VI

Era una presencia. Sólo un pensamiento. El resplandor de una llama oculta. El halo que se suspende en el éter que la circunda, cuando nadie puede ver su ardor. Crecía éste y se volvía más claro, pero la sombra que lo ocultaba se hacía más ominosa, manifiesta y, sin embargo, como una impenetrable tiniebla de silencio. Tanto como lo es una nube de tormenta en la noche cerrada del alma, cuando unos relámpagos aislados estallan en el horizonte de la razón para revelarnos la presencia de aquellos monstruos en cuyas facciones, terribles e infames, también se revela la inescrutable sabiduría del plan divino y el poder del Creador.

Una noche, Girárd me miró intensamente tras servirme el pobre caldo en la escudilla.

—¿Deseáis confesaros? —me sentí perturbado, pero de pronto fui como un avecilla entre las garras de un halcón, y no como un cordero en manos de su pastor. Girárd y su extrema severidad no me inspiraban (y me sentí culpable por ello) la bondad que solía acompañar el acto de la confesión desde mi más tierna infancia. Respetaba a Girárd, especialmente después de haber sido testigo de sus artes frente a las maquinaciones del maligno, pero también lo temía y creo recordar que casi temblaba en su presencia.

—He confesado mis pensamientos y ya estoy en penitencia, os agradezco el ofrecimiento.

Me negué a ser atendido en secreto de confesión por Girárd. Recuerdo su mirada, severa y dura. Aquella noche no logré dormir, hasta tal punto me quedé atrapado por la acusación silenciosa de aquellos ojos. Me había convertido en un cómplice de pensamientos heréticos; mi culpa se hizo profunda como un mar proceloso de olas gigantes que rugía en mi interior.

La oscuridad de la selva avanzaba y el fuego del campamento languidecía. Creía dormir cuando oí unas voces. Deseé no percibirlas, pero estaban allí, y era como si me llamasen. Seguí el sendero de la tentación y gateé en las sombras. Las copas de los árboles, orlando el calvero en la tiniebla de los bosques, se agitaban contra el claro de luna, cuya magia ancestral se esparcía por el firmamento confundiendo el negro con el azul y las estrellas con su etéreas esferas. Muy lejos, el persistente y lejano aullido de una bestia atravesaba los ámbitos de la oscuridad. El resplandor lunar caía tras unos arbustos, y allí podía distinguir las figuras de las mulas. Dos hermanos conversaban. Protegido por el susurro del viento, trepé por la rama de un abeto, para inclinarme sobre sus cabezas y escuchar en pecado.

Debo reconocer que la inquietud había crecido en mi interior de tal modo después del exorcismo de Parzival, que empezaba a devorar mis pensamientos. Ya no podía dejar de dar vueltas a todo cuanto había oído… «Alfredo tenía razón» pensaba, y el pensamiento me apartaba de la senda trazada por el camino del Señor, escogido y abrazado con toda la pasión de mi joven alma. El penitente ahora parecía como aletargado, pero ya no estaba inquieto y no parecía presa de una lucha interior. Se había transformado en un ser misterioso, que rezaba permanentemente; Girárd cuidaba de sus terribles heridas, que lo obligaban a caminar de una forma tan curiosa como animalesca.

Las voces ascendían hasta mí. Un susurro duro, un intercambio de peligrosas confesiones, como pude comprobar. Me dejé llevar y avancé un poco más, entonces me di cuenta de que una de las voces casi gimoteaba y la otra era como un poderoso látigo que restallaba contra su alma, como el incesante oleaje que ahoga una costa.

—Sí… es debilidad.

—¡Sabéis que no…!

—El haría lo mismo. Lo haría. El nos mandaría a todos al fuego, nos haría caminar por el filo de su espada… ha traicionado el corazón de Cristo Nuestro Señor. Traición sobre traición.

—Pero no podemos…

—Conocéis los designios de Arnauld de Goth…

—¡No invoquéis su nombre ahora!

—¡Tendremos que hacerlo!

—No sé si podré hacerlo… —la voz gimoteó, como si la punta de una hoja la amenazase de muerte—. No podré, sé que no podré…

—Aquí está escrito, los sellos de Roma recibidos por Arnauld de Goth y su firma en nombre del Concilio, de puño y letra, todo está sentenciado, no podremos echarnos atrás… Cortaremos ese árbol con la misma fuerza con la que Wilfrid fue capaz de abatir el Roble de Donnar.[5] Blandiremos las hachas y caerá, por fuerte que se sienta… ¡caerá!

La última era la voz del confesor, Girárd. Hablaba con tal decisión que nada podría contradecirle. La otra sólo podía ser la voz de Ebo, pensé, sin estar completamente seguro.

—Tiene que existir otro camino.

—Sólo éste, éste es el camino escogido para nosotros por los padres de la Iglesia.

—¡Hablaremos con él…!

El viento quiso que estuviese a punto de caer de la rama. Los rostros se volvieron repentinamente hacia mí y sus rasgos, pálidamente iluminados por el claro de luna, me paralizaron de terror. No podía reconocer a los que hablaban, a pesar de que sus voces los delataban. Pero sentí tal pánico ante su visión, que aunque deseaba moverme y huir, no fui capaz de hacerlo, como no es capaz de moverse un polluelo al ser advertido por el ojo de la serpiente. Y esa casualidad me salvó no sé de qué espantosa sentencia. La vorágine de pensamientos cerró mi mente hasta hacerla vacilar. Me aferré a las ramas. Cuando volví en mí mismo, ellos se alejaban. Creyeron que sólo había sido el viento de la noche lo que había emitido aquel crujido tan cerca de ellos. Sus rostros pálidos, cadavéricos, huyeron. Y yo era ahora parte de las tinieblas que los envolvían.

Sin embargo, aquella visión se quedó flotando fatalmente en mi imaginación, y no pude deshacerme de ella: lo rostros blancos, como el hueso, como la luz del rayo, vueltos hacia mí, expectantes, sus ojos tan abiertos como abismos que se sumergían en un negro secreto. ¿De qué serían capaces aquellos ojos que me atravesaron sin saberlo? ¿Qué me revelaron sus miradas, sin ser conscientes de ello?

Ya no pude distinguir nada más. No pude oír más palabras, y lo poco que había escuchado se unió a cuanto Alfredo me había contado. Otra vez aquel nombre, el del famoso Ciego de Goth, Arnauld, santo guardián de los caminos de Montsalvat, visitaba sombríamente la compañía. Las dos sombras caminaron de un modo extraño, vacilante, en la pradera inundada bajo el claro de luna, barrida por el silbido del viento. Logré moverme y me separé, aterido, de las ramas a las que me había abrazado.

Me alejé por donde había venido y descendí hasta mi lecho. El fuego del campamento se había apagado, lo que me reconfortó, temeroso de ser descubierto. El claro de luna se expandía entre los troncos torcidos como el aura de un ángel oscuro, revelando con mágica luz la ubicación de la pradera.

Me envolví en las mantas y sentí mis manos mojadas, mis huesos anquilosados por la gelidez paralizadora de aquel mundo terrible. Me di cuenta, a pesar de la oscuridad, de que al aferrarme con tanta fuerza a las ásperas ramas del abeto sólo había conseguido herirme, pues notaba el escozor de los rasguños y pude palpar mi propia sangre. Uní mis ensangrentadas manos fervorosamente, entrelazando los dedos, y recé con devoción, esperando salvarme de cuanto había sucedido.

No sé cuánto tiempo pasó, pero no volví a oír voces desde aquella parte del campamento. Atravesé las sombras con la mirada y finalmente un pensamiento se hizo fuerte en mi interior: empecé a darme cuenta de que los caminos de Dios son misteriosos, y si me había enterado de todo aquello, por inconexo que fuese, era por alguna razón que yo mismo desconocía en mi terrenal ignorancia; y a pesar de mi culpabilidad, decidí dejarme llevar por los altos designios, y ser objeto de las manos del Altísimo.

Mi corazón se serenó y respiré con tranquilidad por primera vez en mucho tiempo. Los cantos de los pájaros ardieron en ese momento y una llama se encendió por encima de los árboles: las negras manos de éstos, de largos e innúmeros dedos, parecieron congelarse con un crujido y el viento se marchó a otra parte. La luz parecía haber sido capaz de detener aquellos brazos de las tinieblas, aquellas garras desnudas que ahora se suspendían por encima de nuestras cabezas, petrificadas un instante antes de raptarme y arrastrarme hacia el horror.