signáculos, conducen a otras ideas y estas ideas a otros hechos, pues los hechos mueven a los hombres y los hombres somos ciegos y locos, y estamos perdidos en el pecado. Por todo ello, imploro perdón y doy paso a los Libri, donde tú, paciente lector que sigues las palabras de este impío manuscrito, tendrás oportunidad del mucho conocer sobre la Res Gestae Saxonicae y las guerras carolingias y los muchos actos de Widukind, para comprender que al final triunfará la gloria de Nuestro Creador.

¡Alabado sea el Señor!