Un extraño silencio envolvía al grupo que nos precedía. Éramos los últimos en llegar. Los árboles se habían aparcado cual gigantesco cortinaje: recorriendo una curva al final de aquella espesura, el camino se alejaba de ella y se internaba en un mar de hierba. La colina ascendía por encima de un largo valle, tachonado todo él de errantes bloques de piedra que salpicaban con desigual brusquedad una escalera de pastos hasta tocar las nubes. El invierno erras traba su capa hacia nosotros, y un rastro blanquecino asomaba entre cendales de niebla, borrando las coronillas de aquellos cerros mal tonsurados.
Lo comprendí inmediatamente, como todos los demás, como todos los que llegaron antes, peregrinos, penitentes y misioneros. El ansiado templo que buscábamos, y del que tanto se había hablado en Colonia a la vista del mapa, cuya edificación se pensaba tan milagrosa, era un montón de madera carbonizada, un círculo amplio y maldito, que ya ni siquiera humeaba. Los contramuros que circundaban las reliquias cenicientas habían sufrido un destino semejante, en parte derruidos a golpes. Más adelante, se amontonaban restos de aperos, enseres, baúles, ruedas de carros que habían sido apiladas unas sobre otras. El paisaje que ofrecía aquel bastión arrasado parecía la huella de una plaga bíblica. Lo temí con toda mi alma. El miedo me embargaba. Sentí confusión y, sin embargo, seguí el paso de la silenciosa comitiva. Había imágenes que no quería ver, hasta tal punto era cobarde mi corazón… Pero afortunadamente no había restos humanos esparcidos por el suelo, ni huesos amontonados, ni cráneos clavados en los robles, ni entrañas ensartadas en sus cortezas como contaban muchos relatos sobre los bárbaros. Sólo despojos de vestimentas. Nada que atestiguase la ejecución de torturas u hórridas muertes que nos habían sido descritas en tantas ocasiones; sin embargo, aquellos restos sólo iluminaron en mi imaginación unas gentes que, privadas de toda protección y encadenadas, fueron arrastradas hasta la roca de algún templo para ser inmoladas en nombre del gran dios tenebroso de los paganos, cuyo nombre no quiero revelar tan pronto.
La figura de Alfredo de Durham avanzó impertérrita entre ropas esparcidas y restos de madera carbonizada. El infausto viento vino a sacudir los andrajosos pliegues de su túnica, y su capucha onduló. Se volvió hacia todos nosotros y dijo con inesperada, terrible decisión:
—Hemos llegado a sus dominios. No están lejos.
Fray Ansgar, el hermano más grueso, caminó azorado hasta encontrarse frente a Alfredo, como un emisario de nuestros pensamientos. Lo miró con cierta ansiedad, y el sudor hacía brillar su rostro.
—No pensaba que estaban tan cerca —balbució el misionero—. Deberíamos encontrarlos, deben de estar en alguna parte.
—¿A los herejes?
—¡No! —protestó Ebo con cierta autoridad—. Por el amor de Dios, ¡a nuestros hermanos!
—No creo que eso sea posible a estas alturas, os lo advierto con el corazón abierto y a la vez lleno de dolor —respondió Alfredo—. No creo que volvamos a encontrar a ninguno de los moradores de este lugar.
—¿Y la misión? —Se hizo un largo y angustioso silencio ante la pregunta de Ansgar, y aquel silencio era semejante al peso de una roca que hubiese tenido la virtud de ser invisible y levitar amenazadora sobre nuestras cabezas—. ¿Y Él?
Alfredo se volvió.
—¿Debemos seguir el camino? —inquirió.
Girárd de Montsalvat se adelantó. Evitaba hablar directamente con Alfredo, quizá por su vocación predicadora, y era la primera vez que lo veía dirigirse a toda la compañía.
—La misión debe llegar a su fin —afirmó. No entendí muy bien qué era lo que se discutía, y ahora me doy cuenta, al conocer los hechos, de que se trataba de algo que el resto de nosotros desconocía—. No podemos dejarnos desalentar por este contratiempo.
—Pero la iglesia ha sido… no está… —murmuró Ansgar, indeciso.
—¿Y qué? —replicó Girárd con bondadosa indiferencia—. ¿Deberíamos desfallecer al primer signo de adversidad…? ¿Quién pensó que el camino hacia Él sería más sencillo? ¿Lo hizo alguien? Los jóvenes, quizá… no así los caballeros que nos abandonaron en las fronteras, hace tres días. ¿No visteis esos árboles abatidos hace tiempo? ¿Y las rocas? No fueron traídas por el viento a lomos de enormes demonios que ellos llaman gigantes y que no son sino los cíclopes de las fábulas… Ellos mismos las emplazaron. Hace varios días que entramos en sus dominios. Nos observan.
La última frase fue añadida con tanta tranquilidad, que mi corazón se quedó helado.
—No es posible que nos observen… —replicó Ebo.
—Lo es. He visto las siluetas de sus animales.
—En el bosque el lobo acecha y el zorro espía, eso no es ninguna señal —protestó Ebo.
—Oh… es posible, hermano, que me haya equivocado.
—Si nos observan —rompí yo el silencio, quizás expresando las mismas dudas que otros sentían—, ¿por qué no nos han… atacado? ¿Por qué nos dejan avanzar? Quizá deseen escucharnos…
Alfredo me miró, pero no respondió nada. En ese momento supe, quizá por la virtud que tenía de leer en los signos más que en las palabras, que me habría contado muchos secretos, pero por alguna razón, no deseaba revelarlos ante el resto. Había disensiones internas, había planes que desconocía, había secretos que ignorábamos, en ese momento lo supe.
—Quizás él les haya pedido que nos dejasen entrar —respondió Girárd.
El austero hermano caminó hacia mí y me miró a los ojos con tan extraños presagios, que he de reconocer que me perdí en ellos.
—¿Quién es… Él? —lo interrogué.
Girárd ni siquiera pestañeó. Se volvió, y dejó que sus ojos recorrieran el perfil de las colinas. Las nubes se volvían más tenebrosas, batiéndose en retirada sobre penachos de bruma, ocultando la falda herbosa de aquella colina, que parecía conducir a un templo ancestral. Después dio media vuelta y empuñó las riendas de su mula. Enfiló la ladera, y caminó junto a Ebo y otro hermano, Heribert de Aquisgrán, el portador de los libros y de los mapas. Les fue difícil tomar una decisión, y nadie quiso hablar en voz tita de lo que significaba encontrar la iglesia en ruinas. Finalmente, la columna se puso en marcha. Se oía el murmullo de los rezos, mientras la niebla se acercaba, hasta que el ascender por la colina nos adentró en ella, y sólo fuimos, de nuevo, sombras en el reino de la oscuridad, los asnos, hilados con un cabo, evitaban así que nos perdiésemos en la densa incertidumbre. Abracé el cuello de la bestia y traté de sentir el calor de su cuerpo. Vi las gotas de humedad resbalando por su pelaje. La pendiente se volvió más abrupta. El sendero zigzagueó para sortear un desnivel más acusado. Me pregunté, en medio de la niebla, si aquél sería el camino adecuado. ¿Adónde íbamos? Oí la voz de Girárd, que daba órdenes no muy lejos. No pude entender lo que decía. Los rezos de sus penitentes se intensificaron. Parzival, que iba justamente delante de mí, se volvió y me miró con una sonrisa que me pareció propia del mismo diablo. No sé si lo juzgué injustamente, pero en sus ojos grises creí leer el sufrimiento de quien no siente el perdón. Sus ojos, casi transparentes, y sus cabellos claros y revueltos, jugaban en armonía con la permanente ansiedad de sus facciones. No quise pensar en los crímenes nefandos que había cometido, pero se rumoreaba que habían sido de una atrocidad que pocos se atreverían a imaginar. Bajé la mirada. Allí estaban: las vendas de sus rodillas colgaban ya sueltas, pues Girárd le había concedido la gracia de unos zapatos de piel de gamo. En ese momento, las bestias llegaron a lo alto. El terreno onduló bajo la ceguera de nuestros movimientos. La niebla, cual velo humeral, se apartó, y creí ver en aquellos hombres a los espectros de los antepasados, que vagan en busca de venganza. Los rezos crecieron y los gritos de Girárd nos alertaron.
—¡Dios, socórrenos! ¡Te imploro fuerza para tus emisarios!
Ebo había caído de rodillas. Poco después llegamos a su altura y descubrimos la gran roca desnuda de los sacrificios, las manchas negras que la recorrían, las canaletas abiertas en la piedra, irrigadas por una oscura presencia. No muy lejos de las rocas del altar, se acumulaban los cuerpos desmembrados. Como saludando el valle, sus calaveras estaban ensartadas en largas frámeas de hierro. Unos cuervos elevaron el vuelo en ese momento, circundando nuestra presencia, increpándonos con sus graznidos, pues interrumpíamos el banquete. Parzival se echó al suelo, ahora profiriendo gritos entre rezos inconexos, ahora ahogando carcajadas espantosas.
¡Oh, Dios! ¿Qué habían hecho aquellos hombres, para merecer tan horrible castigo…? Sólo Tú conoces los caminos misteriosos y tus decisiones son inescrutables…
Apenas pude reponerme de la repentina visión. Girárd gritaba con el crucifijo en la mano. Ansgar y Heribert se inclinaban y rezaban; los penitentes, como alcanzados por alguna clase de exaltación divina, aullaron y se arrodillaron y besaron la tierra, y parecieron morir ante la visión de la barbarie. Alfredo permaneció detrás de mí, inmóvil. Siervos y artesanos se persignaban.
—¿Te quedarás a proferir gritos, o me ayudarás a darles digna sepultura? —me preguntó.
Decidí ayudarle, y me sentí cómo despertar en una pesadilla, tras un naufragio de sangre. Nos aproximamos a los restos mortales. Fue entonces cuando una arcada me superó. Uno de los penitentes trató de socorrerme, pero rae en vano: me derrumbé y vomité cuanto mi estómago ocultaba como sustento, y me deshice amargamente a los pies del altar de piedra, ante la vista de los restos humanos desollados por los cuervos que graznaban, ansiosos de que nos marchásemos cuanto antes para continuar su vil carnicería. Me sentí culpable por hacer aquello ante la sangre vertida, quizás injurándola, y retrocedí a gatas, hasta que me eché sobre la hierba y miré al cielo. Mareado, el nublo daba vueltas a mi alrededor, y su gélida visión me alivió. Las manos de aquel ayudante de Alfredo, en el que antes apenas había reparado, rodearon mi cabeza y vi sus ojos. Era joven, habría dicho, pues por fin vi el rostro de suaves facciones, que ocultaba celosamente bajo los pliegues de su capucha, y me miraba con gran devoción y piedad, me asusté ante un nuevo peligro que no era ajeno a los novicios ni a los monjes lujuriosos pues, a pesar de la presencia de la muerte, o, peor aún, quizá gracias a ella, algo en mi interior despertó y se aferró a los ojos de aquel joven, que me parecieron tan dulces, y, cuando me acurrucaba en su pecho, una suave concupiscencia enervó todo mi ser. Cerré los ojos, y caí desvanecido.