VIII

Remigio… una espada extraviada de la mano de Dios. Quería enterrar ese descubrimiento, soslayar su visión y convencerme de todo aquello en cuanto había creído hasta entonces, pero me di cuenta de que el destino era otro. Fue como una revelación fulminante. Tardé en ser consciente de que el objetivo de la Misión era otro bien distinto.

Había que acallar su voz. Una voz terrible en las tinieblas. Un misterio innombrable para el cristianismo. La fundación de una orden repudiada por las fuerzas del Reino y de Roma. Había que acabar con él. Darle muerte. Asesinarlo. ¿O acaso era justicia divina…? Un hombre superior, acaso un santo, elevado a la talla de la santidad en virtud de su fuerza espiritual, debía ser eliminado de la faz de la tierra, pues podía estar alimentando la fuerza religiosa de un enemigo, en lugar de erradicarla con el enérgico giro de una guadaña que siega la mala hierba en los yermos campos de la tierra…

Allí estaba él, sin embargo: cada vez más grande en mi imaginación. Acaso invencible. Un monstruo santo, creación del horror abominable de la sombra, que nos atraía hacia un abrazo mortal. Remigio el Compasivo, Remigio el Piadoso.

Las noches se hicieron más frías y la humedad de aquellas selvas se extendió por el firmamento como la red de un pescador que trata de atrapar las estrellas inconquistadas, las cuales se sostienen fijas allá en lo alto, ajenas a los deseos de los hombres codiciosos y mortales. El río, aquel río frío y oscuro, seguía enroscándose hacia las profundidades de Westfalia, hacia las profundidades de un peligro que carecía de descripción. El camino de la vida se adentraba por fin fuera de la senda transitada. Habíamos entrado en el mal camino, para perdernos a nosotros… en Él.

No supe con certeza si fue sugestionado por tantos miedos, o por aquel sopor creciente, pero a partir de aquel momento evité los ojos de la joven. A veces los descubría. Se clavaban en nosotros con determinación. Eran negros, y después de verlos era como si se suspendiesen, enormes, brillantes, en medio de la aparición de la selva, como si me vigilasen fuera a donde fuese, sin poder huir de ellos. Descubrirla entre nosotros fue como encontrar un brazo de las tinieblas que se había introducido en el seno de la compañía para dividirla y apartarla de su camino.

El sol aspiraba los vapores de las ciénagas, que parecían palpitar como grandes ampollas que recubrían un rostro demacrado e infecto en la superficie de la tierra. Ciénagas y lodo bajo los matorrales, poblados abandonados, pueriles apariciones humanas en medio de las malezas anegadas por aquel adverso paisaje. Las nubes se erguían y caminaban. Los mosquitos nos acosaban entonces, un torbellino que crecía, zumbaba y amordazaba la voz del crepúsculo en los confines de un mundo abandonado. Las bestias de la tierra gruñían, ocultas, o aullaban a nuestro alrededor. Sólo Dios sabe lo que recé para evitar que sucediese lo inevitable… en vano.