IV

Él.

Por fin había aparecido. Sin embargo, ya había estado allí mucho antes. En nuestros corazones; en nuestras mentes. Había estado presente, oculto, sin sujeto, pero predicando su mensaje, en las frases de Alfredo de Durham. Las había visitado sin que jamás revelasen su nombre. Su sombra nos acompañaba, paso a paso, desde el inicio del viaje. Fue como darle nombre a una existencia ominosa cuyo rostro es impenetrable, como buscar unos ojos que te observan en la más negra oscuridad o una mano a punto de tocarte en medio de la brumosa incertidumbre. Allí estaba Él, más allá de nosotros, tentando todas las fuerzas del nombre de fe. Era como si hubiésemos puesto una máscara al miedo, y, al final, buscásemos su nombre, la realidad de su rostro, la concreción de sus rasgos.

No me estoy refiriendo, desde luego, a aquel voluntarioso ayudante de Alfredo que formaba parte de nuestra expedición y que me había socorrido turbadoramente, al descubrir los restos mortales de quienes habían sido sacrificados tras el incendio y destrucción del templo del valle. Cuando desperté, tendido en la oscuridad, me aparté una gasa helada que reposaba sobre mi frente.

—Las fiebres ya han pasado: los rizomas de la bistorta y de la saponaria son buenos para estos accesos —dijo la voz de Alfredo—. De no ser por mi ayudante y algunos de los artesanos no habría sido capaz de dar sepultura a esos desgraciados. Por cierto, la compañía ha mermado, y mucho: al amparo de la niebla, casi la mayor parte de los voluntarios dio media vuelta y nos abandonaron, supongo, aterrorizada por aquel calvario. Sólo quedamos los hermanos, los penitentes, algunos ayudantes y siervos fieles y unos pocos artesanos, como los herreros, el médico y… el amanuense Angus de Metz.

Cerré los ojos y me sentí inútil y débil ante los designios que el Todopoderoso me reservaba. Quizás estaba en el lugar equivocado.

—Siento haberos fallado, Alfredo.

—Bebed esto: la valeriana no os fallará. Lo que necesitáis es descanso.

El encapuchado que me había socorrido se acercó como reptando a cuatro patas, siempre pasando desapercibido en el seno de la compañía. Extendió las manos y me ofreció un cuenco en el que había vertido caldo de aquella olla de cobre que bullía en el centro del campamento.

—Estamos a su merced, ¿no es cierto? —pregunté. Vi cómo el rostro de mi salvador se elevaba tímidamente, sus ojos brillaron al ser tocados por el resplandor de las llamas de un modo que me turbó. Eran hermosos como la presencia de Venus y Mercurio, cuando brillan en los albores de la hora prima inspirados por la radiante presencia, todavía invisible bajo el horizonte, del Sol todopoderoso.

—Es posible que no nos hayan visto, pero no lo creo probable —respondió Alfredo con su habitual tranquilidad.

Me volví en busca del joven.

—Quiero agradeceros vuestra ayuda, hermano… —le dije—. ¿Cómo os llamáis? ¿Quién sois?

Los ojos del interpelado se clavaron en Alfredo.

—No insistáis, Angus, no puede hablar. Es incapaz de hacerlo. Es mi ayudante gracias a su abnegación y voluntad, y por eso le fue permitido incorporarse a la misión.

—¿Por qué has venido con nosotros? —le pregunté. Al instante caí en la cuenta de lo inútil de mi pregunta. Era incapaz de descifrar el misterio de su mirada; eran unos ojos extraños, hechiceramente oscuros, piadosamente reservados y, a la vez, contenían algo temible ahora que los observaba, algo perturbador de lo que necesitaba huir y de lo que, a la vez, no podía separarme.

—No insistáis, o le causaréis más dolor —me respondió Alfredo.

Me recliné, y el misterioso joven se alejó de nosotros.

Mi debilidad me impidió seguir interrogando a Alfredo, y tuve que esperar a sentirme mejor para hacerlo. Al día siguiente, por fin el camino quiso que quedásemos algo rezagados, reteniendo un poco la marcha de las mulas, en medio de la niebla que volvía a abrazarnos.

—Alfredo —susurré, consciente de que interrumpía sus meditaciones. Me dirigió una mirada apesadumbrada dura al mismo tiempo—. ¿Adónde vamos?

—Existe un puesto más avanzado de la misión, el más lejano de todos…

Algo en su forma de responder me sugirió ocultación. Sonrió, pues era consciente de mi pensamiento, y mi mirada le exigía algo más que una vaga sentencia.

—Existe Él —añadió.

—A eso me refería. Me di cuenta cuando encontramos los restos de la iglesia quemada. Lo mencionasteis varias veces. ¿Quién es él?

—Un renegado, un traidor, un loco, un heresiarca; un pseudoapóstol que empuña la Cruz y su símbolo en medio de las tinieblas… Muchos creen que pacta con los bárbaros, que él mismo es un bárbaro, que vive en sacrilegio. Eso es lo que dicen… pero nadie lo sabe a ciencia cierta. Tendrás que esperar para conocerlo, si no encontramos la muerte en el camino.

Él.

Oculto tras el oscurantismo de los comentarios que había oído. Como la última esperanza, como el bastión detrás del cual se esconde la fuerza de una fe silenciosa. Presente en muchas de las conversaciones, aunque no lo hubiesen mencionado, había sido como vislumbrar sólo el halo que expande un resplandor, sin poder ser capaz jamás de aislar dicho resplandor de la fuente que origina su presencia.

La insistencia de mi mirada no surtió efecto inmediato, y no quise forzar a mi interlocutor. Tronó a lo lejos, detrás de la nada que nos rodeaba, como en un desfiladero sin retorno hacia otro mundo. El rostro de Alfredo se volvió hacia mí. Por primera vez me habló con cierta pasión, y me pareció estar ante un hombre diferente.

—El tenía ideas grandes, ideas que debían cambiar el mundo.

—Pero ¿quién es él? —insistí con ansiedad. Alfredo clavó sus ojos en mí:

Él es la Misión.

La humedad goteaba entre los pliegues de aquella capucha de piel con la que protegía sus hábitos negros. Aquellos ojos grises me perforaron, serenos de nuevo. Se detuvo. El rumor de la comitiva se apagaba delante de nosotros.

—Remigio el Piadoso[3] pertenecía a nuestra orden benedictina. Partió hace muchos años hacia el norte. Escuchó a los altos cargos, fue un aprendiz aventajado. Se dice que sus manos estaban iluminadas, y aprendió más rápido que cualquier otro en su monasterio. Siendo muy joven, acompañó a los séquitos del Concilio Germánico que visitaron Roma, y allí fue instruido. Después ocupó cargos importantes entre los francos y estuvo en la frontera, y cuando ningún otro hombre habría deseado otro destino, cuando se sentaba a la mesa de los poderosos señores de la Iglesia y Pipino el Breve le ofreció ser el limosnero de palacio, cargo no poco importante como bien sabréis… entonces él renunció a lo que era a cambio de lo que podía llegar a ser.

No entendí sus palabras. Supongo que un gesto de mi rostro advirtió al sabio mi incomprensión.

—El renegó de aquel cargo con humildad y decidió retomar la Misión en el norte, después de años de inactividad, tras el martirio del santísimo Bonifacio. ¡La verdadera Misión, joven Angus! La Misión en la Tierra. —Algo en el tono de su voz me advirtió que hablaba de alguien a quien secretamente admiraba—. Los altos cargos de los francos lo animaron, pues nuestra orden benedictina es antigua y fue llamada a ser mediadora directa entre el cielo y la tierra, consejera de los reyes y de los señores, conciliadora con los poderes de Roma, pero independiente de ellos. Lo consideraron un hombre notable y superior, digno sucesor de san Bonifacio, el Bueno, el Apóstol de los Germanos. Escucharon sus discursos en Aquisgrán. Los francos deseaban que la conversión de los sajones al cristianismo fuese efectiva, y Remigio se convirtió en la Espada de Dios. Los carolingios eran conscientes de que la unidad de un Reino romano-germánico pasaba por extender el poder de la Cristiandad, reforzándose en el norte frente a la presión de los paganos. Muchos envidiaron a Remigio, como podéis imaginar, pero casi todos pensaron al mismo tiempo que sucumbiría rápidamente, que sería aniquilado y convertido en mártir de su causa, y por ello esperaron. Pero él siguió hacia delante como un iluminado y aceptó el encargo… incluso después de la gran matanza de Cannstatt.[4]

—El propio padre de Carlomagno y de Carlomán lo envió a Roma…

—El mismísimo Pipino el Breve, el señor de los carolingios. Le entregó las cartas de salvaguarda y lo invistió de los poderes en secreto, aunque fueron pocos los hombres de Dios que supieron lo que sucedía. Después obtuvo la decretal del Papa. Y Remigio partió hacia el interior. Siguió río arriba, como lo hicieron en otro tiempo los misioneros de mis islas, cuando vinieron a Germania. Continuó con su obra.

Durante algún tiempo dejó de saberse de él, y cuando ya se le daba por muerto, llegaron sus primeras cartas. Hablaba de los salvajes y de sus rituales, los describía, envió mensajeros y habilitó una ruta, cuyo primer bastión fueron las capillas de madera. Pero poco a poco las capillas fueron quemadas, aunque sus cartas llegaron, y llegaron, y llegaron, y resultaron más confusas. Luego…

Mi interlocutor escrutó la niebla. Parecía sentir la necesidad de hacerme partícipe de sus secretos.

—Todo cambió. Remigio renegó. Se hizo llamar Nuevo Apóstol y anunció el Quinto Evangelio.

Mi sorpresa fue mayor que mi espanto al escuchar aquello.

—El salvajismo y la furia, decían algunos, habían hecho mella en su corazón a raíz del episodio conquistador en el este; la envidia y la soberbia, decían otros, terminaron por llevarlo a la herejía. Se rumorearon noticias que no quiero siquiera nombrar. Río arriba, en el reino de las sombras, Remigio habría perdido la cabeza… y se decía que predicaba el Spiritus Libertatis, que yacía con sacerdotisas y que después recibía el cuerpo de Cristo, que predicaba el amor del Señor por Magdalena, el cual había sido muy grande, que el saber no es el demonio sino Dios… se aseguraba que hedía a azufre herético… pues decía que en su ardor el monje podía juntarse con la mujer aunque fuese monja, vientre desnudo con vientre desnudo y besarse en todas las partes del cuerpo, para aplacar el fuego que abrasa los sentidos, y predicaba que en el interior de esa llama, como centro del esplendor, sólo podía percibirse el sereno poder de la divina beatitud hecha luz infinita…

Al escuchar aquello, mi turbación fue en aumento, tan ardoroso era aquel discurso sobre el pecado carnal. No pude dejar de recordar los ojos del ayudante de Alfredo, y me santigüé, sin poder cerrar mis oídos a lo que oía…

—… pero todos sabemos que la mentira es un ardid de la envidia. Sus herejías eran interpretaciones, y no se puede juzgar a alguien por lo que otros han dicho de él, especialmente bajo el peso de una larga tortura, como se hizo con algunos de los mensajeros de Remigio (¡pobres desgraciados!), de la que se extrae no la verdad sino lo que el torturador desee como verdad, pues el dolor de uno es el placer del otro. No sabremos la verdad hasta encontrarlo, pero yo leí algunas de sus cartas antes de que fueran quemadas o encerradas en los más recónditos armaria de la biblioteca de Aquisgrán, hablé con sus mensajeros antes de que fuesen torturados y encarcelados. ¿Cómo era posible que viniesen regularmente hasta el Rin sin ser aniquilados por los bárbaros? Eso invitaba a pensar a los francos, sobre todo cuando la ruta de las iglesias iba siendo diezmada en pocos años, que Remigio en realidad renegó de la Orden benedictina e incluso de la Iglesia católica.

Me estremecí al escuchar aquello. Caminábamos hacia el encuentro de un hereje, de un proscrito del mundo cristiano, de un hombre que en circunstancias juiciosas debía ser encerrado en una celda y condenado a la reflexión hasta la muerte…

—Renegó de la orden —repitió el sabio—, pero no renegó de Dios.

—Eso es una herejía.

—Es posible. Pero ¿acaso las órdenes de hoy no fueron fundadas anteayer por hombres santos y discutidos hasta la muerte en otros momentos?

No supe qué responder y miré el suelo que pisaba, confuso. La tierra era más húmeda. Los gusanos se retorcían, evitando ser pisados por segunda vez a medida que yo hollaba su miserable reino.

—¿No se consideró a Remigio un proscrito? —inquirí.

—Hereje, usurpador proscrito, precursor de simonías… mago, pastor de brujas, heresiarca. Todo eso ha llovido sobre su nombre. Pero ahora, dime, ¿cuál es el verdadero propósito de esta misión?

No entendí el sentido de aquella pregunta. Sólo imaginaba una respuesta, pero era demasiado evidente como para que se tratase de la acertada. Me daba cuenta de que no había sido consciente de nada de cuanto sucedía a mi alrededor.

—Joven Angus… ¿a qué hemos venido hasta el corazón de las sombras?

Me quedé callado y supliqué una respuesta con mi mirada.

—Yo tampoco lo sé, pero sí que supongo a qué no hemos venido. No creo vayamos a reconstruir ninguno de los templos abrasados —dijo—, y tampoco que vayamos a dejar una pila bautismal allí donde los niños son bautizados en los estanques de sus misteriosas divinidades. No creo que vayamos a detener el vuelo de sus espadas, y tampoco creo que los puños que las dirigen vayan a concedernos piedad alguna… no creo que hayamos sido escogidos para tales milagros.

Todo eso era, sin embargo, lo que yo había conocido como propósito último y verdadero.

—Tenemos que iluminar a esos hombres… —insistí.

—¡Mira los ojos de Girárd! —su mano derecha me atrapó de pronto con tanta fuerza, que fue como si la garra de un águila hubiese atenazado en pleno vuelo a una joven ave que desease elevarse hacia el sol, truncando todos sus sueños—. ¿Qué ves en sus ojos?

—No sé leer en los ojos de los hombres… —traté de liberarme de aquella mano, pero Alfredo parecía fuera de sí, contenidamente enloquecido.

—¡Lo haces mejor de lo que reconoces! Yo veo venganza en sus ojos. ¡Yo creo que Remigio tendrá que responder ante los emisarios de Dios!

Me soltó.

—Estamos demasiado lejos del Rin. Hace años que nadie ha ido tan lejos —dije, tratando de distraerlo de tan absurdos pensamientos.

—No falta demasiado. Conozco los mapas de esas cartas… El río que serpentea detrás de estas colinas nos conducirá hasta él.

Me pareció que Alfredo se sumergía en extraños pensamientos.

—El río… es como una culebra que se enrosca hacia las profundidades, una serpiente que constriñe la tierra y la selva, y al final de la serpiente está su cabeza, y sus colmillos, los últimos afluentes perdidos en la más profunda de las selvas, segregan un veneno desconocido en el corazón de la fe…

Sus últimas palabras se apagaron entre las ramas de los árboles, que poco a poco parecían volverse más densas; la compañía penetró en el bosque. El regazo de aquellas colinas parecía mucho más salvaje que cuanto habíamos atravesado hasta entonces. Las setas crecían en la base de los troncos. Las plantas trepadoras se enroscaban en rincones que nunca habían sido iluminados directamente por el sol. Los abetos eran negros como la noche, y el mundo se hundió de pronto, se hundió junto a la rivera de unas aguas mansas que descendían perezosamente. Ahora el suelo estaba cubierto de aquella hojarasca de abeto, arrancada por el tiempo durante generaciones enteras. Hacía frío y seguíamos el lecho del río, cuando la noche nos sorprendió.

Un famélico fuego ardió entre las piedras y el campamento se organizó a su alrededor, haciendo tintinear las escudillas en las que Girárd, como cada noche, repartía con su cucharón de madera lo que había sido cocido en la noble olla de cobre.