V

Me aproximé a Alfredo, algo apartado, y decidí romper la regla para averiguar lo que estaba sucediendo.

—Me he interrogado una y otra vez sobre el destino de nuestro viaje, y vuestras palabras me perturban.

—Como todos los elegidos, desconocéis la dirección del viaje, a pesar de conocer el sentido del mismo.

—Alfredo, ¿lo conocéis? No deseo caminar en tinieblas, a pesar de que conocer la verdad pueda herirme. Abandoné el monasterio con otras intenciones que parecen cada día más lejanos. ¿Qué se oculta detrás de Remigio?

Alfredo me observó atentamente, como si calibrase mi valía, antes de responderme:

—La Orden de la Espada regida por la Regla del Sol, ese es el destino. Vamos en realidad hacia el santuario de la herejía.

Traté de buscar entre mis recuerdos, pero nada semejante, nada tan concreto como aquello que mencionaba, aparecía en ellos.

—No oí hablar jamás de esa orden.

—Los francos silencian el secreto de esta misión, estimado hermano —respondió Alfredo—. Pero en realidad hay un fin para todos los medios, un importante fin ante nosotros.

La tentación me venció y pregunté:

—¿Os referís al martillo de Dios sobre los infieles?

—En parte, sí, aunque será difícil de entender para un hombre joven como vos. Os hablo de la Orden fundada por Remigio el Piadoso, una orden más allá de las órdenes cristianas, de una segregación por encima de los consentimientos y mandatos que vienen de Roma y que son respaldados por los francos.

—Me habláis de una herejía —afirmé, con un escalofrío.

—Nunca quedó del todo claro. Quién sabe, quizás habéis sido escogidos para encender hogueras en las que arderán ideas peligrosas, ideas que deben ser reducidas a ceniza y disueltas por el viento… oh, sí… quizás os han arrastrado descalzo hacia un sendero en llamas. A pesar de todo, Remigio nos recibirá con los brazos abiertos, estoy seguro.

—Me asustáis, Alfredo. ¿Cómo podéis admirar a ese hombre? ¡Lo idolatráis!

—¿Quién soy yo para juzgar el poder de un alma? Fue un iluminado, y el camino lo condujo a un lugar apartado y terrible.

—Apartado de Dios —repliqué con un fuerte susurro.

—Apartado o no de Dios, no se adentró en los dominios de las tinieblas acompañando a un escuadrón franco, sino solo, él solo; se entregó a su verdad y buscó a los líderes tribales. Nadie comprende cómo logró prosperar entre los sajones de Westfalia y de Engiria, y eso preocupa, diría, desde hace años a los francos. Si los misioneros han sido los brazos santos que blandían la espada de Dios en la tierra para la expansión de la Cristiandad, entonces es probable que uno de esos brazos dejase de obedecer al poder carolingio. Una espada extraviada, una espada perdida en la oscuridad, una espada de Dios fuera del control de los poderes de Dios en la tierra… eso es algo que no agradaría a quienes promueven la Misión Germánica desde Roma.

—No entiendo a qué os referís… Si esa espada, como llamáis a Remigio, se hubiese extraviado, entonces estaría perdida… ¡perdida para siempre!

—Perdida en el corazón del odio y de las sombras. Las espadas de Dios, hermano, sólo deben servir a los propósitos de Dios en la tierra, y el resto de esas espadas debería desaparecer.

—Claro… —afirmé, dubitativo, todavía sin saber lo que esa afirmación contenía.

—Por eso la Orden de la Espada es un gran peligro herético. ¿Podréis imaginar ahora el sentido de nuestro viaje? Quizá difiera profundamente de cuanto os han hecho creer…

—La Orden debe ser reconducida, o disuelta, supongo; Remigio tendrá que hablar.

—Mucho más que eso: se requerirá la presencia de Remigio en los palacios francos; nuestro propósito es recuperar a ese hombre extraordinario para la fe verdadera. Traerlo de vuelta a la cordura, a la luz, desde el corazón de las sombras.

Me quedé pensativo, mirando las danzantes llamas en el centro del campamento; las siluetas de nuestros compañeros se reunían a su alrededor como un cónclave silencioso. Sólo entonces me di cuenta de que alguien más nos escuchaba. Alfredo, con un brusco movimiento hacia mi espalda, introdujo sus brazos en la maleza como un cazador que no teme a la serpiente y tiene la maestría que se requiere para atrapar a una víbora por su cuello, inmovilizándola. El contenido de mi escudilla se desparramó, y el gesto de Alfredo cambió, de la repentina ira a la incomprensión. Tiró de aquel brazo y del cuello, y quien allí se ocultaba no era sino uno de los penitentes, el más bajo y viejo de todos, de largos cabellos pelirrojos que se anudaban en su espalda con una sucia trenza.

—¿Qué haces ahí? ¿Por qué nos espías? ¿Quién te ha enviado?

El viejo, zafándose con gran celo y procurando que su rostro no fuese descubierto por debajo de los pliegues de su capucha, miró con ansiedad hacia el centro del campamento, suplicando con su actitud no ser descubierto.

—¿Quién? Responde o arderás en ese fuego… —lo amenazó Alfredo—. Si me revelas quién te ha utilizado con tan pecaminosos fines, puedes estar seguro de que nada diré, siempre y cuando a partir de este momento sólo me sirvas a mí, pues ya has visto lo inútil que es espiarme… Confiésate en secreto.

El prisionero asintió.

—¿Ebo?

El viejo negó enérgicamente.

—No necesito hacer más preguntas… —añadió Alfredo con una generosa sonrisa—. Girárd.

El rostro del capturado se volvió hacia nosotros y asintió lentamente, con una sombra de miedo en sus facciones.

—Te ha amenazado para que hagas lo que él te pida en el nombre del Señor… como siempre. Penitencia y pecado para obtener dominio… Está bien. ¡Vete! Un momento… ¿sabes escribir? Claro que no. De acuerdo. No olvides que tendrás que contarme algunas cosas aunque sea con dibujos. Ahora no levantes sospechas y no cuentes nada de lo que has oído. ¡Vete!

Al día siguiente, nuestra conversación continuó. Nos aseguramos de que estábamos solos y de que nadie nos seguía. Procuraba quedarme cerca de él y así, finalmente, volví a interrogarle.

—¿Cómo pudo Remigio sobrevivir? ¿Acaso consiguió evangelizarlos?

—Si ha sobrevivido es porque está en contacto con ellos.

—Hablasteis de cartas, cartas enviadas por él.

—En sus cartas hablaba de… los Altos Señores y de las Bestias de la Tierra —respondió.

—¿Los señores?, ¿las bestias? —insistí. Alfredo no parecía demasiado animado a revelarme sus secretos, tenía que insistir para averiguar lo que ocupaba sus pensamientos.

—Creo que se circunscribía en todo momento a la manera profética, y citaba los pasajes del Apocalipsis, sirviéndose de paráfrasis y símbolos. Llamaba a aquellos hombres en los que confiaba los Señores de la Tierra, y aquellos que serían combatidos, los llamaba las Bestias de la Tierra. Habló también de la Historia de un Error. Decía que la Misión era una Misión de la Espada. Hablaba del Misterio de la Cruz, y aseguraba que la Cruz y la Espada convergían en el centro del Universo… que había encontrado el Secreto, gracias al cual los Señores de la Tierra se convertían en hijos de la Orden de la Espada, y que las potencias angélicas le revelaban los pasos de la Redención a través de la Epifanía de la Ecpirosis… Es más, hablaba de forjar las Espadas de Dios, las Espadas de la Justicia, y mencionaba con gran erudición sus libros, siempre haciendo alusión al Quinto Evangelio.

—Santo Dios… todo eso son locuras —añadí, consternado.

—¿Locuras? ¿Estás convencido de ello? —la pregunta fue pronunciada con tal energía que me estremecí—. Locuras…

—Claro que sí… ¡locuras! —repetí, quizá para convencerme más a mí mismo que a mi interlocutor.

—Locuras…, he presenciado muchas locuras, en tal caso. El mundo está lleno de locuras, es menester tomárselas en serio, Angus.

El sonido de aquella palabra se quedó flotando en el aire. La selva transpiraba una densa niebla que ascendía de la tierra como vapor aspirado por un cielo iracundo, a la espera del instante exterminador que anuncia la tormenta.

—Los francos invisten a un hombre de poderes y empuñan la espada señalando al norte para exigir su evangelización… pero en realidad desean el poder sobre la tierra. ¿Crees que Carlomagno no quiere dominar el mundo? En el nombre de Dios —y al pronunciar aquella frase lo hizo con tal intensidad y repentina rabia que me asusté, sin saber si estaba hablando con un aventajado padre de la fe o con otro conspirador que pretendía convertirme a su causa.

—No habléis de ese modo… —le supliqué.

—En tal caso, si los poderes de la tierra están para servir los deseos de hombres poderosos, ¿no es eso mismo lo que parecía sugerir Remigio en sus cartas? Yo creo, y atiéndeme ahora, que Remigio era más brillante de lo que pensaron, y él mismo se dio cuenta de que estaba siendo utilizado por las altas manos que lo habían situado allí y, una vez en el norte… decidió apartar el trapo de gruesa y oscura tela que cubre ese cofre de oro en el que se ocultan los misterios, lo abrió y con él y en su nombre redactó los principios de su nueva regla y de su orden. En sus cartas mencionaba un Evangelio nuevo y rebosante de poder. Por ello fue llamado hereje. En Colonia pronto se dieron cuenta de que no estaba trabajando para sus intereses, y lo peor de todo es que Remigio ha logrado introducirse en el culto bárbaro de la región, atrayéndolo hacia sí gracias al enorme conocimiento intelectual que posee, capaz de seducir a los sacerdotes de aquellos señores.

—Pero eso no cambia los hechos —protesté—. Entonces cede la espada a los bárbaros con el establecimiento de esa… nueva orden.

—¿No dijo Cristo que su sufrimiento debía servir para ayudar a los débiles?

No deseaba escuchar una palabra más.

—Creo que no estoy capacitado para seguir escuchándoos, hermano —dije, tratando de huir de su presencia.

Entonces los ojos de Alfredo se abrieron desmesuradamente y me atravesaron, al tiempo que me increpó:

—Es posible que no deseéis escuchar, pero podéis pensar. ¡Pensad en cuanto habéis escuchado! ¡Pensad…! ¡Pensad…!

El monje me miró a los ojos mientras retrocedía para apartarme de él; su voz me perseguía como pesadilla en la niebla, la voz de un fantasma, y supe desde ese momento, con grave incomodidad para mi espíritu, que al escucharlo había dado un paso en la dirección equivocada, un paso que me convertiría en cómplice de sus secretos, pues no hablaría con nadie de cuanto había oído aquella mañana… Me sentí tentado de confesarme con Girárd, pero la cobardía y el sufrimiento que veía día a día en los penitentes me detuvo. El penitente Parzival también intentaba espiar nuestras conversaciones, sin el menor éxito, dada su aparente torpeza. Era como el perro de Girárd. Renqueaba y gruñía, vigilaba, lloraba, sufría las dolorosas penitencias que le imponía su señor. En una ocasión lo vi inclinarse trabajosamente cuando Alfredo terminaba de explicarme algo que habría deseado no oír: una de las Espadas de Dios se había extraviado, y nuestra misión era recuperarla. Justo en ese momento, Parzival nos adelantó inclinado como una alimaña, murmurando sus oraciones. Pero al pasar junto a nosotros, su rostro, deformado por los golpes y las penitencias, las llagas y las cicatrices medio abiertas, se asomó en mi busca; vi los ojos de aquel penitente, que huían de Alfredo, pero que se clavaron en los míos cargados de una extraña ansiedad, ojos grises, gélidos como la muerte. No deseaba dejarme arrastrar por la superstición, pero creí advertir una malignidad sin límites, una voluntad torcida hacia el Mal oculta bajo sus cejas, al acecho en el fondo de sus ojos.

—Cuidaos de ese penitente —me advirtió Alfredo sin ocultar su enojo.

Parzival avanzó con premura, el murmullo de sus palabras parecía más intenso a medida que se alejaba de nosotros.

Me dejé llevar por los desvaríos de la imaginación. La Misión se había quedado sola en su ruta hacia las tinieblas.

Comíamos cada vez peor y nadie sabía cazar. En alguna ocasión tuvimos suerte, y todo porque Alfredo se las ingenió para pescar en las corrientes de algunos arroyos, que ocultaban peces. Pero la soledad crecía. La mano de Dios se alejaba. El mundo desaparecía a nuestras espaldas. Las huellas de la civilización se desvanecían y algo extraño crecía en nuestro interior, en el interior de cada uno de nosotros, y todos tratábamos de ocultarlo. Una soledad que nos aislaba de nuestros hermanos. Una desconfianza que a cada paso se volvía más latente. Era un duelo silencioso, que escalaba hacia cumbres desconocidas.

En alguna ocasión el joven mudo entregaba mensajes escritos a Alfredo. Aquella oscura conspiración, la presencia de Girárd… fingí no saber nada de lo que pasaba, pero me di cuenta de que el resto de la compañía ya no conversaba con nosotros. No nos dirigían la palabra, y el poder de Girárd comenzó a ser opresor en su silencio. Aislados unos de otros, seguimos adelante por el barro. Los penitentes sufrieron de nuevo bajo las penas de su confesor: algo oscuro se agitaba en el interior de aquel hermano de fe aparentemente incorruptible. No me gustaba encontrarme con sus ojos, pero me interrogaba y me obligaba a mirar al suelo, donde veía los pies descalzos y sufrientes, las sandalias rotas, la miseria de aquel viaje hacia ninguna parte.

La expedición se había sumido en el silencio. Casi no se hablaba, los oficios eran irregulares y Girárd de Montsalvat martirizaba a los penitentes. Pero los gritos de Parzival se volvieron más estridentes que nunca y fue maniatado por seguridad después de que éste agrediese a uno de los artesanos, que a duras penas logró defenderse del arrebato del endemoniado. Girárd arguyó que el demonio estaba desesperado en las entrañas de aquel hombre, y que su obra se acercaba.

Aquella misma noche acampamos en una hondonada del bosque. Grandes árboles se elevaban alrededor de la hoguera que, sin miedo, los misioneros alimentaron con mucha leña. Aquel fuego parecía un desafío o una señal inequívoca. Alfredo contemplaba la escena algo apartado, su rostro ensombrecido por la duda. Ebo había dado consentimiento, y los demás asistimos a la ceremonia del exorcismo, con lo que el lector no debería seguir leyendo si acaso teme al diablo, pues aquella noche, por vez primera en mi vida, yo estuve en su presencia como se describirá a continuación.

Todo comenzó con una gran cruz marcada en la tierra, orientada hacia el sur, allí donde debía situarse el Caput Mundi. Girárd, con la ayuda de varios hombres, ató a Parzival al suelo con cuerdas unidas a fuertes clavos situados en los ejes de la cruz. Tan pronto como el poseído fue atado, empezó a ser presa de horribles convulsiones. Girárd ordenó que lo descubriesen y cuando estuvo desnudo a la luz del fuego, el monje extrajo sus adminículos, algunos de los cuales eran largas varillas cuyas puntas puso entre las brasas. Asperjó el cuerpo de Parzival con agua bendita y éste comenzó a insultarnos y a llorar, alternativamente, como si claramente pudiésemos ver que eran dos las vidas que albergaba aquel pobre cuerpo.

¡Oh, Dios sabe que me eché a temblar cuando escuché lo que salía por aquella boca! Me arrodillé como los otros, como nos pedía Girárd, y recé invocando la fuerza de mi fe.

—Tus manos están tintas de sangre, es hora de que te reveles —exigió Girárd—, potencia infernal que anidas como las víboras en el corazón de los débiles para sembrar el odio y el miedo en la Tierra, monstruo, tirano, bellaco, ¡sal! Yo te ordeno en nombre de todos los poderes de Dios, ¡sal!

Tras realizar aquella llamada, los gritos de Parzival se intensificaron y Girárd acudió en busca de una de las varas. Ayudándose de un guante de herrero, pues la vara estaba al blanco rusiente en su extremo, la empuñó y sin dilación ni miedo alguno en cumplimiento de su mandato imprimió la forma de una cruz de fuego sobre la carne del torso. Parzival gritó, mas no me pareció ya dolor de corazón como el que le había producido el agua bendita, sino la furia de un soberbio. Y entonces su voz cambió de tercio y, ¡que Dios me perdone por haber contemplado lo que contemplé! Cuando Girárd, sin pestañear y decidido, volvió a marcar el cuerpo con aquella cruz ardiente sobre el pecho derecho, y después sobre la cima del pecho izquierdo, signando a fuego los pezones, que son viaductos ele perdición y pecado como bien es advertido por las reglas, una voz espantosa como lo será la de un dragón, grave como el grito de un puerco recién degollado, gutural como la de un gallo maldito, escapó por la boca del penitente. Combinaba varias lenguas o no era ninguna lengua al mismo tiempo, o era la lengua de los diablos, pues corrompía los verbos latinos y escupía las blasfemias de los himples, hasta que por fin nos alcanzó y ya entonces me pareció un rugido que salía de la profundidad del abismo de la condenación:

¡Apartaciáte! ¡Apartaciáte bestiola vendamtus…!

—Dime cuál es tu nombre ahora que quieres escapar de ese cuerpo, diablo de mil caras, revélate de una vez por todas… pues por la fuerza de mi fe que no vivirás a gusto en ese cuerpo mientras yo empuñe esta llama ardiente que te hará agonizar lentamente…

Pecca pronobis… et miserere nobis… in corruptionem meam intende, anum meum aperies… ¡asperge me spermate tuo et inquinabor…!

—¡Oh, Señor, no nos castigues por esto…! —suplicaban los presentes al escuchar aquellas barbaridades que sólo podían ser obra del diablo.

Me santigüé, confundido ante la voz del demonio que siguió blasfemando las peores invenciones que la perversión de las maquinaciones diabólicas puedan haber creado jamás. Los labios de Parzival temblaban arrugados de forma que ningún humano podría hacer, sus ojos estaban en blanco, se convulsionaba a merced de una fuerza sobrehumana que zozobraba a través de sus carnes, como si fuera a despedazarlo desde dentro, y echaba por la boca una espuma blanca como perro rabioso. En comparación a tal agitación interior, cuanto la vara ardiente era capaz de causar en la piel de Parzival no parecía nada. Girárd realizó las cinco marcas y después empuñó otra de las varas, en la que brillaba como estrella un minúsculo signo que no pude reconocer, pero que fue a marcar la lengua del penitente.

Un grito espantoso nos obligó a interrumpir mi credo. Me santigüé, mi corazón se desbocaba, retrocedí acobardado.

¡Asmodeus sui et regnis aeternum potentia! —gritó aquella voz del abismo. Después se echó a reír con tanta insolencia como orgullo herido podía haber en un barón del infierno.

—¡Asmodeo, maldito sea tu nombre, demonio pestífero…! ¡He leído tu nombre en el Libro de San Cipriano! —gritó Girárd, a unos pasos del tenso cuerpo—. ¡Maldito servidor luciferino, abandona ese cuerpo con tu hedor a azufre si no quieres seguir sufriendo mi castigo…!

La tercera vara era como una tenaza. Girárd la empuñó y atenazó los testículos del penitente, manteniendo el ardor en aquella parte por la que el demonio encontraba tanto placer y por la que había corrompido a aquel hombre, obligándolo a ser vehículo viviente de sus deseos carnales, por los que había llegado a matar ferozmente a niños y niñas, doncellas y jóvenes de toda una comarca.

¡Oh, qué espantoso horror tuvo lugar entonces, cuando un grito infernal hizo callar a los lobos y a todas las bestias nocturnas, pues era el grito de la bestia inmunda el que escuchaban y en realidad el grito de su gran señor de las tinieblas, castigado por la llama del Señor y su implacable severidad!

Después, temblando de terror como muchos otros, vi cómo el cuerpo de Parzival se quedaba inmóvil y cómo las varas ardientes eran metidas en un cubo lleno de agua bendita, donde sisearon. Con ese agua acallaron el fuego de las llamas, y las sombras se apoderaron de nosotros. Parzival se quedó allí, con los cuidados de Girárd y de Ebo, que vendaban sus heridas, por si acaso sobrevivía al trance. Aquel grito no se desvaneció del todo, pareció que su eco volvía sobre el campamento mientras un manto de tinieblas nos sepultaba.