No sé durante cuántos días caminamos por la orilla de aquel río, sin tener más noticias del emisario de Remigio. La selva se contorsionaba hasta la misma orilla, en su afán por asomarse sobre las aguas. Las riberas se pudrían con el cieno de mil años. Una ciénaga atravesada por las aguas perezosas nos rodeaba; ningún ejército habría sido capaz de adentrarse en el laberinto de aquel santuario. Chillidos de pájaros y el furtivo ulular de las alimañas, sincopaban nuestro paso.
El tiempo parecía gotear lentamente, seguía y seguía como si nada pudiese suceder hasta que de pronto, hubo un cambio. El terror de las tinieblas gritó sobre nosotros, un grito atroz y penetrante, como el de un caballo al que tratan de acuchillar. La salvaje furia de aquel sonido nos arrancó de la difícil vigilia. Girárd se puso en pie, pude distinguir perfectamente su sombra al frente de la negra compañía.
—Hemos llegado —dijo Alfredo gravemente—. El está aquí.
Me puse en pie. Vi la sombra de Ebo, y su rostro quería mostrar la entrega al destino propia de un misionero: alzó los brazos y se quedó enfrentado a las tinieblas. Nuevos gritos espantosos nos rodearon. Antorchas errantes ardieron a una sola voz como por arte de diabólica magia. Avanzaron hacia nosotros. La orilla del río se llenó de un clamor de locura. Por fin se convirtió en un zumbido de voces, en un coro que recitaba su conjuro. Las antorchas avanzaron desde una dirección, la más densa de todas, tintineando en nuestra visión mientras emergían entre el intrincado tapiz de troncos y ramas. De las tinieblas surgieron las formas humanas, difusas, que sostenían cabelleras de fuego, y las antorchas nos parecieron siluetas de demonios que ardían por encima de cuerpos apenas esbozados en la sombra. Me santigüé, esperando lo peor. Ansgar y Ebo retrocedieron, pero Girárd se quedó firme, con la mirada suspendida en ellos, empuñando la cruz de madera como quien empuña una espada divina.
De entre las sombras emergió la figura del jinete negro. Iba cubierto con espesos hábitos que colgaban a ambos lados. La cabalgadura era de altísima cruz. Jamás había visto semejante bestia. Su pelo negro brilló con el fuego y avanzó poderoso hacia nosotros. El jinete retorció las riendas. Sus ojos parecieron descarnadas ascuas bajo la capucha. Iba descalzo. Las voces raucas de aquellos salvajes emitían un zumbido de cólera y ansiedad. Me pregunté cuánto duraría el martirio que Dios había escogido para nosotros.
La sombra se acercó. Las pocas mulas que nos quedaban, asustadas, tironeaban entre las riendas de los hermanos. Algunas incluso consiguieron huir. La presencia del jinete despertó un inexplicable pánico entre los miembros de la misión.
Parzival parecía ser víctima de un impulso, de algo que había intuido en él desde hacía días. Alfredo se volvió para retenerlo. Los ojos del penitente miraron con una extraña ansiedad al jinete, como si un apetito largamente controlado pugnase por dominarlo en busca de un crimen que al fin pudiese considerarse justo.
—Remigio os espera —dijo la sombra, y sólo en ese momento me pareció humana.
Quizá mi joven imaginación me traicionaba; quizá el miedo me trastornaba de tal modo que no era capaz de discernir con la frialdad con la que Alfredo asistía, tan inmutable como Girárd, a la representación de un misterio en el más siniestro de los escenarios. Parzival, al contrario, gimoteaba. Había vagado descalzo, una vez más, entre el cieno, y sus pies ensangrentados y purulentos estaban siendo purgados por las sanguijuelas. Enajenado, nos recordaba quiénes éramos con sus gritos; era el único que había permanecido fiel a su actitud desde el principio, a diferencia de los demás, y ello sin duda gracias a la severidad de Girárd.
—¿Nos acompañaréis? —aquella pregunta me pareció absurda. ¿Qué otro destino cabía esperar?
Girárd, ahora firme portavoz de la misión aprobada desde Roma, respondió por todos nosotros:
—Así lo haremos. Llevadnos en presencia de Remigio.
La montura retrocedió, respondiendo a un leve golpe de aquellas riendas, y volvió a sumergirse entre las filas de salvajes. Varios jinetes aguardaban detrás, sombras encapuchadas, quizás emisarios de Remigio, o ejecutores de su ministerio en el templo de la sombra.
La oscuridad nos rodeaba, las antorchas titilaban; el jinete esperó a que recogiésemos nuestros enseres. Después, caminamos en las tinieblas hasta el río. Allí nos aguardaban varias embarcaciones de escaso calado. En realidad, me di cuenta de que se trataba de balsas de troncos tramados. Sus remeros eran salvajes que se apoyaban con pértigas en el fondo del río. Aquellas aguas parecían seguir un tramo llano entre las colinas, donde una profunda selva se enredaba sobre sí misma hasta la locura.
Las embarcaciones se movieron arrastradas por la corriente; una vez más, tuve la impresión de que los elementos, de alguna manera, respondían a los deseos de aquel anfitrión. El que se me había antojado un loco hereje, un proscrito entre los francos, un hombre sumido en las tinieblas de la locura, abandonó aquel disfraz para crecer en mi imaginación impetuosamente. Algo grande se alzó ante mí. Un ser que ya no se me antojaba humano. Remigio nos perturbaba como el recuerdo de un cuento infantil que crece en la mente de los adultos, para mostrar su magnífica y sobrehumana ominosidad. Los remeros eran salvajes, y allí pude verlos por primera vez de cerca, a mi alrededor. Sus cabezas estaban casi rapadas en su totalidad, excepto por aquellas crestas que dejaban crecer en el centro y en los laterales de sus bóvedas craneales. Parecían iguales, uniformes como soldados de una barbarie ancestral. Un tinte rojo volvía demoníacas las facciones de sus rostros. No nos miraron, sólo remaron hacia adentro, hacia la oscuridad. Sus fuertes brazos se pusieron en movimiento, sus espaldas se curvaron. No nos prestaron atención alguna.
Allí, en la quietud de las balsas que se deslizaban hacia las profundidades, me pareció que al fin el destino de la Misión se desvelaría, que éramos arrastrados por una merza irresistible, ya no importaba que nuestras piernas no quisiesen avanzar, ya no era necesario hacer esfuerzo alguno, sobreponerse. Luchar. Ahora el último esfuerzo lo hacía Remigio, y la naturaleza era un aliado que nos succionaba como la respiración de un monstruo. Era él. El, que respiraba a través de los árboles, que se difuminaba en la niebla, que nos atraía hacia su santuario, hacia el sacrilegio de una Orden. Desde las sombras de los monasterios, me habría parecido un loco hereje, pero aquel viaje… Lo cambiaba todo. Ya era invencible en sus tinieblas, ya era supremo y poderoso, ya estábamos bajo su infalible poder.
Llegó la hora más negra de la noche, y al fin escuchamos el estruendo de una cascada. Las colas de agua caían bajo la luz de la luna errante y un vapor fantasmagórico se elevaba por encima de ellas, expandiéndose en la luz evanescente. El río se ensanchaba en un amplio remanso bajo la bóveda de aquellos árboles gigantescos. Llegamos hasta el extremo opuesto. La corriente avanzaba hacia aquel torrente y lo evitaba. Las estacas empezaron a elevarse a nuestro alrededor, largas estacas de juicio. Los tambores empezaron a retumbar. Las trompas imitaban el canto de los animales en sus florestas impenetrables.
La corriente los atrajo hacia sí y sortearon la cascada por un extremo. El vapor creció en una ondulación invisible, sin eco. De pronto, la sombra los devoró con un hálito gélido.
La selva se detuvo. El agua se detuvo. El tiempo se detuvo.