II

Fray Ebo de Colonia era el nombre del primer responsable de la misión, como amané anteriormente. No hablaba demasiado con los demás, salvo con un hermano alto y enérgico, procedente de las montañas que separan Hispania de Aquitania en la parte oriental: Girárd de Montsalvat. Aquel nombre, que tan buenos augurios debía reportarnos en recuerdo del santo evangelizador que había llevado hasta los frisios las influencias del Concilium Germanicum,[2] a costa de su propia muerte pocos años atrás a manos de un señor frisio llamado Brodo, respondía por un hermano de cuya severidad ascética no cabía la menor duda. Era la fe en persona, la fuerza que parecía animar las decisiones de Ebo, como el aire que hinchaba sus pulmones o la sangre que latía en sus venas, pues Ebo de Colonia era un estudioso y su poder venía avalado por los sellos del Caput Mundi, mas carecía de aquella fuerza que muchos llamaban la Espada de Dios. Alfredo de Durham me había explicado que existía un hombre, un anciano de venerada reputación entre los más altos consejeros eclesiásticos del Concilio Germánico, llamado Arnauld de Goth, de quien Girárd de Montsalvat era fidelísimo adepto y seguidor. ¡Y yo ya había escuchado aquel nombre, pues en algunas ocasiones era mencionado en las conversaciones de Metz! Oh, mucho es lo que habrá de ser contado sobre su larga mano y su poderoso hálito, y su sombra se proyecta sobre todo este manuscrito, a la vez sabia y llena de oscuro misterio… Pero ya me detengo, que no quiero confundirte, amable lector. Debía ser viejísimo en aquel tiempo, como más tarde me confirmó Alfredo, pues mis recuerdos venían de la infancia y ya entonces se veneraba su palabra y la fuerza de su fe, santísima y casi legendaria. Se celebraba su sabiduría, junto al hecho de que era ciego, lo que las malas lenguas aseguraban que era un castigo a su lujuria por el saber, pues había sido estudioso desde temprana edad. Mas lo que destacaba en todos los cuentos de monasterio que hablaban de él era la severidad, la implacable fortaleza de espíritu con la que preconizaba la lucha contra el paganismo y por ende contra la presencia de los planes diabólicos en la Tierra, siendo el más grande sabio de Occidente sobre las profecías del final de los tiempos, del Armagedón, del Apocalipsis y de los peligros del milenio, cuya proximidad vendría, como todos sabemos, rodeada de terribles y desoladores males. Alfredo me habló de él con mayor detalle cuando mostré interés por el hermano Girárd.

—Circulaba, además, la leyenda de que Arnauld de Goth había convencido cuando joven a Carlos el Martillo, abuelo de Carlomagno, de que debía atacar a los infieles en el sur del Reino. Esto era apropiado por razones territoriales, pero para Arnauld y los padres de la Iglesia era crucial mostrar a los infieles el poder de la Cristiandad y del Reino de Dios en la Tierra. —Alfredo pareció meditar, buscando en sus recuerdos—. Pero había algo más… Arnauld de Goth insistió en traspasar las montañas pirenaicas que separan la península infiel del resto del mundo cristiano, y establecer allí una marca, que fue llamada la Hispánica. Arnauld estaba convencido de que allí, en una montaña de misterioso origen por encima de los valles, existía un castillo sagrado llamado Montsalvat, en el que desde hacía siglos se custodiaba el Santo Grial…

—¡Alabado sea Cielo! —me santigüé al escuchar la mención de aquel misterio.

—Arnauld se encargó de las expediciones por aquellas montañas, y desapareció durante un tiempo, hasta que se le dio por perdido.

—Pero… ¿volvió?

—Volvió, ciego, y desde entonces fue conocido como el Ciego de Montsalvat por sus adversarios, pero su poder creció, querido Angus, pues divulgó las profecías del final de los tiempos, y dijo haber sido cegado por la Luz de Dios al contemplar la vasija de esmeralda con forma de cáliz en la que se contiene el sempiterno crúor divino… Al parecer, tras mucho vagar finalmente había atravesado un valle lleno de infieles tentaciones donde un nigromante ponía a prueba la fe de los que vagaban en busca del Santo Grial, y, después, había ascendido la Montaña del Tiempo, de la Fe y de la Pureza, hasta que creyó que todos sus miembros se habían congelado, y cuando al fin se creía muerto… fue recogido por los Caballeros del Grial, resucitado en un altar de piedra y saludado por el señor Titurel, guardián del portalón y de la sala octogonal en cuyos nichos reposa la reliquia, el Santo Grial…

Entonces Alfredo se echó a reír plácidamente. Yo me sentí confuso y a la vez ofendido, y así como mi confusión y mi ofensa crecían, más ruidosa era la risa del sabio y viceversa.

—Pero… ¿por qué hacéis escarnio de ese modo ante el sagrado misterio? —le pregunté, confundido y apenado.

—El hombre es un animal fabulador por naturaleza, y yo creo que Arnauld hace años que no está en su sano juicio… Sin embargo, no son pocos los que creen ciegamente en sus leyendas, de las que es un santo campeón. Entre los hombres venidos de aquellas tierras, donde Arnauld fundó varios monasterios, está ése: Girárd de Montsalvat.

—Montsalvat… ¿como el castillo del Santo Grial?

—Como el castillo, con la salvedad de que en este caso se trata de un monasterio perdido en la vertiente sudoriental de los montes Pirineos. De allí vienen los hombres de Arnauld de Goth, que va del Concilio Germánico de Aquisgrán, donde ejerce gran influencia, hacia su retiro espiritual de los Pirineos, donde se considera el guardián de los caminos que conducen al Santo Crúor. Lo peor de todo no sea ya todo eso, cuento de cuentos, sino aquello de lo que él es capaz en su creencia en el fin del mundo y en su odio hacia los paganos y los infieles… Se dice que ha prometido a Carlomagno beber del Santo Grial si su misión en la Tierra alcanza la grandeza que Dios espera de él, su hijo predilecto.

—Pero ¿no es acaso Carlomagno un devoto y gran cristiano?

—Para un novicio ignorante procedente de Metz, Carlomagno es el principio y el fin del mundo, pero para un northumbrio Carlomagno sólo es la cúspide de una ambición amasada por francos y merovingios durante cuatro siglos, y desde luego un gran poder en la Tierra, pero solo eso, un poder terrenal. Si le dejasen, también encontraría cristianas razones para anexar Northumbria a su sacro reino… De ahí que Arnauld desee prometerle el Santo Grial con tal de seducirlo a todas las ambiciones de sus creencias en el Apocalipsis; es como coronarlo elegido en la Tierra por toda la gracia divina. Y, ¿habrá hombre más seguro de sí mismo en este mundo que ese…? Demasiado poder en un solo cetro…

Confuso, miré las piedras del camino. Hasta entonces, rodas me habían parecido iguales, nunca había prestado atención a tales objetos como a otros signos e ideas; pero desde que conversaba con Alfredo me fijaba en sus detalles, y ahora era imposible lo que antes era cosa común: encontrar dos siquiera parecidas. Por aquel entonces y del mismo modo, todo aquello me resultaba de una enormidad inabarcable. Carlomagno, el nieto de Carlos el Martillo, era nuestro gran señor y el defensor de la cristiandad frente a toda clase de enemigos infieles y paganos. ¿Qué interés podría tener Arnauld de Goth en nuestra expedición…? Al menos en aquel momento, los hilos así puestos en mi mano por el destino no parecían entramarse de modo alguno. Pero el tiempo pasó, y fui comprendiendo, como se verá más adelante, aunque ya detengo mi lengua para no confundir al lector… El sentido de aquella misión era otro, y muy diferente al que yo, joven y devoto novicio, había imaginado.

Durante las primeras semanas, visitando pequeñas aldeas en las que los paganos, casi siempre permisivos pero indiferentes, nos miraban de un modo extraño, Ebo se había alejado de nosotros y se ensimismaba, releyendo pergaminos, pasando su índice por las líneas de los mapas a la luz de una antorcha, u hojeando, por placer evasivo y ahora diría que pecaminoso (¡bien lo comprendía yo, pues envidiaba sin malquerencia su privilegio!), los pocos libros que llevaba consigo y que protegía como un inmenso tesoro. Girárd, en cambio, trataba de predicar a los ignorantes, organizaba la marcha, infundía coraje con su ejemplo, dedicaba el sermón de vigilae. Me atrevería incluso a asegurar que Girárd estaba a punto de lograr algún milagro, tal era la devoción ferviente con la que se entregaba a los designios de la misión, sin miedo a la muerte, la cual a mí me parecía cada vez más próxima, al reconocer la desconfianza con la que los ancianos de aquel rito pagano que dominaba esas tierras nos miraban y nos maldecían en nombre de sus tenebrosos dioses. Me pregunté por qué Ebo de Colonia era, a pesar de todo, el primer hombre de la misión, señalado por Roma. El Papa, Esteban III, le había entregado la decretal y los poderes de la evangelización, hecho que ya en sí representaba un inmenso honor, aunque para otros, más poderosos y astutos, no fuese más que una digna condena a muerte; y Ebo había escogido a Ansgar de Linz como mano derecha. Ansgar, sin embargo, era incapaz de caminar durante demasiado tiempo. La mejor de las mulas era la suya, pues su equipaje era su propio cuerpo maltrecho. Me sorprendió su estado enfermizo, y no pude dejar de pensar que el deseo de aquel hombre iba por encima de su salud; su ejemplo, sin embargo, aunque carecía de energía, nos ilustraba, pues permanecía allí, enfermizo, pero vivo por la fuerza de su fe, dispuesto a alcanzar el mismísimo corazón de las sombras para llevar a cabo la evangelización de los confines de la Tierra.

Willbrod de Mainz, sin embargo, era tan silencioso romo Ebo, y obedecía el ubicuo mandato de Girárd. Alfredo de Durham, mi interlocutor de las Tierras Altas, conversaba a menudo con Willbrod, aunque rara vez lo hacía con Girárd, y además contaba con su propio ayudante. Pronto me di cuenta de que Girárd y Alfredo se evitaban. El resto de la expedición lo componían una treintena de personas, entre las que se encontraban algunos hermanos y muchos voluntarios artesanos, aventureros de toda índole que en aquellos días no faltaban, que creían ciegamente en el poder de la misión y que, sin lugar a dudas, desposeídos por una u otra razón y vagando por los caminos desde el sur del Reino, soñaban con alguna recompensa durante el viaje o después de él… si sobrevivían al mismo. También había penitentes. Varios de ellos estaban enfermos, pero milagrosamente habían mostrado síntomas de curación al incorporarse a la compañía de Ebo. La mayoría había salido de los monasterios de las proximidades del Rin. Girárd los había escogido. He de reconocer que yo los temía. Algunos parecían cegados por su deseo de iluminación divina, exaltados en su silencio. Se confesaban a menudo ante Girárd. Éste les imponía terribles penitencias, y yo los veía andar descalzos durante días, hasta que sus pies se abrían y sus dedos se llenaban de púas, llagas y sangrantes heridas. Entonces preparaban un baño, y las aguas frías de aquellos arroyos les producían un alivio extraordinario, capaz de situarlos de un tanto más cerca de la divinidad de lo que lo estaríamos los demás, al parecer, en todas nuestras vidas de paciente oración. Alfredo miraba aquellas escenas con extraña indiferencia, y me atrevería a decir que cobijaba cierta desaprobación hacia los métodos de Girárd.

—¿Crees que aliviarán la pena de sus víctimas siguiendo las reglas del hermano confesor? —me preguntó.

Me había quedado, como tantos otros, paralizado al oír los gritos de uno de los penitentes.

—¿Qué pecado puede haber confesado?

—No es ningún secreto —me respondió Alfredo con serenidad.

—Los pecados son secreto de confesión…

—Los pecados de la mayor parte de tus compañeros de viaje son tan públicos como los servicios de las prostitutas, servicios que todos fingen ignorar pero de los que casi todos se sirven —aseveró—. Quizá sí que lo sean los detalles… Criminales sin perdón son los que te acompañan hacia el corazón de las sombras. Asesinatos, agravios contra mujeres y niños, ultrajes y robos con violencia, seducción de monjas por la fuerza, venganzas sangrientas, traiciones que acabaron en muerte… lo único que no tienen en común con la mayor parte de aquellos a quienes los francos cuelgan o decapitan según sus leyes es que éstos confesaron antes de ser atrapados y, llenos de arrepentimiento, se echaron a los pies de los clérigos, que intercedieron ante los abades. No todos se salvaron de una pena capital, pero algunos pudieron escoger entre morir o expiar, y eligieron la penitencia en los caminos del Señor. ¿No has visto cómo cargan, a veces con las manos, con pesados bultos? ¿Cómo van descalzos? ¿Cómo ayunan durante días mientras recitan las oraciones hasta confundir lengua y pensamiento? Ése, precisamente —Alfredo señaló a aquél que más piedad me había inspirado, por ser tan terrible el castigo que sufría—, se cree que fue poseído por un demonio… Girárd trata de liberar su alma, castigándola hasta el límite de lo soportable. Según él, el demonio terminará por manifestarse, pues ahora está atrapado en el cuerpo por las cruces que cuelgan de su pecho, por el agua bendita que le dan de beber y por los signos cristianos y santos que han sido escarificados en su piel.

—¿El demonio… está dentro…? —pregunté, y mi corazón se encogió dentro de ese puño implacable que es el terror.

—Al menos eso cree Girárd. Está convencido de que un demonio, el mismo que tentó y extravió a ese desgraciado hasta convertirlo en muñeco de sus criminales apetitos, está atrapado y no encuentra la forma de escapar de ese cuerpo, debido al piadoso arrepentimiento del alma poseída. Un duelo terrible entre el penitente y ese demonio es lo que ves. —Me miró—. ¿Te parece veraz?

Miré confundido a Alfredo, sin saber qué decir, y me santigüé. Él siguió.

—Yo creo que estamos ante una mente perturbada y asesina, nada más. ¿Se merece nuestra compasión? Sí, y que le administren los sacramentos, y quizá también una muerte rápida que lo libere a él y que nos libre a nosotros del peligro que representa su presencia, como lo dictan los mandatos del Señor y la paz del Rey, pero todo lo demás es… vago y peligroso, y hay cierta lujuria en ello —repuso Alfredo, meditabundo.

Me fijé en aquel penitente una vez más. Mi compasión, confusa, indagó en su rostro. Demacrado, gris; el castigo parecía estar por encima de todas sus fuerzas. Era posible que la tortura de su cuerpo hubiese empezado antes de iniciarse el viaje. Tenía los cabellos muy rubios, pero trasquilados. Su piel era muy blanca, y quizá por ello el tatuaje natural de sus venas y cicatrices resultaba todavía más doloroso. Girárd le vendaba sus pies ensangrentados, convertidos ya en pobres trozos de carne. De seguir así, perdería los huesos en el camino. Casi me parecía distinguir las huellas de sangre en el barro, inmediatamente detrás de nosotros. Se había abierto las plantas hacía días, y había despedazado su carne una y otra vez hasta caer disuelto por el dolor, para empezar a destrozar sus rodillas. Aquella penitencia parecía conducirlo a la muerte.

Dos penitentes pasaron junto a nosotros, silenciosos, y dirigieron miradas al que gritaba y lloraba sus oraciones de perdón, mientras flagelaban sus espaldas con el rostro cubierto.

—¿No hay perdón para ellos…? —pensé en voz alta.

—Son ellos mismos los que no se perdonan por lo que han hecho, y eso parece elevarlos. Quizá por eso fueron escogidos para esta misión.

No entendí a qué podía referirse.

¡Los elegidos por la cólera del Señor serán iluminados, e iluminarán el camino como antorchas de fuego!— dijo Girárd en voz alta, como si predicase a los árboles y a las nubes. La comitiva se detuvo. Los penitentes se volvieron y prestaron atención a su palabra, como si de un apóstol se tratase. Girárd subió a unas peñas y se encaramó al valle. Empuñó su crucifijo y lo alzó—. No temáis por vuestros pasos, pues la redención está más cerca. ¡Dios es misericordioso…!

Allí, con el brazo elevado, con aquel hombre en aparente éxtasis a sus pies, Girárd me pareció el espíritu mismo de la fuerza de Dios. El penitente unió sus manos y rezó, alzando su rostro al cielo; dejó de gritar para reír, como lo hacen los locos. Su rostro gris se contrajo, sus labios se desencajaron a medio camino de esbozar una vocal equívoca, indecisos, entre el dolor y una incomprensible satisfacción extática. La sobrecogedora visión me atravesó como atraviesa un rayo caído de lo alto.

—No siento dolor… ¡no siento dolor…! —musitaba el penitente, quien respondía al nombre de Parzival (así había sido bautizado por Girárd, pues tenía extraños sueños y visiones y le recordaba al loco de las leyendas del Santo Grial), y de pronto se puso en pie, abandonó a su justo castigador, Girárd, y comenzó a caminar sobre sus huellas de sangre con la mirada perdida. Avanzó y avanzó y caminó entre los presentes. Girárd gritaba tras él. Los demás se persignaban al paso del penitente, como ante el fugaz resplandor de un inminente milagro que nos sobrecogería con su beatitud y que nos anunciaba la infinita y todopoderosa gloria del Señor. Reflexioné y recordé que la presencia de los penitentes que se flagelaban era posiblemente lo que más había impresionado a los paganos en sus aldeas, que no nos veían con buenos ojos, pero que parecían sobrecogidos por aquel gesto de culpa con el que Girárd predicaba la palabra de los evangelios.

Cuando volví en mí, tras aquel extraño y profundo momento de trance que pareció detener todos mis pensamientos, Alfredo ya no estaba a mi lado. Avanzaba más adelante y tuve tiempo de recrearme en cuanto había sucedido. Fue aquel mismo día cuando los doce caballeros se despidieron de Ebo: tras indicar que no podrían seguir por aquella ruta por el peligro que encerraba para los soldados del Reino, dieron media vuelta sobre las huellas de sus caballos, y al fin la expedición quedó a solas con su destino.