IX

Una tarde, la niebla era blanquecina y tan densa como si hubiesen extendido uno de aquellos muros mágicos como se describen en algunas de las fábulas de los paganos, cuando un nigromante adormece la naturaleza, presa de voluptuosos sueños. Sólo era posible traspasarla renunciando a la propia identidad de uno mismo. Era como una última prueba. Como si el camino de la Misión estuviese jalonado por una fuerza demoníaca que respondía a los designios de nuestro anfitrión. Quien se adentrase en aquella niebla blanca y pulcra se perdería en los caminos de las tinieblas que oprimen el corazón del hombre. Era la última prueba de un Dios que jugaba con sus más fieles valedores, volví a pensar; sólo habíamos partido con la promesa de evangelizar, pero los designios de la misión eran más ominosos. No hablaba ya con Alfredo, pues era consciente del extravío hacia el que caminábamos. Íbamos en realidad a acabar con un hereje, ése era el propósito último de nuestra expedición: acabar con la Misión. Y dudé entonces al enfrentarme al expectante y gélido silencio de aquella niebla, como si Dios supiese de nuestras intenciones y, supremo e inescrutable, nos invitaba a perdernos. Protegiendo al más grande valedor de su fe… ¿nos ofrecía acaso una última oportunidad para el arrepentimiento?

Nos quedamos quietos, quizá con la estúpida esperanza de que pasase de largo y nos evitase; pero la niebla llegó hasta nosotros y nos cubrió. Entonces se produjo un cambio y ya no vi absolutamente nada, y al poco las siluetas de mis hermanos sólo fueron sombras que se movían confusamente. Ni siquiera la palabra servía para encontrarnos los unos a los otros, pues temíamos hablar bajo aquella opresora atmósfera.

Sólo sentí que la mano de Alfredo apresaba la mía y después escuché aquellos gritos que procedían de una gran lejanía. Salvajes tronidos de trompas cortaron el aire, las manadas de lobos humanos cantaban festejando la cacería. Después se escucharon golpes en lo más profundo de la selva, que serían en aquel mundo como las campanas en las ciudades de las que procedíamos.

Me pareció caminar a través de una nube que se sumergía en una profundidad inextricable.

Ya estaban aquí. Podíamos sentirlos. Quietos como piedras vigilantes, ojos que acechaban… Detrás de la niebla sólo existía una nueva espesura, pero era humana. Su hedor nos circundaba. Al fin vinieron a nosotros.

La bruma se desplegó lentamente y, entre los desperdigados miembros de la compañía, no hubo palabras de espanto ni gritos de pánico, sólo un extraño y profundo silencio. Los hijos de aquel bosque nos observaban. Muchos de ellos parecían seguir sumidos en una profunda y remota edad anterior a los tiempos presentes, o quizás era como si el tiempo hubiese corrido en sentido inverso, para trasladarnos a nosotros a su mundo, o como si se hubiese detenido, para mirarnos a los ojos, para desvelarnos un misterio de humanidad inconcebible. Sus ojos eran fieros, sus cabezas carecían de cabellera, sólo algunos mostraban crestas. Sus rostros, como si hubiesen sido bañados en sangre, aparecían rojos de almagre, y los ojos, claros en su mayoría, cuyas cuencas habían sido pintadas de negro, eran implacables. Ellos, tensos como arcos a punto de arrojar su acero; nosotros, quietos como pájaros ante una enorme serpiente, como pajarillos estúpidos. Allí estábamos nosotros ante ellos, convertidos en piedra. ¿Habíamos alcanzado el corazón de las sombras? Todavía no. Un emisario, al frente de aquella comitiva salvaje, nos hizo la santa señal.

Sólo entonces me di cuenta de que Girárd permanecía fiel a sí mismo, a sus profundas y oscuras convicciones, fueran las que fuesen. Decidido. Lo noté en su forma de acercarse al emisario, asumiendo la autoridad que Ebo nunca había tenido. El emisario era un hombre de edad mediana, de mediana altura, de ojos medio abiertos.

—Sed bienvenidos, hermanos.

Había escuchado relatos sobre ciertas tribus germanas que habitaban en lo más profundo de los bosques, pero había dudado de su veracidad; sin embargo, ahora mis convicciones vacilaban, todo parecía posible e incluso cierto, como la magia que se les atribuía.

Girárd alzó su mano y Ebo, por vez primera, avanzó sin autoridad alguna, como un torpe mendigo que se encuentra de frente con el hacha que reparte muerte, a punto de ser decapitado. Los arcos se relajaron, las puntas de las flechas dejaron de señalarnos.

—Él os espera.

Alfredo se acercó.

—¿Cómo… nos espera? —preguntó Ansgar. Su rostro sudoroso era el retrato ideal de la incredulidad.

—Él lo sabe todo.

Ante aquella respuesta no cabía comentario alguno, pensé, y efectivamente nadie dijo nada. Esa afirmación era profunda y a la vez insignificante, como la bruma que se suspendía, en retirada, entre las columnas de los árboles, entre las malezas, sobre las aguas perezosas de un río profundo. Era sorprendente que lo supiese y que, sin embargo, nos esperase… ¿cómo podría ser de otro modo? El velo de niebla retrocedía lentamente por encima del río, como si una mano invisible retirase un manto blanco que resbalase sobre un cristal oscuro. Y las aguas negras rielaron levemente en el balanceo de sus estrechas embarcaciones con cabeza de serpiente.

Aquella noche nos resultó imposible cerrar los ojos. Podía sentir la vibración de sus corazones. La muerte parecía deslizar su uña suavemente por nuestra espalda, como si estuviésemos a la espera de nuestro último viaje. Girárd encendió un tímido fuego. Estaban allí, a nuestro alrededor. Ya nadie se atrevía a decir palabra alguna, por ser inútil, supongo hoy El murmullo de los rezos y de las oraciones creció. Vi los ojos de Parzival, las palmas de sus manos unidas, y su mirada me alcanzó, iluminada por el fuego moribundo. Ella esperaba junto a Alfredo, silenciosa. Seguíamos sin saber siquiera su nombre, tampoco si realmente era muda, aunque había quedado claro que no era sorda. ¿Quién, por qué, para qué estaba allí…? Esas preguntas habían quedado en segunda instancia, ante la inminente llamada de la muerte. Lo que tenía que hacerse ya estaba en marcha, como la estocada de un brazo armado que se mueve lentamente en el recuerdo, a pesar de su inexorable decisión.