—¿Crees que ha sido él? —la voz de Alfredo me atrajo a la realidad. Sentí un frío letal envolviendo mi cuerpo. Fui consciente de que temblaba. Aquella humedad recubría mis ropas y las atravesaba. Sentí la mano de la joven, que apresó mi mano en la oscuridad, y así, sin poder librarme de aquella gota de calor, y aún deseándola, como si fuese mi guía, descendimos a las tinieblas.
Habíamos llegado.
Al fondo, la escarpada pared de roca ocultaba, entre hilos de agua procedentes de un nivel superior, los peldaños de una escalera.
Moribundas antorchas relucían en la orilla. Los tambores retumbaban en las profundidades, como si una maza golpease la tierra por encima de nosotros. Tuve la sensación de ser introducido en un misterio ominoso, de cruzar la línea que traza la diestra mano de Dios para delimitar las horribles tinieblas. Estaba entrando en el corazón mismo de una herética aberración sin nombre.
Me aterrorizaba encontrarme con aquel hombre del que llevaba semanas oyendo hablar; lo temía mucho más que a los mismos salvajes. Había hecho temblar mi fe, él torturaba los espíritus, dejando intactos los cuerpos; había destruido una parte de mí mismo, sin mover aparentemente un dedo, sólo estando allí, ante nosotros. Absorbiéndonos como absorbe un torbellino, atrayéndonos como atrae un abismo al que miramos fijamente.
Cabezas disecadas de animales pendían de los troncos de los árboles que se inclinaban en la orilla, resecos y muertos. Docenas de cráneos se amontonaban al otro lado, extendiendo ante nosotros una alfombra. Las balsas se adentraron en la cueva. Dentro de ella, las aguas continuaban fluyendo. Era más profunda de lo que parecía. La gelidez de aquellas aguas, deslizándose sobre una espantosa profundidad, gorgoteó a nuestro alrededor. El río seguía y seguía bajo las paredes de roca, dentadas como la cavidad de aquella serpiente que había logrado devorarnos, la serpiente del río, que nos había atontado como a estúpidos pajarillos que subestiman el poder de su depredador, hasta que es demasiado tarde para huir. Ahora sus fauces se desplegaban a mi alrededor, por encima de nuestras cabezas. Las fauces de la serpiente se cerraban tras nosotros. Habíamos sucumbido.
Por fin llegamos a la orilla. Allí las antorchas iluminaban la escalinata de un templo que ascendía por la pared hasta un nivel superior, una especie de plataforma, y una nueva cavidad en el intestino de aquel monstruo cuyo interior nos digería. Un árbol muerto nos mostraba, arriba del todo, la forma de la cruz, aunque sin abandonar su natural forma de árbol. No podía haber crecido allí, sin sol. Al ascender, me di cuenta de que, a lo largo de la cruz aparentemente natural que sugerían su tronco y sus dos ramas principales, había sido tallada la figura del martirio: el crucificado emergía de las formas, tallado en ella, como el espíritu del árbol escondido en el árbol y retratado en el árbol mediante el arte de la talla. Era un hombre joven y desafiante, con un ojo atravesado por alguna clase de arma, coronado de espinas, que sangraba, martirizado, como sangraban las costillas de su costado derecho, en el que había sido clavada una lanza enorme, una lanza de acero que atravesaba el árbol en el que había sido crucificado.
No me tranquilizó su visión, pues sólo era la prueba de una enorme corrupción del santo símbolo de la pasión de Cristo, y no su ensalzamiento; había sido erguido en el corazón de la barbarie, en el reino de las sombras. Sólo era necesario fijarse con algo de atención para darse cuenta de que su tono oscuro tiraba más bien al rojo, y que aquella rojez procedía de verdadera sangre, sin lugar a dudas, pues los goterones caían creando regueros más gruesos y densos en la parte superior de la talla humana, y un poco más aislados en la parte inferior de la figura. Era una cruz bañada en sangre. No quise saber si con la sangre de sacrificios animales o de sacrificios humanos… era imposible descifrarlo. Sin embargo, me pregunté por qué me escandalizaba de tal modo ante aquella salvaje representación, si en realidad Cristo había sido sacrificado del mismo modo.
—¿No fue acaso Odín crucificado por voluntad propia? Y mediante ese sacrificio, en el que fue atravesado por la impía lanza de Arimatea, ¿no se convirtió en la transfiguración de su propio poder…?
La voz procedía de las tinieblas, y era una voz profunda y serena, que no hablaba… recitaba, encantaba, subyugaba, pero no hablaba. Así no hablan los hombres mortales.
Girárd se armó de coraje. Sólo entonces me di cuenta de que las demás balsas no estaban allí. El resto de la compañía se había quedado atrás, en otra parte, o simplemente no había existido en medio de aquella pesadilla. Quizá todo había sido un pretexto del sueño, para llegar a aquel punto y lugar que era como el principio de todo.
—Herejías, Remigio, tendrás que renegar de cuanto promulgas.
La sombra permanecía sentada, encapuchada, en el último y más alto de los peldaños, con el mentón apoyado en su mano derecha. Se retiró la capucha, se puso en pie, se enderezó como un emperador y nos miró desde una altura inconmensurable. Su cabeza estaba blanca, blanca como el hueso que ya no deseaba ocultar. Sus ojos se perdían en nuestro interior, grises y claros, o acaso oscuros, sin duda bañados por una pátina de fulgor que procedía de otro mundo, sí, del mundo exterior. Aterrado, quise desaparecer, pero Alfredo me retuvo. No había lugar hacia el que huir. Junto a él estaba la mujer sin nombre, en cuyos ojos no leí miedo alguno. Ebo asistía al encuentro como mudo, inseguro. Ansgar vacilaba. El penitente Parzival se mantenía junto a Girárd, sin atreverse a mirar aquella aparición; su confesor se había ocupado de que estuviese con nosotros en el último paso hacia las profundidades. Me di cuenta de que no había nadie más allí. Sólo él, con nosotros. Ni espadas, ni arcos, ni hachas… Nadie. Los remeros retrocedieron, arrastrando la balsa corriente abajo. Remigio se enfrentaba a sus perseguidores sin el menor temor, y eso lo volvía todavía más poderoso.
Las balsas se alejaron. Habíamos sido abandonados en el reino del heresiarca.
—¿No son acaso el mismo?
No entendí aquella pregunta, pero rápidamente volví a sus palabras.
—No existen ni Odín ni Cristo, sino ambos, pues son uno, sólo manifestaciones de una misma Verdad, y es el Misterio de esa Verdad lo que ha de instruir a los hombres para mejorarlos, no el credo servil que los convierte en instrumentos de otros amos.
Girárd parecía tenso como uno de aquellos arcos que habían quedado a nuestras espaldas, aunque sumido en una actitud de serenidad controlada; sin embargo, sus ojos permanecían fijos en aquella estatua capaz de articular frases terribles y heréticas con la inocencia de un extraviado albedrío. Parzival se aproximó al árbol y recorrió con sus manos las piernas quebrantadas de aquella representación de Cristo, a los pies de la cruz tallada en el tronco de la naturaleza.
—Os habéis extraviado, Remigio —dijo al fin Girárd.
—¿Eso es todo lo que sois capaz de revelarme tras el viaje tan largo? ¿Realmente habéis venido sólo para… eso?
—Debéis reconvertiros; en Roma se os ha retirado la potestad misionera, y, según el Concilium Germanicum, ningún misionero podrá ejercer la obra de Dios en la Tierra sin el consentimiento de la Santa Sede…
Remigio descendió un peldaño, y temblé ante su aspecto. Era alto, alto y grande, más alto que Girárd, más alto que ninguno de nosotros; su persona irradiaba una fuerza extraordinaria.
—Girárd, ¿por qué no acabas aquello que Arnauld ha empezado?
Éste se quedó quieto, impasible.
Remigio se pasó la mano por aquella cabeza pálida, como si el recuerdo de un gran horror hubiese atrapado su mente. Se aproximó a la cruz y acarició lentamente la pierna del Crucificado, hasta detener sus dedos en su costado, en la lanza de hierro. Se encontró con los ojos de Parzival, quien, arrodillado, espiaba sus movimientos de hito en hito con gestos casi simiescos.
—Me gustaría detener el Tiempo para poder ver sus ojos, para mirarle directamente a los ojos. Me gustaría detener el mundo para coger el Tiempo con mis manos. Igual que hacen los niños con el barro, para darle forma y después volver a dejarlo libre, otra vez en movimiento en las corrientes de la historia…
Ebo se aproximó, vacilante. Su voz fue como el chirrido de una rueda descarrilada ante la música de aquella voz armoniosa que parecía dotada con el don de la profecía.
—Remigio, no han sido pocos los progresos que habéis llevado adelante, ¡escuchadnos esta vez! Volved con nosotros al Rin, abandonad esta cueva en la que sólo germina el horror… —Ebo se aproximó a él, y pareció que al fin había perdido el miedo cerval que invade a las criaturas de Dios cuando se aproximan a las bestias de la Tierra. Su deseo de salvación fue puro, y le habló como sólo habla un amigo—. Remigio, ya basta. No podéis seguir así, enviando cartas a los francos, quemando las iglesias, dando cobijo a la barbarie al amparo de una sabiduría que es cristiana… sólo despertaréis su ira, la ira de Dios.
—La ira es inútil —dijo aquél, sin prestar demasiada atención, absorto en una profundidad silenciosa. En todo momento me parecía que seguía sumido en grandes pensamientos que volaban muy por encima de aquella realidad, como sumergido en otra esfera que no era la nuestra y que continuaba en movimiento más allá de nosotros, en otro mundo al que no podíamos acceder, y que ni siquiera éramos capaces de imaginar o concebir. Me pregunté fugazmente si todo aquello podría truncarse, si existiría un fin como existía un principio, único para todos los acontecimientos, si se podría detener aquella simultaneidad extraña y ambigua entre los mundos… Pero del mismo modo que los insectos conviven con nuestras pisadas, así caminaba Remigio entre las almas humanas.
—¡Remigio! —le suplicó Ebo—. No sigáis por este camino, es hora de volver. Os esperan.
Y la voz del renegado llegó a nosotros desde las tinieblas, como la sibilante y a la vez grave voz de un dragón que despierta tras un largo sueño:
—Aquí están algunos de mis hermanos. ¿No han visto las coronas de rosas en lo alto de los árboles? ¿No saben que las hemos colgado allí para recibirlos?
Ebo se acercó a la aparición y puso una mano en su hombro, y en ese momento leí una inmensidad en los ojos de Remigio y, sobrecogido, caí bajo su embrujo, porque me pareció que había vuelto a nosotros, que había abandonado aquella dimensión inalcanzable para situarse más cerca, y su proximidad era abrumadora. Aquellos ojos estaban llenos de una piedad inconmensurable, más allá del enorme dolor que se ocultaba, ardiente, en su interior.
—Durante años fui de la oscura eternidad como el dulce sueño, el sueño de lo que otros me contaron, y fui su sueño y en su sueño quise existir… ¿Cuántos hombres fueron introducidos en mi confianza, que era la confianza de mi fe, que era la fe en nuestro Dios…? No sabría decir cuántos… Y entonces, cuando vinieron a mí, cuando confiaron en mi promesa, cuando los Padres de la Iglesia y cuando los señores del Concilio Germánico me llamaron, volví con mis corderos, con todos aquellos que habían sido corderos salvajes en las praderas de un mundo pagano donde yo esparcí la semilla de Dios; vine con ellos, con un gran rebaño arduamente atraído por la incertidumbre de la niebla. Ellos, ellos vinieron a mí, confiaron en mi palabra, y en la promesa, que era la promesa hecha desde lo alto para la Tierra, y yo sólo un intermediario del Cielo. Vinieron a la palabra del Señor de los Francos. Los corderos siguieron a su pastor, y dejaron muchas cosas en su casa… Yo había vivido con ellos, los conocía, había mirado en los ojos de sus hijos, en los ojos de sus mujeres, de sus parientes… Yo había visto tanto amor en tantos hombres, mujeres y niños… Y vine con mi rebaño salvaje a las orillas del gran río, al encuentro de los poderosos señores francos. Su promesa, has de saberlo, yo tenía su promesa y… ¿qué hicieron con ella? Yo…
El discurso de aquella palabra se interrumpió con un gesto y su mano derecha se volvió hacia el pecho y hacia el corazón, y aquel dolor de su corazón pareció manar en la oscuridad, hacia nosotros, más allá de nosotros y creí entender sin saber.
—Yo los amaba…. Y fui a Cannstatt llamado por Arnauld de Goth, portavoz del Concilio Germánico. ¡Ah… Arnauld! —gritó desgarradoramente, cerrando sus enormes puños y clamando al Cielo por encima de aquella bóveda de misterio—. Cuando mi rebaño estuvo reunido para confiar en nuestro mensaje, fui llamado y los abandoné. Y escuché los gritos, y escuché la ira, y vi la sangre. —Su voz se volvió grave y profunda—. Vi, tras huir de pesadilla en pesadilla, los cuerpos de mis corderos descuartizados sin honor alguno, sin vergüenza alguna, sin piedad alguna, en el nombre de quien los había invitado a confiar, en el nombre de Dios…
Remigio alzó el rostro y una mano rugosa y fuerte apresó la magnífica bóveda craneal; sus ojos, vacíos ahora, contemplaban una ruina sin límites, reflejándola en sus vitrales lacrimosos como una revelación, como sólo puede ser sin límites la ruina del sentimiento más allá de los cuerpos, y los cuerpos diezmados aparecieron en mi imaginación. Sentí la traición en el nombre de Dios.
—¡Oh, Arnauld, me engañaste y teñiste mis manos de sangre, sangre inocente…! En el nombre del Altísimo, yo me convertí en otra espada franca, la más pérfida y la más traidora de todas. En nombre de mi palabra fueron hechos pedazos los hijos de aquella tierra, los alamanes, todos sus señores, reducidos a un juicio impío en el nombre del amor de Cristo. La espada de Dios sobre la tierra, la espada de los señores de la tierra, la espada de los poderosos… los poderosos en busca de dominio, ¡y oro!
Sus manos se engarfiaron como garras de codicia, y sus ojos nos miraron, atravesándonos.
—¡Oro sin límites! El oro que mueve las manos de los señores, el oro de las arcas sin fondo, el metal que se funde y que brilla, vale más que las palabras, que las miradas de los niños, que la sed o el hambre, que el agua o la tierra, que los ancestros, los actos y los dichos, la memoria o el amor… La espada de Dios, malversada, segó las cabezas de mis corderos y vi mi rebaño hecho sangre…
—Callad… —aquel susurro había crecido y ahora se repetía; sólo al repetirse fue capaz de sacarnos de aquella visión atroz y todopoderosa, de aquel apocalipsis que emanaba por sus ojos, de su gesto infalible, de la vivida e inabarcable potencia de su memoria—. Callad… ¡no mancilléis el nombre santo y devotísimo de Arnauld de Goth! —ordenó Girárd. Se aproximó a la mole de Remigio, y se enfrentó, crispado, recurriendo a todas sus fuerzas—. Callad de una vez… ¿cómo podéis… atreveros… a poner en duda las palabras y acciones de los Padres de la Iglesia, del Concilio, del gran Arnauld? ¡Hereje! —escupió, y su voz fue discordante como el canto de un sapo junto a aquella voz, cuyo torrente retumbaba en las bóvedas dentadas de su tenebroso templo, apartado en la orilla del tiempo—. Castigaos de una vez, libraos de esa locura. Vuelve en ti y deja el mal camino, oh, el mal camino que te lleva a las más profundas tinieblas…
Remigio se volvió hacia él y lo apresó por los hombros, sin miedo alguno, poseído por la verdad de sus recuerdos, quizá, por una fuerza que le era consustancial e inexorable, y por primera vez en todo aquel tiempo Girárd, el severo, el pilar más fuerte de la misión, me pareció una simple asta que apenas podría sostenerse bajo el peso de aquellas manos.
—La matanza de Cannstatt, eso es lo que recuerdo… dictada a traición por el consejo de Arnauld de Goth, y que sobre su alma pese ese gran pecado. Yo fui el que los condujo allí. Durante años, tras ser enviado por los francos, trabajé para evangelizar y pacificar a los alamanes, para acercarlos a los francos y al mensaje de Dios… Pero no, eso no bastaba para Carlomán; el hermano del rey deseaba el poder, la propiedad, la anexión sin concesiones, y para ello era necesario atraerlos a traición, y matarlos. Fueron bautizados al cristianismo con un baño de sangre… Y eso se hizo con el consentimiento de cuantos altos cargos de la Iglesia estaban presentes en las sedes del Concilio Germánico, quien me atrajo, me premió y me prometió el avance de la evangelización…
—¡Mentira! —rugió, iracundo, Girárd. Una sombra se movió a sus pies—. ¡Mentira…! Los alamanes sólo eran salvajes, sólo eran una amenaza para la evangelización, se rebelaron…
—Me dais tanta pena…, ¿quién logró engañaros de ese modo, hasta borrar toda luz de vuestra razón? Hasta la más profunda de vuestras entrañas está teñida por la bilis de la falsedad…
—¡Apartaos! —Girárd se sacudió, como un animal se sacude de las fauces de un depredador; dio un paso atrás y pareció crecerse, respirando entrecortadamente.
Alfredo se aproximó a él.
Fue casi imperceptible, pero lo vi. Entonces Ebo retrocedió, Ansgar insistió y Alfredo puso su mano en el hombro de Girárd. Sentí que la mano que me había guiado hasta aquellas tinieblas me abandonaba. La escasa luz pareció decrecer, y no sabría decir cuánto duró aquel duelo.
—No hay remedio para la herejía… —susurró Girárd—. No lo hay. Jamás os creí capaz de escuchar si quiera las palabras de quienes sólo desearon vuestra salvación. Ahora lo veo claro. Tan claro como veis esos designios, yo veo los de la misión; no se equivocaban.
—Ate el miedo al cobarde a la amenaza de la muerte —respondió la voluptuosa voz de Remigio.