La carga, como es usual en este injusto mundo, se repartía desigualmente entre hombres y animales. Componíamos una hilera silenciosa. Ésta se deslizaba por el pasadizo de un codicioso hayedo, el cual, como ejército al acecho, parecía echarse sobre nosotros a través de la niebla. El sonido de nuestros pasos había sido embotado por la espesa humedad que nos aislaba de esas celestiales bóvedas que encierran el mundo, alejándonos de los objetos físicos para dejarnos casi a solas con las vagas ideas que tenemos de ellos. Inciertas sombras de niebla me envolvían aquella mañana. Demasiado rápido habían borrado nuestro rastro, como si quisiesen eliminar las huellas de quien se adentra en un laberinto, prohibiéndole todo retroceso y empujándolo hacia delante para asegurar su perdición ante el Minotauro; a medida que nos introducíamos en las nemorosas colinas apenas vislumbradas desde el puente, nos daba la impresión de que todo había quedado atrás, muy lejos, en tan sólo unas horas. Llegó a parecerme que el mundo del que veníamos no existía sino en mi vaga imaginación. Asnos desobedientes, penitentes de oscuro pasado, algunos artesanos voluntarios y caballeros que nos acompañaban sin más interés que cumplir con la orden de los altos cargos y brindarnos protección, completaban la compañía, convertidos ahora en sombras de niebla y vaho.
Nuestro destino serpenteaba hacia el noroeste del antiguo señorío de Germania, abandonando las fronteras de Austrasia. No muy lejos, según se nos había asegurado, expediciones anteriores habían logrado erigir iglesias de madera que a menudo los bárbaros paganos trataron de incendiar sin éxito alguno. Esto nos había parecido una santa señal, al menos cuando lo escuchamos muchas millas al sur, en las dependencias del obispado de Colonia. A la luz de las velas, yo había examinado los mapas con el permiso de Ebo, pues retrataban el desigual rostro de un mundo que mis hermanos habían denominado pasto de las tinieblas. Si aquellas capillas se habían mantenido en pie en el territorio de los enemigos de Dios, eso sólo podía haber sido porque alguna fe edificante las mantenía fuera del alcance de sus armas.
Abracé mi fe en la irregularidad de los oficios a la que nos sometía la intemperie. La retuve con todas las fuerzas de mi joven corazón. No contaba con más de diecisiete años, y volqué mis ansias de conocimiento en aquel viaje. Trataba de retener los detalles de los mapas, de leer los signos que marcaban la senda, de asegurar los pasos que dábamos, aunque la niebla frustró mis intenciones de inmediato. A medida que avanzábamos, extraños presentimientos se apoderaron de mi alma, presentimientos que desdeñé inicialmente por considerar pecaminosa la tentación del miedo, aunque no pude escapar a ellos, y pronto sucumbí. Estaba allí, conmigo, como una sombra pegada a mis talones, o acaso como una nueva percepción de mi espíritu de la que había sido privado hasta ahora; una prueba que difícilmente superaría en unos pocos días. Tuve que reconocer que su poder crecía y que no podía desprenderme de su presencia, de la cual, por así decirlo, fui consciente por primera vez aquellos días. No era el canto de los lobos, ni la línea imprecisa y oscura que recorría la orilla de los ríos. Tampoco era el influjo de aquella luna que algunas noches deambulaba, errante, entre nubes tormentosas, para arrojar un resplandor de muerte al pie de los árboles. Luego me di cuenta de algo más, ¿qué hombre ha caminado sin sombra sobre la faz de la tierra…? Ninguno, me había atrevido a repetirme una y otra vez a mí mismo, con esa insistencia que nunca está libre de sospecha. Ése era el designio de los mortales que habíamos seguido el alumbramiento del Gran Hombre; su ejemplo, de cualquier modo, tenía que ayudarme a dar nuevos pasos, a seguir el sendero de lo imposible, a caminar junto a aquella presencia con resignación. A medida que la expedición avanzaba, recordé algunos libros que no debía haber leído en la biblioteca de Metz. Pues, ¿qué novicio ávido de consumar las castísimas nupcias de la vida intelectual no ha pecado en los índices del scriptorium, leyendo sobre el amor enfermo de la bella Iseo, sobre las falsas invenciones de los poetas paganos, sobre las engañosas visiones de los libros de magia o los equívocos laberintos de las cábalas hebreas? Si Dios nos da la curiosidad por el conocimiento, también hace madurar la sensatez, y todo ello queda atrás rápidamente con la correcta vida del monasterio que ha de encauzar al buen monje; sin embargo, aquel largo viaje hacía que mi imaginación divagara. La lejanía del mundo cristiano me producía una creciente angustia que terminó por echar raíces en mis entrañas, y creí descubrir en mi miedo el retrato de mi propia sombra, una puerta que se abría secretamente a mis espaldas, una oscuridad en la que tendría que adentrarme para conocerme a mí mismo.
Detrás de mí solía ir cierto hermano. Cubría su rostro con celo gracias a los flancos de su capucha, como si ocultase alguna deformidad que ningún otro congénere debiera descubrir. Sin embargo, no era la timidez ni tampoco la fealdad, como me di cuenta más tarde, lo que le obligaba a ocultarse, pues aprecié gran inteligencia en los ojos grises de aquel hombre tras el primer encuentro, distante y fugaz, en el receptáculo de Colonia. De edad algo más que mediana, maduro, su rostro estaba sembrado de pecas en esos campos que el arado del tiempo labra alrededor de los ojos, partiendo de los párpados, especialmente en aquellos hombres que han trabajado sin miedo de sol a sol. Una barba amarilla y pálida circundaba su anguloso mentón, como es propio en muchos de los natos en las islas del oeste. Es posible que este hecho, mencionado por los demás, me atrajese especialmente, pues los grandes misioneros habían venido a Europa desde Anglia y Northumbria. Me habría gustado visitar aquellos reinos, pasar algún tiempo en sus monasterios, pero Dios había reservado otro destino para mí. Tal vez me fijé en él por mi simpatía hacia los misioneros que nos habían precedido en aquellas tierras salvajes: Suidvert, Evald, el gran Bonifacio, que antes de que el Papa le diese ese honor era llamado Willfrid en la lengua vernácula, grandes iluminados de la fe que habían navegado desde las Islas Verdes hasta os territorios de Germania para llevar a cabo milagrosos actos de evangelización, tras ser investidos por los poderes de Roma.
—No deberíais sentir miedo ante lo desconocido, hermano —me dijo al quedarnos algo rezagados. Debido a la naturaleza del viaje y a la necesidad de abrirnos paso y tomar decisiones, Ebo y Ansgar, los máximos responsables, habían advertido que, de modo excepcional, la regla de silencio no sería tan estricta como lo era en todos los monasterios benedictinos del reino. Me volví y acompasé la marcha de mi asno al suyo, quedándome a su lado. Nuestros ojos se encontraron. Su mirada era diferente, ahora lo veía claro. La comitiva avanzó y el sendero, que descendía, se adentró en la ominosa oscuridad aterciopelada, bajo una cubierta sostenida con desdén por despiadados árboles gigantescos, cuyas raíces parecían estar a punto de echar a caminar para aplastarnos y cuyas ramas apenas dejaban escapar tímidos rayos, presos entre sus tupidas garras.
—El miedo hace prudentes a los hombres —respondí.
—Y la prudencia los hace cobardes.
—La temeridad los hace soberbios, y que se cuiden del Juicio de Job —añadí sin vacilar.
—La cobardía los hace impíos.
—Más impíos son los temerarios…
—La cobardía envilece a los prudentes.
—Más piadoso es el prudente…
—Y más cobarde, y el cobarde, al amparo de su prudencia, es capaz de males que ni él mismo sería capaz de sospechar —repuso él de inmediato.
Nunca fui un hábil discutidor, y aquel breve intercambio de frases puede resumir gran parte de nuestra buena relación hasta su trágico final, algún tiempo después, como tendrá el lector la oportunidad de comprobar.
Miré a mi alrededor: las sombras crecían, húmedas y aciagas, a medida que nos adentrábamos en el corazón del bosque.
—Sois el más joven de cuantos fueron entrevistados por el buen Willbrod en Colonia. Os recomendó Bernardo de Mortrand. Venís de Metz —añadió, mirándome con sagacidad.
—Siempre quise pertenecer al brazo misionero de
Dios.
—Hermoso pensamiento: el brazo de Dios requiere una gran fuerza en la Tierra. ¿Cómo decíais llamaros?
—No os he dicho mi nombre… —repuse sin ánimo de ofenderle; en ese momento, me dirigió una mirada austera bajo los pliegues húmedos de su capucha. Sonrió con cierta suficiencia. Me apresuré a responderle—: Mi nombre es Angus.
—Me llaman Alfredo de Durham. —Miró hacia adelante, aparentemente distraído por algún rumor vago en las malezas—. Supongo que os iniciasteis en la expedición porque ad agusta per angosta, estimado Angus, aunque a juzgar por vuestras respuestas debería llamaros Angostus, o por vuestros conocimientos incluso Augustus.
Mi uso del latín no era demasiado avanzado, pero lo suficiente como para entender aquel juego de palabras en boca de alguien que conocía la lengua de los antiguos mucho mejor que yo.
—La fe me impulsa a dar este paso —repuse.
—Y vuestros maestros os vieron leer demasiado en la biblioteca, ¿no es así? Y os ofrecen un poco de vida natural en la prédica de la fe para evitar que os veáis seducido por la lujuria del saber.
—Estoy aquí porque credo in unum deum et in vitam venturi saeculi.
—Celebro vuestro latín. Aunque sois demasiado joven para dar respuestas tan angostas, estimado Angostus, y eso es porque nitimur in vetitum, semper cupimusque negata…
Su sonrisa me desarmó, así como lo que acababa de decir. Decidí no responderle, por parecerme palabras de un empirista; sin duda pertenecía a esa clase de eruditos ingleses (¡cuántas veces me lo había advertido mi maestro!), de cuya fe no podía dudarse, pero que tienen respuesta para todo, y entonces me pareció que su timidez ocultaba cierta vanagloria. Bernardo, mi maestro, me había enseñado que no todos los hombres caminan hacia Dios por el mismo camino porque no a todos los hizo Dios iguales, pero lo importante era saber distinguir a los que así lo deseaban, pues esto era lo bueno y lo justo.
—No deberíais sentir miedo, mi buen Angus —recitó de pronto, y su mirada volvió a suspenderse sobre el invisible horizonte, pasando por encima de mi presencia como si me atravesase—. Tampoco ante los hombres de cuyas ideas desconfiáis. Recordad las expediciones de los romanos; algunos partían para acumular fortuna y así pagar después sus deudas, otros deseaban engrandecer el poder de su imperio, que era adverso y primitivo, pero grande y sin lugar a dudas más civilizado de lo que imaginamos. Entonces atravesaban las Galias, que hoy ya están más y cristianamente edificadas por los ducados de los longobardos, por Aquitania, por Borgonia… Y una vez en el oeste se arrojaban a las aguas del mar y remaban hasta adentrarse en las Islas Verdes. ¿Qué clase de mundo creéis que encontraban? Si escogían la ruta de un río, sólo veían riberas boscosas y bancos de arena, una profunda selva que se encorvaba sobre ellos, llena de misterio, toda garras, para atraparlos, para apartarlos de sus creencias, para llevárselos muy lejos… ¿de quién? De sí mismos, os respondo. Insectos, barro, una mala alimentación… los legionarios veían caer a sus compañeros en emboscadas y se encontraban a solas más allá de su mundo, durante semanas, meses, años enteros… en medio de las tinieblas de otro templo infinito que es la madre naturaleza según los paganos, y allí, joven Angus, es fácil olvidar quién es uno mismo. La sombra de la barbarie cae sobre el espíritu del hombre y le conmina a olvidarse de su fe y de sus propias convicciones para poder sobrevivir, y una vez en ese reino, lejos de sí mismo…, ¡hasta el más creyente de los hombres puede convertirse en el más aventajado discípulo de las sombras!
Asistí a aquel discurso fluido y sentido, pronunciado con una intensa voz, como a la anunciación de un misterio que acaso había intuido a medida que me alejaba de las fronteras de nuestro mundo cristiano, salvaguardado por los francos. Mi curiosidad me traicionó, y, en lugar de detener mi lengua, seguí adentrándome en la conversación con la imprudencia del que se introduce en una jungla sombría.
—La fe es capaz de vencer esas sombras, ahí tenemos el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo —me defendí.
—Recurre el hombre con demasiada holgura al ejemplo del Gran Hombre que todo lo pudo en los campos de batalla del alma… pero ¿no es eso otra idolatría?
Me asusté ante lo que oía.
—Sí, mi buen Angus, idolatría —repitió—. No somos ni siquiera capaces de concebir la esencia de Nuestro Señor como para usarlo como excusa y protegernos de nuestros miedos. ¿Por qué creer que resistiremos todo lo que se aproxima hacia nosotros entre las sombras, sencillamente porque invocamos su nombre…?
—Porque somos hombres de fe —repuse con energía.
—La fe… —dijo él, indeciso, como si se hubiese sumergido en un mar de recuerdos demasiado profundo—. Yo he sentido la fe tantas veces, y todas ellas de un modo tan diferente… Hay hombres inferiores que necesitan ponerse a prueba a los ojos de Dios para poder volver a encontrarse con su fe. Yo soy uno de ellos.
—¿No es aquí donde caminan los hombres más fuertes de la fe…?
—Los hombres superiores están convencidos de sí mismos, ocupan los altos cargos de la Iglesia en los palacios y las abadías, dominando los obispados fundados por el Apóstol de los Germanos; allí conversan, ordenan, acallan, hacen justicia… ¿No es acaso necesaria la entereza para ser capaz de firmar el acta de la justicia…? No, aquí no están esos hombres superiores elegidos por el altísimo poder de la Cristiandad. Por eso estoy yo. Por eso lo está el jovencísimo Angus… Y algo me hace pensar que, si sobrevivís, seréis parecido a mí. Porque a pesar de los deseos de un hombre, sus experiencias le dan forma como manos de hierro que modelan un barro endeble; así el que deseaba justicia terminó siendo un vil criminal que hemos visto ahorcar con nuestros propios ojos, así el hijo de una mala madre fue quien educó a los huérfanos de cierto monasterio mejor que muchos progenitores. El mundo es ambiguo. ¿Cómo estáis seguro de todo? Sin embargo, Dios os acoge en su seno mediante el amor, eso nos enseña a todos. Los hombres superiores, estimado Angus, no dudan de sí mismos. Los que se ponen a prueba son precisamente los que más angustia cobijan en su mente y en su hígado.
Me sentí sobrecogido ante el torrente de su voz… Sus palabras me abrían un mundo de posibilidades que no deseaba conocer, no quería oír todo aquello, y la duda me hizo sufrir. Pero se expresaba como los libros que estaba acostumbrado a leer; era muy instruido, de eso no me cupo la menor duda, y la falta de libros me traicionaba y me seducía a su conversación.
—Nadie emprende un viaje como éste esperando convertirse en un discípulo de la barbarie —me defendí con excesivo celo—. Y recurrir a la fe en Nuestro Señor no puede ser idolatría… No puedo estar seguro de todo, pero la fe me dice que los designios de Dios son incontrovertibles y que su voluntad está más allá de todas las cosas de este mundo, y ése es el leño al que debemos abrazarnos, santa cruz que flota en medio del negro océano de mentiras que es el universo tentado por el diablo. Alabado sea el Señor.
—Hermosísimas palabras, fray Angus. Reservadlas para los paganos, quizás ellos os entiendan mejor que yo… Tenéis razón. Es sólo que… en este mundo también hay que aprender a conversar con hombres que han sufrido y con sus corazones, arrugados por el hielo de los caminos. Perdonad si os he ofendido, no os hablaré más… si así lo deseáis.
El hermano inclinó el rostro, dando por acabada aquella conversación. Titubeé. En realidad no estaba de acuerdo con él, pero sentí piedad.
—Podéis hablar conmigo cuando la regla de silencio así lo permita. Quiero, si queréis conmigo.
—Teméis conversar…
—No temo… conversar —repuse, indeciso.
—Está bien. Lo tendré en cuenta como un amable ofrecimiento. Sólo el que sabe escuchar puede aprender, pero es el que medita el que escoge lo que desea pensar, y lo que no desea aprender. Hay verdades que quisiéramos desconocer, ¿eso nos reporta mayor felicidad? Pero un hombre sin memoria es un cadáver.
Sólo un gesto de mi interlocutor mostró su agradecimiento, pero no volvimos a hablar durante días. Tuve tiempo de perderme en muchas de aquellas ideas. El arduo camino fatigaba mis pies y mis rodillas, y mis manos se encallecían tirando de las cuerdas, forcejeando con la parte de la carga que me había sido encomendada y con mi saco de viaje a la espalda, a pesar de contar con la ayuda de aquella bestia a la que tanto tenía que agradecerle y a la que no quería mortificar sin piedad entregándole toda la carga.
La lluvia humedeció cuanto transportábamos y las capuchas terminaron por gotear ante nuestros ojos, a pesar de que el espeso bosque, que no quería conocer fin, nos protegía piadosamente del acoso de aquellas nubes. Parecían guardarnos rencor, preñadas de rayos, vagando por el horizonte hasta cerrarlo. El primer objetivo de la expedición no estaba ya tan lejos, pero a cada paso yo tenía la sensación de que nos alejábamos de él, en lugar de aproximarnos. ¿Por qué…? Pronto tendría una respuesta para confiar en mis presagios.
Recé durante las noches y procuraba atenerme a mis obligaciones en las horas canónicas, sobrecogido por los rumores que atravesaban las malezas, por los aullidos de los lobos, mientras los caballeros murmuraban inquietos a la luz de las llamas. A falta de libros, pensaba. Trataba de aclarar párrafos leídos anteriormente, siempre y cuando éstos fueran piadosos. Pero a pesar de mis esfuerzos por alejarlos, los libros prohibidos visitaban mis pensamientos y me dejaba llevar por ideas tan grandes como diminuto era mi intelecto; y así, angustiado por el desconocimiento, me desasosegaba en mi ignorancia.
Una mañana me di cuenta de que se discutía. Ebo de Colonia y Girárd de Montsalvat deseaban seguir otra ruta diferente a la que recomendaban los mercenarios francos. El desacuerdo era demasiado grave. Estaba seguro de que los caballeros que protegían la expedición no tardarían en abandonarnos a nuestra suerte, como era habitual en aquella clase de viajes. Los guerreros no deseaban avanzar porque sabían que, de ser sorprendidos por una horda, ellos serían los primeros en morir en numérica desigualdad de condiciones. A los hombres de Dios no nos esperaba mejor destino, pero a fin de cuentas nosotros moriríamos por vocación, mientras que ellos lo harían por inútil obligación, y eso es algo a lo que ningún soldado se presta sin la orden directa de sus duques o reyes, que desde luego no nos acompañaban.