El sol brilló por corto tiempo, pero mientras lo hizo creí recuperar la esperanza. La expedición avanzaba por solitarios eriales y landas, evitando las rutas habitadas conocidas en el interior de Westfalia, en busca del santuario. Seguíamos el curso de un río que amenazaba con sumergirse para siempre y desaparecer con nosotros en el espesor de un bosque negro. El horizonte la delataba, una mancha contra la luz acuosa, el portal del que había hablado Alfredo.
Cuando los árboles se elevaron sobre nuestras cabezas, más negros que la noche, escuché su voz junto a mí como la de un guía que me llevaba hacia las puertas de uno de los círculos del infierno:
—La palabra es un poder devastador. Remigio conoce ese poder.
Recordé la conversación de la noche anterior, y quise confesársela a Alfredo, mas evité comentar ya el exorcismo, cuyo solo recuerdo me espantaba. En mi desesperación, el era la única posible fuente de sentido, y sabía lo mucho que aborrecía las prácticas de Girárd. El pulso entre ambos era más que evidente, y me sentía tan protegido por la presencia de Alfredo como vigilado por la de Girárd de Montsalvat. Quise hablar del gran Bonifacio, no entendía a qué podía haber venido la comparación con el Roble de Donnar, que había sido abatido por el gran misionero años atrás en un acto de valentía evangelizadora.
—Wilfrid, un anglosajón que vino a evangelizar los territorios de la barbarie, y a quien todos conocemos como Bonifacio el Bueno… ¿os referís a él?
—Él echó abajo el Roble de Donnar.
—Veo que conocéis esa historia, pero me gustaría saber cómo os fue relatada, hermano.
Tomé aliento y me sentí al fin capaz de darle argumentos a favor de mi ideal evangelizador.
—Bonifacio, como ya es conocido a lo largo y ancho del mundo cristiano hasta los palacios de Roma —respondí— fue un fiel servidor de la evangelización en el norte. No contento con sus logros en las Islas Verdes, donde había nacido, fue arrastrado por una fe iluminadora y se marchó a las tierras ásperas. Tras pasar por el territorio de los francos, recibió gran ayuda para retomar la Misión, abandonada por el inconstante pulso de la fe humana, tan falta de la energía necesaria para llevar a cabo los duros designios del Altísimo. Una vez recibió el apoyo de los francos, el que en su juventud fue bautizado por su padre y por su madre como Wilfrid se perdió en las hostiles tierras sin otro poder que el de su fe.
—¿Y qué pasó entonces? —me preguntó él con gran interés, fingiendo no haber escuchado jamás esa historia santa. Me sentí inseguro una vez más, pero decidí seguir a pesar de su extraña actitud.
—Pasó que, entre los paganos adoradores de las tormentas, Wilfrid fue como una luz que por fin emergió entre las abigarradas nubes de la ignorancia a las que estaban acostumbrados. Se cuenta como una de las mayores gestas cristianas que Wilfrid predicó la Verdad a muchos de ellos, y que ayunó y que les enseñó a creer en el verdadero Dios, prometiéndoles paz y perdón por sus herejías… No pocos fueron los que trataron de eliminarlo, especialmente los sacerdotes del culto a las sombras. Había en aquella región un roble viejo como la Tierra, al que los lugareños veneraban. Muchos eran los adoradores de aquel árbol que venían a hacer ofrendas y sacrificios, suplicando favores al dios tenebroso que sacude las nubes y arroja rayos según sus cuentos… Wilfrid, un día de mucho pesar, afiló un hacha y se fue al pie del roble, y provisto de una fe ciega, blandió la hoja contra la base del árbol pero he aquí que un viento poderoso sopló de pronto y, tras unos pocos golpes, el roble maldito se vino abajo para estupor de quienes presenciaban el milagro. Así, los jarls[6] de la región, temerosos de la ira de nuestro Dios, se dejaron bautizar dando ejemplo a su pueblo, y desde entonces trabajaron para convertir la madera del viejo roble en aquellos pilares y vigas con los que Wilfrid erigió una capilla de madera donde se celebraba el culto de Cristo.
Alfredo parecía ensimismado.
—Yo soy más viejo que tú, y estuve allí.
Sorprendido una vez más, presté atención con ansiedad.
—¿Quieres oír la verdad?
Me quedé callado. Sentí que todo el ímpetu de mis palabras estaba a punto de derrumbarse ante una revelación demoledora e hiriente. Deseaba, una vez más, estar fuera del alcance de su conversación perturbadora. Pero me había convertido en su cómplice y, aunque él no lo supiese, en su confesor, y él en el mío. Sus ojos volvieron a perderse en un horizonte invisible y escuché sus palabras.
—Wilfrid estaba allí, entre los salvajes, viviendo cerca de ellos en paz pactada, como era su propósito, pero habéis de saber que no estaba solo, sino en compañía de otros compañeros y de varias guarniciones de francos. Wilfrid, hermano, no se había aventurado solo al corazón de las sombras para predicar la palabra del Señor. Wilfrid viajó con una partida del ejército de los francos. Se ocupaba de la fe entre los descendientes de Clodomir. Y se convirtió, aunque os cueste creerlo, en una de las mayores armas de ese ejército.
—¿De qué habláis? —protesté con fervor.
—Wilfrid era la espada más afilada de los emisarios de Carlos el Martillo.
—¿Una espada…?
—La espada de Dios, apreciado Angus —respondió con vehemencia mi interlocutor, y se detuvo una vez más, absorto en sus palabras, ajeno a nuestra solitaria marcha bajo los árboles—. ¿No has visto acaso en muchos códices cómo está siendo ya representado? Atiende: su signo es el báculo, pero también la espada atravesando un libro. Wilfrid era un arma de gran poder para los francos, porque su misión consistía en privar al enemigo de su convicción, de su fe, del honor de sus ancestros, de sus creencias… Como quien retira un pilar bajo la bóveda de madera, cuyo delicado equilibrio extiende una armonía sobre los muros que la sujetan, y así priva de apoyo a todas las cargas que, de manera coherente y minuciosa, depositan su fuerza en el suelo según las leyes de la arquitectura. Wilfrid estaba allí para eliminar las columnas de la fe de su enemigo, para convencerlos, por encima de cualquier combate cuerpo a cuerpo, de que sus armas ya no estaban respaldadas por esos dioses que sólo forjaban hombres entregados a la guerra. Así, cortando aquel árbol, también eliminaba la columna de un mundo de fe que se vendría abajo rápidamente, como de hecho ocurrió.
—Pero eso es…, es absurdo —protesté—. Apenas Wilfrid golpeó el tronco maldito cuando las fuerzas de Dios acudieron en su ayuda y tumbaron el viejo árbol…
—Yo estaba allí, y eso… no ocurrió de tal modo. Ya os he explicado que la narración no es veraz en toda su extensión. Ni Wilfrid estaba solo, ni fue solo a talar el roble. Al contrario, Wilfrid y sus compañeros, cegados por la idea de evangelizar las sombras, acompañaban a un ejército asentado en los territorios del sur de Engiria, cerca de la fortaleza de Buraburg, y no fue sino en compañía de muchos hombres armados que se dirigió a talar aquel roble sagrado.
—¡No es cierto!
—Yo estaba allí, era joven… inocente… como el Angus que me escucha. Me empujaba el mismo afán y contemplé los acontecimientos con estupor y sorpresa. Ataron cuerdas, y tiraron de las ramas. El viejo monumento de la naturaleza se vino abajo. Sopló un viento de tormenta, es cierto, pero aún hoy me pregunto si ese viento era una señal de Dios o una advertencia del tenebroso rostro de Donnar, quien se asomaba ofendido ante el sacrilegio.
Traté de caminar más rápido, exasperado. Alfredo sonreía bondadosamente.
—Dejadme en soledad, hermano, no deseo hablar más… —supliqué.
—Ahora eres como ellos, no quieres escuchar la verdad, sólo entender lo que ha de ser entendido y como ha de ser entendido, tal como nos lo enseñan… ¿acaso no eres capaz de pensar por ti mismo?
—Puedo pensar por mí mismo, pero no cambiaré la misión de Bonifacio el Bueno por vuestro relato.
—Yo al menos estaba allí, como vos estáis aquí, y tendréis que ver cosas terribles… Sólo os prevengo de lo que sucederá. Os preparo para la contradictio, pues no siempre la vida es confírmatio.
Sus palabras me alcanzaron con la certeza de un rayo. No podía apartar de mi mente lo que había escuchado la noche anterior. Una terrible sombra crecía en mi interior. Temí el rostro de Girárd, que de hito en hito clavaba sus ojos impasibles en mí. Siempre me pareció el brazo fuerte de Dios en aquella compañía, pero ahora…, ahora temía su mirada. Quería confesarme ante un buen hermano, pero entendí que el peligro de la confesión podría llevarme a una encrucijada insospechada. Quería confesarme de todo y volver a ser miserable e ignorante, pero los designios del Altísimo me habían ubicado en aquella posición y eso sólo podía responder a alguna razón por encima de mi entendimiento. Confesarme equivaldría a librarme de una responsabilidad que ahora pesaba sobre mis enjutos hombros, como una gran losa que cargaba día y noche. Empezaba a ser consciente de algo que no deseaba nombrar, que no deseaba reconocer, y que, sin embargo y por esa misma razón, tendría que asumir como un designio impuesto.
Me alejé de él y traté de rezar para salvarme, pero también supliqué por Alfredo, para que su alma fuese salvada de tantos pensamientos oscuros como habían germinado en el terrario ya inculto a base de enfrentarse a la barbarie.
No era posible que fuese cierto. Wilfrid era uno de los grandes nombres de la Cristiandad en el norte, era un conquistador, el fundador del Concilium Germanicum. Compararlo con una espada, blandida por los señores francos, me pareció triste. Por un momento, me sentí tentado de hablar con Girárd. Si lo hacía, sólo lograría romper la frágil armonía de aquella expedición. Aunque ya había advertido los ojos de Girárd observándonos, especialmente a mí. A fin de cuentas, sólo éramos medios para alcanzar un fin, y ese fin estaba cerca. Quise convencerme de que Girárd no sería capaz de darse cuenta de cuanto había sucedido. Pero era un hermano sagaz. No prestaba atención a Alfredo, aunque parecía vigilarlo sutilmente, del mismo modo que nos observaba a todos. Parzival nunca estaba lejos. ¿De qué sería capaz el penitente Parzival con tal de obedecer a Girárd…? Esa pregunta me atormentaba. También quería creer, por nuestro bien, que el demonio había sido expulsado de su alma definitivamente.
Por la noche, se hablaba de algún hecho edificante, de los logros de la Misión en el norte, y sólo entonces conseguía reponerme y reconfortarme, como si me arrimase a un fuego que siempre ardía en mi interior y que era necesario alimentar con aquellas historias para que no se apagase; los relatos de Alfredo resultaban perturbadores y eran como un viento oscuro y helado. Necesitaba sentirme unido a mis hermanos. Confiaba en ellos. Seguiríamos adelante para alcanzar el fin propuesto.
La sombra había crecido. Los gritos de desesperación de algunos de los llagados penitentes nos impidieron dormir durante las siguientes noches. Me pregunté por qué los lobos no venían para devorarnos. Girárd siempre estaba allí, junto a la hoguera, armado con una larga estaca cuya punta endurecía en las llamas. Junto a él, algunos de aquellos penitentes, los más silenciosos, que le obedecían ciegamente, velaban noche tras noche por nuestro intranquilo bienestar. Alfredo, por su parte, rezaba hasta altas horas, apartado, cada vez más sombrío, oculto bajo su capucha. Todo parecía natural hasta que sucedió. Primero fue un grito de horror, después el gruñido de una bestia hambrienta.
Nos levantamos y escuchamos con atención. Girárd ya estaba en pie, presto a una defensa que a mí me parecía inútil e imposible. Los gritos se repitieron. Mientras corríamos hacia las sombras, alejándonos del fuego, Alfredo agarró una de las antorchas y la sostuvo ante nuestros ojos. Lo que presenciamos fue un espectáculo digno de las tinieblas: Parzival, con el rostro descompuesto, gimoteaba revolviéndose sobre otro cuerpo. La severa mirada de Alfredo lo paralizó, al poco llegó Girárd, después Ebo, Ansgar… y todos. No podía dar crédito a mis ojos. Parzival, como un animal salvaje, había atacado a aquel joven mudo que me rescató de la angustia ante los cadáveres sacrificados por los bárbaros.
—¿Qué has hecho, loco?
Alfredo extendió el brazo y atrapó al joven por su hombro derecho, ayudándole a salir del trance de ramas y barro en el que se había revuelto. El joven se cubría celosamente, y la mirada amedrentada de Parzival se cruzaba una y otra vez con la de su confesor, Girárd, que escrutaba la escena. En ese momento, Parzival se alzó para lanzar un zarpazo a la túnica del joven, quien se revolvió y profirió otro horrible sonido, pues era mudo. Girárd, para mi sorpresa, apoyó la tentativa de Parzival y la túnica retrocedió, tal y como estaba, en parte desgarrada, para mostrar el torso desnudo de una mujer que se protegió como un animal salvaje.
Retrocedí ante aquella visión única; jamás pensé que el cuerpo femenino pudiera serme revelado, pero menos aún de ese modo. Ansgar y Ebo se santiguaron y murmuraron, amedrentados. Era como si hubiesen descubierto una maldición en el seno de la misión, un horror innombrable. No pude apartar mis ojos de aquella aparición pálida a la luz de las llamas, que rápidamente se cubrió con los brazos y que se hizo un ovillo, y que se arrodilló a los pies de Alfredo.
—No puedo imaginar un castigo adecuado para esta afrenta, esta ignominia, este engaño… —empezó Girárd. Recuerdo el brillo de sus ojos, la violencia que asomaba en el reflejo de las llamas, incendiando sus pupilas.
En ese momento, Alfredo cogió a la joven y la ayudó a levantarse y a vestirse, para conducirla hacia el campamento lentamente.
—Aparta a ese asesino que llamas Parzival de mis pasos. ¿Crees que no he notado cómo me espía? ¡Apártalo de nosotros! —así respondió Alfredo a las miradas de Girárd. No sabría describir el sentimiento que dominaba a aquel hombre. Retrocedí junto a Alfredo, consciente de que ya era imposible no tomar partido de un modo u otro.
—No puede quedar sin castigo… —dijo Girárd.
—¿Qué has de castigar? ¿Es acaso pecado haber nacido para dar a luz? ¡Dejadla en paz! Ha sido útil como el que más durante todo este viaje, y seguirá siéndolo…
—Jamás debió hacerse pasar por hombre —amenazó Girárd.
—¿La habrías dejado venir si se hubiese mostrado tal como es? No, claro que no.
Girárd, crispado, clavó sus ojos en nosotros. Alfredo retrocedió, sin dar más crédito a las intenciones de los demás.
Algo apartado, no pude dormir en toda la noche. A la mañana siguiente todo parecía ser igual, como tantos otros días de aquella penosa marcha. Pero algo había cambiado. El enfrentamiento entre Girárd y Alfredo había crecido hasta el límite de una abierta confrontación, pero un instante antes de llegar a ella, ambos parecían haber optado por ignorarse. Me pareció una cuestión de tiempo, una cuestión de conformidad, de arreglo ante lo adverso de las circunstancias. Y entonces lo entendí. Entendí lo que esperaba Girárd, entendí por qué toleraba una situación que en otras circunstancias lo habría llevado a encender una hoguera para quemar a aquella mujer que se había hecho pasar por hombre en el seno de una misión evangelizadora.